El presidente Rafael Correa ha explicado la crisis económica que empezamos a vivir y adivinen qué: él no tiene la culpa, por supuesto. La responsabilidad, dice, es de quienes protestan contra su gobierno. Esa incapacidad de hacernos cargo de nuestros errores tiene un nombre: ser ecuatoriano. Ser latinoamericano, en realidad, y me recordó esa anécdota de autoayuda empresarial en la que un consultor trata de explicar por qué unos productos de cuero son muy caros pero de muy mala calidad (y por eso nadie los compra). Va desde los fabricantes hasta los ganaderos, y todos tienen una justificación para que su trabajo sea deficiente. Así que el experto llega a un conclusión después de la cadena de excusas: no hay a nadie más que culpar que a las vacas de donde salía el cuero. Y sí, en este continente  siempre el responsable es el de al lado. Pero no, lo siento, el único autor de la crisis que se viene es Rafael Correa.

No me voy a poner con lirismos ridículos. No es cierto que las manifestaciones en su contra sean por el Yasuní, los periodistas perseguidos, la salvaguardias, las utilidades de los trabajadores, el fondo del magisterio. Al fin y al cabo, hemos convivido ocho años con su gobierno de matices autoritarios. Y el Ecuador lo había tolerado por el único motivo que este país está dispuesto a soportarlo todo: plata. Los bolsillos estaban sanos, la gente tenía trabajo. Eso lo tenía con niveles de popularidad altísimos al Presidente, y tal vez por la arrogancia que esa aceptación le ha acentuado, no le pareció tan mala idea dinamitar la confianza sobre la que toda economía se asienta. Este es el exacto momento en que Rafael Correa espanta la inversión en el país.

Correa es fosforito. El mismo lo ha dicho. Y todos nos hemos dado cuenta. Estoy segura que en el momento en que hablaba, no se daba cuenta de lo que decía. Las siguientes palabras son como una secuencia cinematográfica en la que se derrumba la economía ecuatoriana: “El 80 % de las empresas  tienen estructura familiar, ellos quieren mantener eso, nosotros queremos acabar con eso”. Los daños de la explosión recién los estamos padeciendo, todos: hay gente que ha perdido sus empleos y el presidente de la República, popularidad (pero dice, claro, que ya la recuperó).

Un tipo inteligente como Correa sabe que esas palabras que eligió fueron imprecisas e imprudentes. Tanto, que pienso que las palabras lo escogieron a él. Lo que él quería decir era otra cosa: que las compañias familiares (a diferencia de las que salen a ofertas públicas) se restringen a sí mismas, concentran la riqueza y no generan valor agregado para los países en que operan. Eso, por supuesto, es muy distinto a decir que hay que acabar con las empresas familiares.

Él pensaba en las corporaciones de los pelucones de la isla privada de Mocolí. La gente que lo escuchaba pensó en su tienda, su pequeña imprenta, su servicio de catering. Y se asustó. Los empresarios más grandes (esos que, según dijo Correa, nunca han ganado tanto como con su gobierno) también se asustaron. No son particularmente valientes. No tendrían por qué serlo: en sus manos están miles de empleos y más vale que sean cautos. Es muy cierto que la prosperidad de un país depende, en buena medida, de que ellos se enriquezcan. Los únicos que no se han asustado y aún creen que pueden explicar esta crisis con dibujitos son esos cuatro economistas de pacotilla que jamás en su vida han manejado nada, ni generado medio dólar, pero creen poderlo explicar todo con diagramas de flujo. Hasta el día que tengan que salir a trabajar. Pero esa es otra historia.

La cuestión es que los empresarios entraron en pánico. Porque, a pesar de que han sido muy cercanos al gobierno, le tienen miedo. Si el presidente Correa no lo sabe, que se entere: mucha gente, hasta la que se lleva bien con él, le teme. Por eso nadie quiere ser citado on the record sobre cuántas plazas de trabajo se han perdido, o cuánto ha disminuido la venta de casas después del anuncio del impuesto a la plusvalía. Pero el negocio está afectado: según los corredores de bienes raíces, la demanda de casas ha caído en un 80%. Los precios se empiezan a contraer, las constructoras inician planes de recorte de personal. El sector que más dinamismo le dio a la economía ecuatoriana (en 2014, movió más de diez mil millones de dólares) está en posición de aterrizaje forzoso.

Todo esto sucede en un país que, hasta hacía meses, aún hacía planes de crecimiento. Sin embargo, en junio de este año, la previsión bajó de 4,1% a 1,9. Solo en el primer trimestre de 2015, la caída del precio del petróleo le significó al Ecuador perder dos mil millones de dólares. Rafael Correa, que en su victorioso discurso del 24 de mayo (fecha en la que rinde cuentas en la Asamblea Nacional) decía que la economía era sólida, ahora advierte “días difíciles”. Insiste que no es su culpa. Que hay un golpe blando en marcha en su contra. Que —como otros gobiernos latinoamericanos de izquierda— enfrenta una nueva Guerra Fría. Y ya ha puesto en alerta al puntal de toda democracia regional: los militares, que aún deciden a quién y cuándo obedecer. Pero no, no es la derecha internacional ni la oposición local (sería esperanzador ver una oposición que articule algún gesto político), es él. La culpa es suya. Por deslenguado y demagogo. Por no respetar las condiciones básicas para generar la confianza necesaria para hacer negocios que hoy en el Ecuador se derrumbó.

La buena noticia es que la solución no es tan compleja. Requiere, eso sí, que el presidente Correa se trague su orgullo y se disculpe: debe decir que no quiere quebrar a las empresas familiares y que esas declaraciones (que sus enemigos repiten y repiten para descalificarlo) fueron producto de que, por el estado más o menos furioso que lo domina en estos días de escasez, razonó fuera del tiesto.  No alcanza con sus intentos de matizar y explicar lo que dijo, tiene que ser frontal y decir: saben, compatriotas, me equivoqué. Debe, además, retirar el proyecto de ley de plusvalía no porque el proyecto sea malo en sí, si no por que es un niño que nació muerto cuando él y su gobierno le quitaron el oxígeno político a una discusión que era eminentemente política. Y porque es una ley absurda: pretende castigar a todos los que invierten en inmuebles de forma honrada, por la especulación de unos cuantos socialcristianos. Ese es el verdadero costo político de sus exabruptos.

Un golpe de timón necesarísimo, que empieza por reconocer un error. No será una señal de debilidad, sino una muestra de madurez. Si a eso se le suma medidas congruentes como reducir el tamaño del Estado (empezando por reducir insultos a la inteligencia como la Secretaría del Buen Vivir), lograr que se aprueben propuestas como la ley para alianzas público-privadas (una idea que les dio hace casi un año Walter Spurrier), o la exoneración del impuesto a la renta por diez años, e insistir en otras ya aplicadas, como la devolución de impuestos a los exportadores de productos no tradicionales y la exención para el pago del impuesto de salida de divisas para ciertos créditos, el huracán que se acerca podría deviarse y, quizá, llegar como un aguacero intenso. Esos cambios de actitud y enfoque de parte del gobierno podrían ser los primeros ladrillos con los que se reconstruiría la confianza que se ha desplomado en este país. Si el presidente Correa no lo hace, la presentación del presupuesto para 2016 y la pretensión de pasar la reelección indefinida sacará más gente a las calles, y el descontento crecerá y las inversiones se terminarán de paralizar. Y si eso sucede, y el presidente quiere echarle la culpa a la vaca, en vez de asumirla él, tendremos que decir, de frente, sin miedo: sí, la culpa es de la vaca, pero de la vaca correísta que será alzada por los vientos, sin piedad, por un gran tifón económico.