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La Agencia de Aseguramiento de la Calidad de los Servicios de Salud y Medicina Prepagada (Acess), creada por decreto ejecutivo, no solo muestra el apego oficial por los nombres interminables sino, sobre todo, es un buen ejemplo de lo que ocho años de revolución ciudadana han hecho con el ordenamiento jurídico ecuatoriano. A cualquier observador despistado le llama la atención el rechazo de los sectores involucrados –doctores, aseguradoras médicas– a la creación de la Agencia cuya existencia está prevista en el artículo 361 de una Constitución, aprobada por el voto mayoritario de la ciudadanía, hace siete años. La explicación está en una forma de ser del régimen que nos gobierna desde 2007: su absoluto desprecio por la ley, su rechazo a la norma como elemento básico de convivencia y su apego exclusivo a la voluntad omnímoda del caudillo.

En el último período democrático, el más largo que registra la historia de la República, ningún gobierno ha tenido el poder que se entregó al actual para construir, desde la propia Constitución hasta las normas de inferior jerarquía, un ordenamiento jurídico a su medida. Esto, sin embargo, no ha impedido que el régimen atropelle sus propias creaciones constitucionales y legislativas cuando las necesidades del momento, políticas o de otro tipo, así lo exigían; véase, si no, la famosa Corte Constitucional de Transición o la prohibición de recurrir a las acciones de protección en ciertos temas de contratación pública. Y ésta, como toda actuación desde las esferas del poder, tiene un importante contenido pedagógico: inconscientemente, el ciudadano común comprende que lo único que sirve es la palabra del jefe, en el momento en que éste la pronuncia, y que todo lo demás es inseguro y, si se acerca demasiado a su mundo, peligroso. Es eso, precisamente, lo que se hace patente en el caso de la flamante Agencia de Salud y etcéteras. 

Cuando la norma no es regla de juego, sino plastilina que se amolda a la mano de quien la aplica, lo que menos importa es su contenido, y lo que más, las intenciones con las que ha sido expedida o las posibles consecuencias de su aplicación. Cuando uno revisa el Decreto Ejecutivo que crea la Agencia, sin duda se pueden hacer observaciones a las ignorancias jurídicas que contiene, como que la coactiva no es una jurisdicción sino una competencia a nivel administrativo (y no judicial) que solo puede crearse mediante Ley, y no decreto como en este caso. Pero en general no se puede decir que el decreto que crea la Acess contenga normas que no sean propias de los entes de regulación y control, estipulados en nuestra Constitución. Es más, cuando se hace el ejercicio de comparar las competencias que se asignan a la nueva entidad que regula el sector médico y las que la Ley Orgánica de Salud confiere a la autoridad sanitaria nacional, no se encuentra nada especialmente novedoso. Incluso la cuestionada facultad de fijar techos para el precio de los servicios de salud, es parte de la atribución para regular esos precios, que está vigente en el Ecuador al menos desde 2006.

Que normas vigentes y que nadie ha cuestionado antes, se conviertan de pronto en motivo de polémica cuando reaparecen en un cuerpo normativo del actual gobierno, muestra a las claras que el problema no es la norma, sino la absoluta desconfianza en la actuación del régimen, desconfianza que nace de la cotidiana comprobación del absurdo y la irracionalidad, como características propias de las decisiones administrativas. En realidad, lo que les preocupa a los ciudadanos no es lo que dice una ley o un reglamento, lo que genera inseguridad es el hecho de que, si el gobierno se ha propuesto dictar una norma determinada, por algo ha de ser, y ese algo no pronostica nada bueno para los posibles afectados. En otras palabras, cuando el régimen actual dicta normas, no regula conductas, amenaza.

Un ejemplo de amenaza está en el decreto de creación de la Agencia. Uno de los considerandos dice, como si nada, que el homicidio culposo por mala práctica médica está sancionado por el Código Orgánico Integral Penal, lo que hace necesario crear una Agencia “que controle la aplicación de normas, estándares, requisitos, guías y protocolos de atención de salud”. Ya puede cualquiera gastar tinta para explicar que se habla, precisamente, de establecer criterios objetivos que hagan más segura la aplicación de la ley penal pero para el ciudadano común el texto es lo de menos y lo único que lee es una amenaza, no importa si real o supuesta, que convierte a la Agencia en el brazo ejecutor de persecuciones y encarcelamientos. Y cuando se trata de tipos penales –la descripción de conducta delictiva–, lo que importa no es el tipo en sí ni cuan racional sea sino la práctica judicial que puede generarse a partir del texto. En este punto, al desprecio a la ley se suma el desprecio a la institucionalidad: la perversa identificación entre Estado y sociedad y el convencimiento de que la única sentencia justa es la que da la razón al gobierno. El resultado es la molesta sensación de sentirse inerme ante las decisiones administrativas o judiciales, ese no tener a quién volver los ojos, que se expresa tan bien en la risita burlona con la que cualquiera responde a la propuesta de impugnar ante la Corte una norma evidentemente inconstitucional.

El decreto de creación de la Agencia de Salud es solo el ejemplo más reciente del papel que las normas juegan en un régimen como el creado por la “revolución ciudadana”. En el mundo de la arbitrariedad, la norma no es regla de juego sino orden, y cuando vemos órdenes lo que menos nos preocupa es lo que ellas digan, sino lo que pretende quien las dicta. Muere así la norma como medio para prever las consecuencias de los propios actos, y nos instalamos en el mundo del miedo, el recelo y la suspicacia.

Bajada

La nueva Agencia que regula el sector de la salud como ejemplo de los recelos que crea la práctica normativa del gobierno