Cuando Alemania le encajó siete a Brasil en las semifinales del Mundial 2014, el único país de Sudamérica que reía fue Argentina. Ese día, Luiz Felipe Scolari mandó a sus jugadores a moverse como si fueran los 70, pero Brasil no era más la tromba que había sido una generación atrás. La única salida que tenían era David Luiz, el central que salía a la media cancha a perder el balón para ver cómo caían, uno tras otro, los goles alemanes. A los demás, a los chiquitos, nos dolió. Fue triste ver a la canarinha quedarse afuera de su propio mundial, pero eso no era lo importante. Muller y Kroos nos atormentaron a todos: si eran capaces de hacerle eso a Brasil, ¿qué nos podrán hacer a nosotros? Algo cambió para siempre ese día. Un año después, las selecciones de la Conmebol han llegado con la lección aprendida a la Copa América de Chile: todos juegan concentrados. Tanto, que la mitad de los goles solo han sido posibles en breves lapsus: cuando se rompe ese trance en el que se sumergen los jugadores con la pelota. Seis de once llegaron cuando la defensa tuvo una caída garrafal, esas fallas que el tenis define bien: los errores no forzados.
En el debut, Ecuador se había metido en una lógica que parecía que iba a terminar en empate con el anfitrión. “Al no encontrar el gol, el equipo fue decreciendo y se puso un poco impreciso y no tuvo la recuperación post pérdida a través de la organización”, dijo el técnico de Chile, Jorge Sampaoli. Eso, hasta que una falta innecesaria de Miler Bolaños dentro del área le costó a Ecuador un resultado que apenas arañaba. La falla de Renato Ibarra para el segundo gol chileno levantó las sospechas: antes que ganar el mejor, pierde el que se equivoca. El sorprendente triunfo de Venezuela sobre Colombia es testigo. Salomón Rondón, el autor del único gol del partido, lo dijo claro: “no cometimos errores”. Colombia sí: ofuscada de no poder entrarle al arco de Alain Baroja, se entregó al pelotazo, a los pases largos que no iban a ninguna parte, porque el área estaba cerrada.
Argentina, la que no debía aprender lecciones de nadie –después de todo, ganarle a Alemania en 2014 tuvo cómo–, no fue capaz de fabricar ningún gol sin la complicidad de Miguel Samudio, el defensa paraguayo que, atacado por el miedo porque Messi lo perseguía, tiró el balón para atrás, donde el Kun Agüero interceptó casi como Emilio Butragueño a Dinamarca en 1986. El otro gol gaucho fue un penal que provocó también Samudio. Al final, el que sí se fabricó sus dos goles fue Paraguay. Después, eso sí, de equilibrar el partido… de concentrarse, y de hacer un segundo tiempo que valía por todo un partido.
Perú le convirtió primero a Brasil luego de una sucesión de errores infantiles. Mientras peleaba un balón dividido con Paolo Guerrero, David Luiz le puso un pase en el centro del área chica a su arquero, Jefferson, que quiso despejar con otro pase al centro del área. Entonces Christian Cueva se le adelantó al defensa brasileño y clavó un 1-0 que bien pudo ser un córner. Si no fuera por Neymar, que hizo un gol limpio de cabeza y que habilitó al final al desmarcado Douglas Costa, en Perú seguirían celebrando.
Una máxima del ajedrez pide pensar cada jugada como si el oponente fuera a hacer su mejor movimiento posible. Es jugar a que el otro se equivoque, y eso es lo que está pasando en Chile 2015. Hasta ahora, el promedio de gol por partido de la Copa no llega a dos, y algo más de la mitad de esos tantos solo fueron posibles gracias a jugadas totalmente evitables. El gol nace cuando la presión por hacerlo todo bien rompe con la ejecución perfecta, con el plan de los entrenadores que vinieron a disputar la Copa América.
¿Es esta una Copa América de errores más que virtudes?