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Cuando el vaporetto en el que viajo se acerca hacia la estación Arsenale, uno de los dos hubs donde se lleva a cabo la Biennale de Venecia 2015, lo primero que salta a la vista es una enorme pancarta que cubre toda la Iglesia de Vivaldi, actualmente en renovación. El panorama es grotesco: sobre un textil de diez metros cuadrados, con letras desproporcionadamente grandes, se puede leer “Azerbaijan Pavilion Biennale Arte 2015”. Según rumores de personas con acceso a información privilegiada, el gobierno azerbaiyano –ex república soviética dirigida por el tirano Ilham Aliyev desde 2003– pagó más de un millón de dólares por la gigantografía, con el fin de masajear los egos de Aliyev y su familia. Más adelante, en el pabellón de Ucrania –un enorme cubo de cristal construido para la exhibición–, el billonario y coleccionista de arte Victor Pinchuk da un discurso donde ensalza las cualidades de los artistas presentes y, claro, de su Pinchuk Foundation, que paga la exhibición y la erección del cubo gigante.

Ni Azerbaiyán ni Ucrania son países que el mundo asocie inmediatamente cuando de arte contemporáneo se trata. Sin embargo, los dos ejemplifican una tendencia que se ha venido fortaleciendo y que parece haberse consolidado: Las clases nuevo ricas de países emergentes ahora invierten en el mundo del arte para obtener estatus y poder. 

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Desde el Renacimiento, el mundo del arte en Europa Occidental estuvo vinculado a las grandes élites familiares, que financiaron y promovieron el arte de la época, fungiendo como mecenas y custodios de su extensa producción. La familia Medici de Florencia, por ejemplo, utilizó la fortuna obtenida a través de la industria bancaria para fomentar a los grandes maestros que a la postre se convertirían en superstars renacentistas. Esta tradición continuó con el inicio de la Revolución Industrial y hasta finales del siglo XX. Los benefactores del mundo del arte provenían de familias aristocráticas de Europa Occidental, que perennizaban un ciclo que continuaría por generaciones. Al otro lado del Atlántico, durante el desarrollo de la economía de mercado en EEUU, en la segunda mitad del siglo XIX y primera del siglo XX, se sentaron las bases de lo que sería la estructura moderna de la filantropía occidental, incluyendo la promoción del arte. Basta mencionar a los industrialistas John D. Rockefeller Jr. y J. P. Morgan, iniciador del Museo de Arte Moderno (MoMA) y fuerza fundadora del Museo Metropolitano de Arte de la misma ciudad, ambos en Nueva York. EEUU pasaría así a dominar el mundo del arte, pero desde la misma tradición eurocéntrica.

En el siglo XXI, el mundo del arte contemporáneo aún es dominado por Occidente. De acuerdo con el ranking de las personas más poderosas en el arte, publicado por la revista ArtReview, el 70% son europeos o norteamericanos, lo que ciertamente dice mucho de la institucionalidad cultural de varios siglos en esa parte del mundo. Pero estas cifras nos cuentan solo una parte de la historia. Con la caída del muro de Berlín y la posterior desaparición de la cortina de hierro, nuevos actores tuvieron acceso a un universo que había sido exclusivo del Viejo Mundo. El boom de los commodities, como el petróleo,  y la globalización de los mercados de capitales permitieron que grandes fortunas empezaran a emerger en regiones ricas en recursos naturales, fuera del eje EEUU-Europa Occidental. Con el nuevo nivel de renta disponible, vino el deseo de obtener bienes de lujo y, sobre todo, prestigio personal. El desarrollo fue paulatino, el excedente de dinero fue invertido primero en artículos de lujo tradicionales: autos, mansiones, yates, moda, viajes… pero pronto los nouveaux riches se dieron cuenta que sus semejantes podían tener lo mismo. El nuevo auto deportivo italiano podía ser igualado al día siguiente; la bolsa Hermès Birkin, en un par de horas. Pero no así con el arte. Una obra –entendieron– no podía ser equiparada: solo había una y quien la tuviese, poseería el mayor trofeo para mostrárselo al mundo.

Poseer arte se convirtió en un símbolo de prestigio. Era una inversión de corte personal, que podía transformar a un oligarca sin educación en un mecenas del arte, reverenciado por todos. La cultura podía ser adquirida, como cualquier otro bien de consumo. En la actualidad, muchas exhibiciones de arte importantes son financiadas por las nuevas fortunas de países emergentes. Por ejemplo, en 2010, la espectacular retrospectiva del artista japonés Takashi Murakami en el Palacio de Versalles fue costeada en su integridad por el gobierno de Qatar, de la mano de Sheika Al-Mayassa Al-Thani, quien es ya una de las figuras más influyentes del mundo del arte. Igualmente, muchos de los récords mundiales que se baten constantemente en las casas de subasta de arte pertenecen a individuos como el financista malasio Jho Low, quien pagó cerca de cincuenta millones de dólares por una obra del fallecido artista norteamericano Jean Michel Basquiat en 2013, o el billonario ruso Roman Abramovich, dueño del Chelsea Football Club, que en 2008 hizo lo propio pagando más de ochenta millones por una obra del británico Francis Bacon. Incluso se rumorea que el cuadro de Pablo Picasso subastado el 11 de mayo de 2015 por unos ciento ochenta millones –pulverizando todos los récords anteriores–, podría haber sido adquirido por un jeque árabe. Aunque es muy difícil saber con certeza qué porcentaje de los enormes ingresos que genera el arte provienen de individuos no europeos/anglosajones, los ejemplos anteriores nos dan una idea de la tendencia. De hecho, la propensión de muchos millonarios chinos a adquirir obras maestras occidentales –Wang Jianlin, el hombre más rico de China, compró un Monet por veinte millones en mayo de 2015–, ha sido descrita como una nueva forma de ‘comercio de opio’, en referencia a la época en que el Reino Unido le vendía esa droga a China en los siglos XVIII y XIX.

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De vuelta a la Biennale, me dirijo al pabellón de Azerbaiyán. No puedo evitar la curiosidad que me genera este nuevo participante, anunciado con tanta pompa. El curador de la exhibición es nada más y nada menos que Simon De Pury –a quien han llamado el Mick Jagger de las casas de subastas–, influyente globetrotter del mundo del arte. Por alguna razón, no estoy sorprendido. Si pagaron un millón de dólares por un cartel gigante, cuánto les habrá costado De Pury, pienso. La exhibición es mediocre, ninguno de los artistas ha tenido una muestra relevante, ni consta en una colección importante. Pero poco importa, con la firma de monsieur De Pury, todo tiene ya legitimidad artística. Me alejo del pabellón y paso frente a Mehriban Aliyeva –esposa de Ilham Aliyev, el dictador azerbaiyano–, quien preside la fundación que maneja la muestra. Está de llegada, y su séquito se compone de gente de las esferas del arte. Misión cumplida. La familia ha logrado, a pulso de billetera, comprar su acceso a lo más alto del arte contemporáneo.

 

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Sin embargo, no todo es malas noticias en este nuevo status quo. De hecho, las oportunidades de colaboración intercultural y transcontinental se han multiplicado con la ‘mundialización’ de esta industria. Por ejemplo, hace quince años, ¿quién hubiese imaginado que un africano –Okwui Enwezor– sería nombrado curador y por ende, jefe máximo, de la Biennale de este año? Y fue precisamente esa elección globalizada –y la mente abierta de Enwezor–, la responsable de que casi setenta artistas (de un total de 136) provengan de países no europeos/anglosajones. Varios son africanos, latinoamericanos y asiáticos. Una proporción nunca antes vista en una Biennale de Venecia.

La acumulación de capitales privados en países no tradicionales ha permitido que naciones pequeñas puedan participar y presentar un pabellón sin invertir un dinero que no tienen. De este modo, y no obstante los atisbos de polémica, el pabellón de Ecuador en la Biennale –financiado por la misma artista, María Verónica León, y varios benefactores capitalistas–, permitió que un país pequeño pueda constar en el directorio del mundo del arte sin que a su estado le cueste un céntimo.

Eso no significa que esta mundialización equivalga a democratización. El mundo del arte contemporáneo es ahora incluso más elitista que antes. Hay obras que son subastadas a precios exorbitantes, y a todas luces excesivos. La percepción de prestigio asociada a ese mundo hace que las barreras de entrada se tornen cada vez más altas, con personas cada vez más ricas –el famoso 1%– dispuestas a comprar su membresia en el exclusivo club. Los nuevos jugadores de flamantes fortunas reescriben las reglas a diario. Lo que hoy es récord mundial, mañana será un recuerdo.

Una visita a la Biennale de Venecia continúa siendo edificante. Este año, junto a las exhibiciones principales curadas por Enwezor (en Arsenale y Giardini), varios pabellones nacionales son realmente espectaculares. La artista que se tomó el pabellón de Japón, Chiharu Shiota, conjuga el arte conceptual con la dimensión estética de forma única. Serbia, que ahora ocupa el pabellón de la ex Yugoslavia, analiza el concepto de nación-estado con banderas ensangrentadas de países/estados que dejaron de existir debido a convulsiones políticas: el Imperio Otomano, la Gran Colombia, la República Democrática Alemana, la misma Yugoslavia… El concepto más interesante y provocativo –desde mi punto de vista– lo presenta el artista a cargo del pabellón de Islandia, quien transformó el interior de una iglesia católica en una mezquita totalmente funcional que incluía un programa de plegarias lideradas por un imán musulmán local. El pabellón fue finalmente cerrado por la policía local por “motivos de seguridad pública”.

La Biennale de Venecia es siempre una gran oportunidad para los amantes del buen arte. En medio de esta abrumadora demanda mundializada, es seguro que la próxima edición, en 2017, expondrá con mayor fuerza este fenómeno de desplazamiento cultural Oeste-Este y atraerá a mayor cantidad de nuevo ricos en búsqueda de estatus y poder.  Eso sí, habrá que saber elegir –como ahora– entre lo relevante y lo superficial.

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¿Es una obra de arte la materia prima del estatus?