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A John Nash lo perseguían los extraterrestres: le enviaban mensajes a través de las publicaciones de The New York Times. También lo perseguían criptocomunistas de terno y corbata roja. A él, que estaba destinado a ser el emperador de la Antártida. A finales de la década de los cincuenta, estuvo internado dos meses en un hospital psiquiátrico, donde un colega le preguntó cómo era posible que una persona tan inteligente creyera en extraterrestres. Para Nash, un genio matemático que a los veintiún años había presentado una tesis doctoral sobre la teoría de juegos que rompería con las ideas económicas de Adam Smith, estaba claro: “Las ideas sobre seres sobrenaturales vinieron a mí de la misma forma que las ideas matemáticas. Por eso me las tomé en serio”. Nash tenía esquizofrenia, se imaginaba toda clase de conspiraciones y durante mucho tiempo fue una especie de fantasma en Princeton, donde apenas lo aguantaban por su mente brillante y su historia académica. Ambas eran cosa del pasado.

John Nash murió el sábado 23 de mayo en un accidente de tránsito. Iba con su esposa, Alicia, con quien se casó dos veces. Aunque se habían divorciado por su enfermedad, ella no dejó de estar a su lado. Hasta le dio vivienda en su peor época, cuando mendigaba monedas y cigarrillos en los pasillos de Princeton. Pero también fue la época en que comenzó a mejorar, a inicios de los setenta. Aunque su enfermedad mental se desarrolló cuando era adulto, Nash siempre fue extraño, desde niño, cuando ya se había encerrado en los libros y su hermana no quería juntarlo con sus amigos. Aunque era extremadamente inteligente –“Este hombre es un genio”, era la única línea de la carta de recomendación con la que llegó a Princeton–, nunca tuvo habilidad social. El ambiente de Princeton no ayudaba: todos tenían algo de raro, empezando por Albert Einstein, que daba clases ahí. Su madurez intelectual no tenía nada que ver con su retraso emocional. Nash era un genio, sí, pero uno que exprimió su mente hasta la locura. «Los pensamientos de un esquizofrénico pueden ser una vía de escape cuando se vive en una situación de estrés, hasta el punto de que lleguen a gobernar la mente de la persona», dijo cuando por fin describió lo que era tener esquizofrenia.

Nash recibió el Nobel de Economía en 1994 por su trabajo de tesis doctoral. Habían pasado cincuenta años desde que lo presentara, y él había salido de una enfermedad considerada como incurable. Por supuesto, no se recuperó del todo, pero sí lo suficiente para aprender a ignorar a las personas que se le aparecían y para volver a dar clases a finales de los ochenta. Su teoría había revolucionado la economía, una ciencia con la que no tuvo vinculación. La teoría de juegos, que trata de predecir las acciones de cada competidor en “juegos” –o en cualquier escenario que incluyera competencia, de no cooperación-, no fue su idea, pero le agregó un componente esencial, bautizado como el Equilibrio de Nash. Aquel equilibrio implicaba que un jugador debía escoger su estrategia pensando que los otros siempre harían el movimiento que fuera el peor para él. Aquello es ley en el ajedrez y otros juegos de estrategia, y también se convirtió en ley del mercado.

Un ejemplo que ilustra el Equilibrio de Nash es el dilema del prisionero. El problema habla de dos hombres acusados de un crimen del que no hay pruebas, y los policías le ofrecen el mismo trato a los dos: “Si uno de los dos confiesa, el otro irá diez años a prisión; si ninguno confiesa, los dos saldrán libres, y si confiesan los dos, ambos pasarán cinco años en la cárcel”. La opción en que ninguno confiesa es la mejor para los dos, pero ninguno sabe si el otro se quedará callado. Entonces las probabilidades dictan que la mejor opción es, en realidad, confesar: si el otro también lo hiciera, la mejor opción para el primer jugador es confesar también, porque eso reduce la pena a la mitad, mientras que si el otro no confiesa, el primer jugador saldría libre en el acto.

La teoría de Adam Smith sobre la “mano invisible” que regula el mercado empezaba a quedar obsoleta. Y aunque aún hay quienes la defienden, otro Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, explicaba el Equilibrio de Nash de esta forma: “la mano invisible no guía ni a los individuos ni a las empresas —que buscan su propio interés— hacia la eficiencia económica”. Nash, un casi todopoderoso que fue capaz de controlar la esquizofrenia, cambió para siempre la economía, sin siquiera proponérselo, a punta de teoría matemática.

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¿Qué tan maravillosa debe ser una mente para controlar la esquizofrenia?