apocalyptic_black_mirrors.jpg

Un grupo de artistas keniatas solicita en change.org que el pabellón de su país en la 56 edición de la Bienal de Venecia sea retirado. La mayoría de expositores anunciados para ese pabellón eran chinos, además de un italiano y del único keniata. No es la primera vez que sucede. En 2013 hubo dos keniatas; el resto eran artistas chinos y el mismo italiano, Armando Tanzini. Según la petición, los que ocupan el pabellón son “un grupo de personas bien conectadas, que no tienen ni la capacidad intelectual ni creativa para representar el arte contemporáneo de Kenia para el ámbito internacional”. Casos de artistas que representan a países que no son los suyos hay varios en la Biennale –El Vaticano e Islandia lo hacen sin críticas– pero son artistas de dos naciones los que se quejan de su pabellón: los de Kenia (que tuvo que retirarse por la polémica) y los de Guatemala, donde la mayor parte de los artistas y la curadora son italianos. En Ecuador, la historia no es la misma, pero es igual: por primera vez el país tiene un pabellón propio, donde sí expone una ecuatoriana, María Verónica León; pero los artistas locales reniegan de esa participación. Dicen que no se sienten representados.

La participación de León en la Bienal, dice diario El Telégrafo, es cuestionable. Sin el aval del Ministerio de Cultura, su obra, Gold & Water: Apocalyptic Black Mirrors, no habría podido ocupar el primer pabellón del país. Pero el Ministerio dice que nunca estuvo vinculado con ese proceso. Según la representante de la artista, Mariana Veintimilla, el proyecto fue presentado en enero y aprobado ese mismo mes por el ministro Francisco Borja. Hoy Borja ya no está y el Ministerio dice no tener información precisa sobre el proceso de selección del pabellón ecuatoriano. La artista llegó ahí por iniciativa propia más que por un asunto de elección oficial de propuestas, a diferencia de Fabiano Kueva, otro artista ecuatoriano, seleccionado por el curador Alfons Hug (con todo el protocolo) para integrar la muestra Voces indígenas del Instituto Ítalo Latinoamericano (IILA), que le da espacio a los países de la región que menos lo tienen.

María Verónica León es una artista guayaquileña que vive entre París y Dubai. Y ha sido la co-curadora de su propia muestra, formada por cuarenta obras entre fotografías, videoarte, pinturas e instalaciones. Una de las obras es una serie de fotografías de una mujer con la cara y las manos cubiertas por una pintura dorada, un color que –pese a sus significaciones– no se ve nada sano sobre la piel de la modelo. La artista explica que su exposición es “una crítica a la industria y cómo ha causado daños en la naturaleza”. Y para hacerlo, parte de dos fuentes naturales de riqueza: el oro y el agua. Por eso el título de la muestra, que además lleva el nombre de uno de sus patrocinadores. Los recursos para pagar los seis meses de alquiler del pabellón ecuatoriano en la Bienal han sido autogestionados por León: la mitad es de patrocinadores y la otra mitad es dinero propio.

Las primeras reacciones en la prensa ecuatoriana fueron de optimismo porque Ecuador tendría por primera vez un pabellón nacional. Diarios como El Universo o Expreso resaltaban la participación de León. Pero una vez inaugurada la muestra, aparecieron las críticas, y desde entonces se ha generado un debate en los medios centrado en el tema burocrático –el protocolo de selección y la autogestión– más que en la pertinencia de las obras, algo a lo que sí se refirió el artista cuencano Tomás Ochoa. Según Ochoa, la presencia de León en la Bienal es el resultado de un gran trabajo de ‘lobby’, aunque “su obra no tiene nada de contemporáneo y su discurso no es coherente”. Afuera del contexto ecuatoriano, el crítico de arte español Juan José Santos ha dicho que la muestra “la mires por donde la mires, es inaceptable”.

León, que trabajó durante años con Oswaldo Guayasamín, ha sido categórica con las críticas: ha hablado de envidia entre sus coterráneos y ha dicho que quienes la critican –principalmente la escena cultural quiteña– saben que ella “siempre fue de vanguardia, una mujer trabajadora”. Esto último lo dice su capacidad de reunir los cerca de ciento cincuenta mil dólares necesarios para acudir a la Bienal. Aunque también en eso tiene detractores, como María Rosa Jijón, exdirectora del Centro de Arte Contemporáneo de Quito.

La Biennale y la muerte de la clase media

Otro pabellón polémico ha sido el de Guatemala, con un problema similar al de Kenia. Cecilia Fajardo-Hill, curadora venezolana que dirigió el Museo de Arte Latinoamericano (MOLAA, por sus siglas en inglés) de Long Beach, California, se refirió en su cuenta de Facebook al pabellón de Guatemala, donde la mayoría de los artistas eran italianos. Fajardo-Hill dijo que el pabellón “no puede ser visto ni siquiera como una caricatura”, y cuestionaba que el texto curatorial dijera que “artistas italianos darán los toques guatemaltecos mayas y toques colorísticos” en lugar de “Guatemala ofrecerá ejemplos de arte ‘diluido’, ‘influenciado’ por el colonialismo”. Así, la edición actual de la Biennale se ha ganado muchas críticas. Además, su lema, “Todos los futuros del mundo”, no ha terminado de tomar forma, según los expertos, que ven turbio otro futuro, el del nigeriano Okwui Enwezor, curador de esta edición.

La crítica de arte Laura Cumming decía en The Guardian que “el vocabulario del arte está disminuyendo en la Biennale”. Según Cummings, “estos artistas están preocupados por el estado del mundo, y de sus propias naciones, y a muchos de ellos no les importa si lo que producen es más agitación y propaganda”. La curadora narraba su visita, y decía que no había una especie de planta en peligro de extinción, sino veinte; no era un cráneo simbólico, eran veinte, y que perdió la cuenta de los árboles talados y edificios enmohecidos… “Hay banderas destruidas y relojes marcando el tic tac por todas partes, junto con toda una variedad de tiendas”. Aquello de las tiendas a Cummings le parecía algo “absurdo”, porque –después de todo–, “muchos de los pabellones se han convertido en tiendas por sí mismos”. De hecho, algunos artistas keniatas habían acusado al Ministerio de Cultura de su país de haberle vendido el pabellón a los artistas chinos y al italiano que estaban ahí. Porque –claro–, estar en la Bienal de Venecia es algo que se agrega al currículo y aumenta el valor del trabajo de un artista.

El escritor estadounidense Dave Hickey dijo hace algunos años que se retiraría de las actividades públicas relacionadas con el mundo del arte. Hablando sobre eso, un periodista le preguntó qué era lo que más había cambiado en ese mundo. Hickey decía que “ya no hay una clase media —hay una clase de cortesanos, que seríamos usted y yo—. Somos meseros intelectuales para gente inmensamente rica”. Algo parecido piensa el músico David Byrne, de Talking Heads. En un artículo titulado ¿Me ha dejado de importar el arte contemporáneo?, Byrne decía a finales de 2014 que “no es noticia que el mundo del arte esté al servicio del 1% más rico”, lo que reduce notablemente el público objetivo en las galerías. En la misma línea escribe Juan José Santos que “la Bienal [de Venecia] se está convirtiendo en una fiesta secuestrada por los ricos”. Según el español, esta es una edición “pretenciosa (desde el título) y políticamente correcta; varias obras se solidarizan con conflictos sociales y económicos pero sin ser excesivamente contundentes”.

No todo son quejas en la Bienal. Incluso hay países que no se resienten porque sus autoridades eligen artistas extranjeros. El pabellón de El Vaticano tiene a la colombiana Monika Bravo, la macedonia Elpida Hadzi-Vasileva y el mozambiqueño Mário Macilau, agrupados en el lema “En el principio… la palabra se hizo carne”; Islandia llevó a Christoph Bruchel, un artista suizo que ha instalado una mezquita en una antigua iglesia veneciana. Su obra, Mezquita: La primera mezquita en la histórica ciudad de Venecia, ha sido discutida no por su procedencia, sino porque la policía de Venecia la declaró “amenaza para la seguridad. Una acción política –más contundente, como pedía Santos– ejecutaron los artistas de Ucrania, con un performance en el que invadían el pabellón ruso, en alusión al conflicto de Crimea. También está la obra de Jeremy Deller, que muestra las condiciones laborales en las fábricas del mundo con documentos que van desde el siglo XIX hasta la actualidad. En una de ellas, expone cómo en fábricas de empresas como Amazon hay dispositivos que constantemente les indican a los trabajadores cuando se empiezan a demorar más de lo planeado en hacer su trabajo. Aunque le hayan disminuido los lenguajes –como decía Cummings– a la Bienal aún le quedan cosas de qué hablar.

Bajada

¿Qué valor tiene en Venecia el lenguaje del arte?