Rafael Correa ya no es tan popular: entre enero y junio de 2015, la aprobación de su gestión perdió catorce puntos: del 60% al 46% según Cedatos. La posibilidad de que termine su segundo mandato con alta popularidad es muy lejana, y la reelección indefinida es cada vez más improbable. Las manifestaciones opositoras por las propuestas para reformar los impuestos sobre las herencias y la plusvalía, han demostrado que el gobierno carece del respaldo que solía tener. Pero no son las únicas inconformidades de muchos ecuatorianos: la explotación del Yasuní, las salvaguardias, el conflicto con el magisterio y los médicos han abonado a la exacerbación de la clase media. Tras ocho años de una conflictiva gestión, el correísmo experimenta el desgaste natural del poder. Que haya durado tanto es casi un milagro que se se dio por sus aciertos políticos y económicos, y, más que nada, por la falta de un legítimo contradictor. El gobierno concentró todo su capital político en una sola persona —Correa— y es un lastre que no puede soltar. Fue evidente cuando no hubo un ministro, un asambleísta o militante de Alianza País (AP) capaz de asimilar y procesar las acusaciones de que sus reformas económicas son confiscatoria, o que afectan a la familia de clase media ecuatoriana mientras él estuvo fuera del país.
Cuando las primeras marchas empezaron —principalmente en las calles de Quito— AP depositó su confianza absoluta en que una sabatina y una entrevista de corta duración a Correa (en un canal incautado) iban a calmar el creciente descontento de muchos ciudadanos. La fórmula no los tranquilizó y, en medio de esta crisis, el Presidente viajó a Europa. En menos de cuarenta y ocho horas el número de manifestantes en las calles aumentó. Alianza País —con Correa a la distancia— no encontró mejor estrategia que convocar a sus militantes a salir a las calles a defender la revolución ciudadana, pero con el referente político demasiado lejos, las bases correístas se mostraron débiles. La oposición reclamó la calle como su territorio. El retiro de Alianza País de su icónica sede de la avenida de los Shyris, durante años sitio de concentración triunfal gobiernista, ahondó la sensación de abandono.
La ausencia temporal del presidente Correa reflejó la incapacidad para resolver conflictos y el vacío de liderazgo que existe en Alianza País. Funcionarios como José Serrano, Ricardo Patiño o Doris Soliz creyeron que salir a la calle apaciguaría las crecientes manifestaciones, pero se equivocaron. Una débil militancia correista entregó el monopolio de la protesta callejera a la oposición quien, por primera vez en ocho años, tuvo el protagonismo político. La presión fue tal que al regresar de viaje, Correa retiró temporalmente los proyectos de ley —algo inusual en un gobierno acostumbrado a imponer sus propuestas fácilmente—. Los ciudadanos no dejaron de protestar. Ya ni Correa los pudo convencer.
El efecto político que buscaban estos proyectos de ley era renovar el vínculo entre el correísmo y las clases media y baja de la sociedad que siempre lo acompañaron. Esa cercanía se había roto por decisiones como la explotación del Yasuní, la reforma a las pensiones jubilares y la posibilidad de la reelección indefinida, y una propuesta de redistribución de la riqueza se suponía lo compondría. Pero el correísmo ha perdido la iniciativa política de tal manera, y se ha vuelto incapaz de comunicarse (algo que antes hacía con fluida naturalidad) que los proyectos de plusvalía y herencias generaron la reacción contraria: mucha gente sintió que sus aspiraciones estaban siendo bloqueadas por el Estado.
AP está comenzando a pagar el error de haber creado una democracia de votantes y no de ciudadanos. La vieja frase “Láncense y ganen elecciones”, condensa la limitada idea de la política que ha tenido: como si el votante y las elecciones fuesen el fin último de la democracia. Ahora AP se desespera porque muchos de los votantes que lo apoyaban aparecieron del otro lado de la vereda, gritando consignas anti correístas.
Lo más preocupante —por su tinte autoritario— es que los miembros del correísmo fingen demencia ante el desgaste político. Lo ocultan y lo niegan, esperanzados en que la siguiente sabatina o una próxima campaña publicitaria le dé un poco de oxígeno al Gobierno. El oficialismo es incapaz de comprender que, a veces, mantenerse en curso significa un cambio de rostros y de liderazgo. Tener a las mismas figuras a cargo de la política obstaculiza las posibilidades de éxito de cualquier gobierno, independientemente de lo popular que haya sido. Ocurrió con el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) que luego de gobernar España entre 1982 y 1996 fue derrotado por fuerzas conservadoras. El ex presidente español, Felipe González, explicó que: “el Partido Socialista perdió porque los españoles simplemente se habían cansado de ver las mismas caras en televisión día tras día durante catorce años.” La presidenta chilena Michelle Bachelet lo entendió y hace dos meses solicitó la renuncia de todo su gabinete logrando calmar la creciente crisis que enfrentaba.
El presidente Correa prefirió replegarse y hacer un insípido llamado al diálogo que no le devuelve la iniciativa política, ni demuestra un mejor manejo del conflicto. El gobierno debería aceptar su desgaste natural, manejarlo y prepararse para una eventual transición democrática en el 2017 —sea con Alianza País u otro partido político—. Las estrategias son infinitas, pero lo principal será enterrar la anacrónica idea de que quien saca más gente a la marcha gana.
Hay que reconocer que si Correa terminara su mandato mañana, sería considerado como el Presidente más estable de la historia republicana del Ecuador. Sería un expresidente al que la historia tendría por desarrollista, aunque la concentración de poder y el irrespeto a las libertades serían señalados como sus principales errores. El precio que el correísmo está pagando por no crear un partido político real es altísimo: al no tener voceros capaces de tomar la posta, se utilizó la imagen del presidente para todo. Se dejó de entusiasmar a la ciudadanía con nuevos proyectos, se usó la propaganda para reemplazar la política y se convencieron de que una sociedad de fieles votantes era suficiente para mantener el poder. El correísmo resucita a la partidocracia que creía haber enterrado: las marchas posicionan a un líder de la vieja política, Jaime Nebot, quien poco o nada pudo disputarle a Correa durante casi ocho años.
Recuperar la aceptación de la clase media es muy difícil. Si el correísmo no se enfoca en dar respuestas a sus ciudadanos, llamar a un verdadero diálogo, refrescar sus filas y dejar a un lado la permanente confrontación, es muy probable que no tenga un nuevo mandato en 2017. Se está abriendo un nuevo ciclo político en el que el reto para oposición y gobierno radicará en atender las necesidades de una nueva clase media que busca una opción que fortalezca el Estado de Derecho, garantice libertades y que la ayude a prosperar de forma equitativa.
Rafael Correa ha perdido el apoyo de la clase media