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La falta es un recurso válido en el fútbol. Se penaliza con tarjetas, penales y tiros libres, pero –en el momento justo– sirven para cortar contragolpes, fintas y goles. Los caños suelen terminar en obstrucciones, y cuando el resultado es favorable, una tarjeta roja vale la pena después de talar al último hombre. Marcelo Elizaga tenía la habilidad de evitar goles y apenas llevarse una amarilla con faltas providenciales. En este deporte de contacto donde el defensa va cada vez más pegado al delantero, la falta es parte del juego. Pero solo cuando lo hacen los futbolistas. Los once de cada equipo, y no los número doce que observan desde las gradas. Porque hay hinchas que se ponen filosóficos con aquello del jugador número doce, y cometen sus propias faltas: la cabeza de cerdo que recibió Figo en su primer derbi con la camiseta del Madrid; el dron con la bandera de la Gran Albania en un partido caliente entre Albania y Serbia (con alguna distancia, equivalente a un Israel vs Irán); el guineo que se comió Dani Alves, o las onomatopeyas de monos de los hinchas peruanos cada vez que los de Ecuador tenían la pelota en la clasificación a Brasil 2014, luego de días de preparación en que la prensa de Perú insistía en que “a estas alturas de las eliminatorias, el jugador 12 sí juega”. Esas alturas –cuando faltaban seis de dieciocho fechas– eran más o menos las mismas en las que estaba Boca Juniors el 20 de mayo, cuando enfrentaba a River Plate por los octavos de la Copa Libertadores, con un marcador apenas desfavorable de 1-0 en contra, con todo el segundo tiempo para igualar o ganar la serie, y en su estadio, La Bombonera. Lo único que podía pintar para mal ese rato era un aerosol de gas pimienta que uno de sus hinchas lanzó a los jugadores de River cuando salían a la cancha a jugar los últimos cuarenta y cinco minutos. «Del fútbol a la guerra química«, lo tituló El País.

 

El autor material ha sido Adrián Napolitano, el “Panadero”, un sujeto que se ha tomado fotos con Carlos Bianchi –el técnico que dirigió al Boca más exitoso de la historia– y con una candidata kirschnerista a la legislatura, Silvia Gottero, pero no es famoso por esos codeos, sino por ser quien definió la trilogía de mayo, como le llamaron a los tres superclásicos de este mes (uno en el torneo argentino y los otros en octavos de final de la Libertadores). Un video muestra cómo el Panadero lanzaba el gas pimienta que manchó el túnel de entrada de River y que alcanzó a varios futbolistas. El partido –obvio– no pudo continuar. Pero eso sí, pasó más de una hora hasta que el árbitro suspendió el encuentro. Al día siguiente, la Conmebol le dio el triunfo a River, impuso una sanción a Boca de doscientos mil dólares y cuatro partidos de local a puertas cerradas. Y aunque la sanción parece dura, porque le cuesta a Boca la eliminación y mucho dinero en venta de entradas, el problema parece que no alcanza a ser resuelto. A Napolitano –que según un fiscal habría salido del estadio disfrazado y con la ayuda de alguien vinculado con el club– por ejemplo, un juez lo eximió de ir a prisión, porque provocar lesiones menores es un delito excarcelable.

 

Napolitano, identificado con las imágenes de la cadena que transmitía el partido, envió una grabación a varios medios de comunicación. “No pensé que esto iba a llegar a lo que llegó. Voy hace veinticinco años a la cancha, me gusta la fiesta en la tribuna pero esto se me fue de las manos”, decía antes de aclarar que “no pensé que había cámaras”. El hecho de que sean las cámaras las que marcan la diferencia da una idea de la impunidad que el periodista español Jon Sistiaga supo mostrar en su documental Con barras bravas (2012), que mostraba cómo funciona ese submundo de la hinchada en Argentina.

Hace tiempo que en los estadios de Argentina se permite solo la entrada de la hinchada local. La decisión la tomó la AFA porque la convivencia se había vuelto imposible entre barras de distintos equipos. Pero no basta, porque en Argentina hay un contubernio entre los dirigentes de los clubes y los de las barras bravas. Los hinchas de barra brava tienen “un contrato simbólico con el club” para “defender sus colores a muerte. Es literal”, decía Sistiaga en su documental.

Una de las barras bravas –talvez la más– de Boca se llama La 12, como el número que se atribuye el hincha. Y es que son hinchas que se atribuyen muchas cosas: las calles alrededor del estadio, por ejemplo, donde cobran por el parqueo. Pertenecer a estas barras significa dinero. Es un modus vivendi en el que las directivas reparten entradas gratuitas y ofrecen comida, pero también les permiten organizar tours de doscientos dólares para extranjeros que quieren ir al estadio y tener seguridad. Han conquistado los estadios y los han convertido en sus territorios a punta de violencia. También funcionan con extorsión: lucran de los traspasos porque tienen información sobre dirigencias corruptas. Y son conscientes de que poco es lo que pueden –o quieren– hacer las dirigencias.

Cuando Sistiaga le pregunta a un referente (prefieren no llamarse “líderes” a sí mismos para no ser identificados) por qué las barras creen que tienen derecho a lucrar del club, la respuesta es: “Un hincha te puede arruinar un espectáculo, y la dirigencia va a pérdida”. Exacto, como Napolitano.

El Panadero Napolitano no pertenece a La 12, sino a la Asociación Nuevo Boca, grupo conocido como los “Digón Boys”, por su presidente, Roberto Digón, actual precandidato a la presidencia del club. Digón es también el esposo de Gottero, la candidata que aparece en una foto con Napolitano. Es que cuando no hay fútbol –cinco o seis días de la semana– los barristas también pueden ser fuerzas de choque de políticos argentinos. “Un mal necesario”, como le dice a Sistiaga el “Crudo” Crudeli, líder de una barra brava.

Alexis Martín-Tamayo, mejor conocido como Mister Chip –por su username en Twitter–, decía que si el partido se jugara en Champions League, “el partido se suspende de inmediato y a Boca le cae una sanción del carajo. Pero del carajo”. Es cierto. Aunque en Europa aún existen varias de las hinchadas más peligrosas del mundo (entre esas, las de Lazio, Nápoli y Estrella Roja), hace tiempo que en el viejo continente se empezaron a tomar medidas, y el control está institucionalizado. Por ejemplo, las butacas están numeradas para evitar la sobreventa y los compradores están identificados. En 2014, el Atlético de Madrid expulsó de por vida a quince socios del club pertenecientes a los ultras del Frente Atlético. Además, el Atleti prohibió que en su estadio, el Vicente Calderón, se exhibieran pancartas que se identificaran con ese grupo. Es decir, es poco probable que un hincha en Europa piense que no lo están grabando.

El hincha argentino es el peor del mundo”, dice Loana Viera, columnista en la sección Playfutbol de Infobae. El escenario del gas pimienta, cuenta, era este: “Un hincha que a pocos metros era visto por un agente de seguridad, maniobró para romper la manga hasta hacerse un hueco por el cual tiró un químico que irritó los ojos de los jugadores de River”. En este partido de vuelta que definía la serie de octavos había una pancarta decía “si nos cagan otra vez de la Boca no se ba nadie”. “Ba”, con be larga, como la de la serie B, donde jugó River en 2012. Y ese mensaje de la pancarta era el mismo de un cántico en las gradas. Los hinchas estaban listos para agredir –aún más– a los jugadores rivales.

Los líos de las barras bravas no son nuevos. Pero el tiempo pasa y la cosa no mejora. En Argentina han muerto más de cuarenta personas en los últimos siete años, y cada vez se ensayan medidas que no acaban de solucionar nada. Al igual que en Argentina, en determinados partidos en Perú y Ecuador se han cerrado los estadios para la hinchada visitante. Otro intento ha sido la prohibición de la venta de alcohol, que en Brasil tiene una década y en Ecuador, un año. Pero son medidas que ¿ignoran? que el problema está un poco más adentro, acaso en el corazón del club: el hincha que defiende a muerte a su equipo.

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Los hinchas, ¿se atribuyen demasiado aquello del jugador número doce?

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