En pequeñas lomas de césped y casas apiñadas de forma simétrica, está el lugar donde Alicia Marín pasó los tres últimos años de los diecinueve que llegó a cumplir. Ahí, en el sector de Musmus en Gualaceo –un pequeño pueblo conocido como el Jardín de Azuay, una provincia al sur del Ecuador–,  Alicia vivía con su hermana Martha y su cuñado Fabián López. Sus días transcurrían entre el sistemático trabajo y los rincones anacrónicos de una población que sigue perfilada por cúpulas coloniales. Una tarde de abril del 2013, la chica de ojos como granos de café, pelo negro y lacio, desapareció. Un mes después, su cuerpo en putrefacción fue encontrado en el río Santa Bárbara, a un par de kilómetros de su casa.

Alicia tenía dieciséis años cuando se mudó con su cuñado y su hermana para estar más cerca a su trabajo en una fábrica de zapatos artesanales. A pesar de que era pobre, había aprendido a manejar con inteligencia sus ingresos: un porcentaje de su sueldo lo dedicaba a comprar maquillaje, licras de colores, sandalias de tacón alto con broches dorados, aretes largos, y vinchas de distintos tamaños para recoger su pelo en colas altas. Los sonidos de la fábrica eran su música, y las filas y columnas de personas delimitaban su estrecha área de trabajo. Entre zapatos de cuerina y herramientas de zapatería, pasaba ocho horas diarias elaborando los diseños que se exhibirían en las estanterías en el centro de Gualaceo. Ahí, entre pequeñas obras de arte, estaba el estudio fotográfico en el que Alicia –coqueteando con ella misma– se hacía sesiones, en las que su piel trigueña contrastaba con los llamativos colores de sus accesorios.

En sus momentos libres, paseaba por la agitación comercial de Gualaceo. En esas calles alborotadas, con gallinas que corren por la estación de buses (donde cientos de turistas llegan de compras al pequeño poblado –tiene apenas 42.000 habitantes–, famoso por sus zapatos y su cuerina), Alicia conocería al dueño de su destino. Se llamaba Pedro (nombre protegido), pero lo apodaban El Hermoso por su alta y corpulenta figura. Él fue el único sospechoso de su muerte.

El Hermoso vivía a diez minutos de Gualaceo, en Chordeleg. Era miembro de una de las familias más pudientes de su pueblo natal, conocido por sus joyas de plata y piedras preciosas. Pedro era una joya extraña y apetecida por las mujeres, que le llevaba diecisiete años de diferencia a Alicia. Su relación comenzó cuando Alicia era aún menor de edad. Fabián, su cuñado, cuenta  que “él ya le fue engañando a ella desde el comienzo diciendo que tiene menos edad, que tenía departamentos en otras ciudades. Todo eso era mentira porque yo lo conocía desde antes y sabía que tenía más de 30 años”. En realidad, El Hermoso había estado en un centro de rehabilitación por alcoholismo y drogadicción, y tenía un hijo con otra mujer.  A pesar de las advertencias de su cuñado, ella le creyó a Pedro: era una adolescente ingenua. La relación continuó a escondidas y, en esos encuentros fortuitos, ella quedó embarazada.

Después de tres años de citas en escondites que nadie jamás conoció, Alicia le pidió a su hermana Martha que la acompañase al ginecólogo. Nunca dijo para qué. Después de una hora de consulta, salió distinta. “Era como si algo hubiera cambiado. Estaba más callada y nos contaba menos de su día a día o con quien salía”, dijo su cuñado dos años después de su muerte.

Unos días después de la consulta con el doctor, Alicia fue a la casa de su madre a pedirle la bendición: decía que se iba a casar con Pedro. Ese día, ella besó por última vez las manos viejas y arrugadas de su mamá, Carmela Zaruma. El viernes de la semana siguiente, Alicia tomó un taxi desde la casa de su hermana hacia el centro de Gualaceo. Partió con todos sus ahorros en un bolso y un poco de su mejor ropa en otro. El taxista se paró junto a un río que está frente al Registro Civil del pueblo. Alicia le pagó, se bajó, y se esfumó. Entre el smog de los tubos de escape de los buses y los silbidos de quienes retiran sus pasajes, se hizo transparente. Fue como si esa multitud se la hubiese tragado con su indiferencia. No  se supo más de ella hasta que encontraron su cuerpo podrido –un mes después de ese día– en el agua fría del río Santa Bárbara.

Dos mujeres que fueron a reconocerla no pudieron identificarla. Los aretes de metal amarillo resaltaban en sus orejas, y la piel de sus dedos estaba desprendida. Había estado en el agua por diez días. Alicia estaba desnuda, amarrada con cables rojos, azules y grises, por el vientre y la entrepierna.  Los golpes y el estado del cuerpo denotaban que no había comido por mucho tiempo. El médico forense confirmó que su muerte se dio por asfixia causada por terceros. Su familia supone que estuvo secuestrada antes de ser lanzada al río pero no hay pruebas que lo confirmen. El cadáver finalmente fue trasladado a la morgue del Hospital Vicente Corral Moscoso donde Fabián López y su padre, Guillermo Marín, reconocieron en esa piel descompuesta a Alicia. Enseguida denunciaron a Pedro, El Hermoso. Fue arrestado y estuvo en prisión –preventiva– por ciento tres días.

Las únicas pruebas que la familia Marín tenía eran los testimonios de dos señores del pueblo que confirmaban la relación amorosa entre Alicia y Pedro, los recuerdos de amor que Alicia compartió con su hermana antes de morir, y la declaración del taxista que la dejó al pie del Registro Civil. La primera abogada que contactó la familia de Alicia tomó la información que tenían y, al día siguiente, decidió representar a El Hermoso. El segundo abogado les cobró quinientos dólares por revisar los expedientes y, finalmente, dijo que no los representaría. Tampoco les devolvió la plata. Pedro tiene mucho poder y dinero, y la familia Marín no tiene pruebas. Ni siquiera pueden afirmar con seguridad que el hijo que Alicia esperaba era de El Hermoso: las pruebas de ADN que se hicieron al bebé que llevaba en el vientre jamás se entregaron. Fabián López y Carmela, la madre de Alicia, estaban rendidos y frustrados: habían pasado ya cuatro meses, y ellos se sentían en desventaja. A pesar de todos los obstáculos, su amor por Alicia los llevó a presentarse el 12 de septiembre de 2013 a la audiencia preparatoria de juicio para intentar vincular a Pedro con la muerte de su hija.

No lo lograron. Ese día, solo su familia y un anciano se presentaron a favor de Alicia. Varias personas dieron su testimonio a favor de El Hermoso. Muchos cargaron la culpa a Alicia, por vanidosa, por estar con hombres mayores, por andar sola por las calles. La culpa era de ella por ser una mujer libre. En la audiencia ni siquiera se sugirió que era un caso de femicidio: el estado de su cuerpo –la evidente violencia física, la agresión sexual, el odio hacia una mujer– no fue tomado en cuenta. No había suficientes pruebas. Pedro dio una versión solvente. “Dijo que solo había tenido relaciones sexuales con ella cuatro veces pero que no eran novios” recuerda Fabián. El Hermoso mostró el filo reluciente de una coartada inexpugnable: recordó que su último encuentro fue, más o menos, en febrero: dos meses antes del crimen. Él, dijo, no tenía nada que ver con lo que le pasó. Y no existe ninguna prueba, ni ningún indicio –más allá de la relación que tuvieron– que lo vincule con la muerte de Alicia.

El día en que ella desapareció, Pedro asistió a una gran fiesta a la que casi todo el pueblo estuvo invitado. Su testimonio era claro, conciso, y muchos lo corroboraban. Él decía que Alicia era su amante y que habían dejado de verse en febrero de 2013 porque ella tenía un novio peruano. Los asistentes no dudaron de su palabra, pero jamás se reveló –ni se investigó– quién era el supuesto novio. El Hermoso salió libre.

Dos años después, nadie sabe quién mató a Alicia Marín. Su familia insiste que fue él, que es imposible pensar que alguien secuestrara a Alicia para extorsionarlos: no son personas adineradas, ni poderosas.

La pobreza de los Marín dificulta su búsqueda de justicia. El silencio de muchos medios y de los moradores del pueblo les enseñó que las historias de los pobres no importan tanto.  El asesinato de Alicia quedó ahí, impune, entre los cuadernos polvorientos y sucios de la Fiscalía y los expedientes policiales de Gualaceo. “Cada que queríamos sacar información nos pedían que busquemos un abogado” cuenta Fabián con indignación. “Nos decían que si el caso no se resuelve, desaparecería totalmente y cuando preguntamos en Fiscalía ni siquiera sabían cuánto tiempo había transcurrido”. Las investigaciones terminaron el 4 de noviembre de 2013. Nunca más se volvió a tocar el caso.

§

El tímido perro de Alicia, Bruno, está sentado junto la puerta de la casa de doña Carmela Zaruma, su mamá. Cuando vienen los invitados, se levanta, baja la cola y se retira. El cuñado de Alicia, Fabián López, sube unas gradas de madera al segundo piso donde, sentada en la mesa está su suegra. Decenas de moscos vuelan en un torbellino infinito en la mitad de la habitación. En un área sin paredes de la casa de cemento, el olor a caldo de gallina de campo se concentra y se impregna en la mesa de madera, en las sillas forradas de cuero, en el delicado mantel bordado de color blanco.

Bruno aparece otra vez. Desde una esquina, ocultando la mitad de su cuerpo, mira receloso a los invitados. Fabián se sienta a la cabecera. La hermana de Alicia sirve la sopa. Doña Carmela no se ha movido de su puesto en la mesa. Sabe por qué la visitan.  Fabián suspira. Mira a un punto fijo sobre la mesa y dice: “La verdad es que es algo de lo que no nos podemos olvidar”.

Doña Carmela solloza:

—Mi hija, mi hijita, que me dijo, ‘mamá me voy con el Pedro’ y yo le pregunté que por qué hace eso, que yo estoy tan enferma y se va. Ella sólo me respondió, ‘mamita así es la vida’ y se puso a llorar porque le daba pena de mí y me pidió la bendición.

Las lágrimas le cortan las palabras:

—Hubiera sido distinto si Dios se la llevaba pero no: fue ese hombre, ese hombre fue que mi Dios lo castigue.

Dice como un último suspiro:

—Mi Alicia que se fue con tanta ilusión.

La hermana de Alicia la levanta por los brazos y la lleva a la cocina. Desaparecen entre el vapor de caldo de gallina recién hervido. Son las dos de la tarde y el sol comienza a esconderse en una nube espesa. Los gallos cantan a deshoras, y Bruno sale tras ellos por la puerta principal. Fabián cruza los brazos cuando doña Carmela se asoma por un pasillo que lleva a los dormitorios. Ha logrado recuperar la compostura.

—Lo único que queremos es que esto se conozca —dice Fabián—. Que él y que todo el pueblo sepa que no vamos a descansar hasta encontrar justicia.

La hermana de Alicia aparece con una foto. En ella, Alicia aparece con un pantalón blanco, una camiseta de rayas blancas y negras y sandalias. Su pelo está recogido en una cola alta. Aretes plateados caen de sus delicadas orejas. Al verla, sus familiares sonríen con cierta nostalgia, pero sus ojos todavía destilan rabia: hacia la falta de justicia y de investigación, hacia el culpable –quien sea que fuera–, hacia el pueblo que prefirió el silencio y la impunidad, antes que hacerse mala fama ante los turistas.

Bruno regresa al cuarto con la cola entre sus piernas flacas, se sienta al lado de Fabián y lo mira. Él lo regresa a ver como una forma de escape. Por un momento, en la mitad de las palabras, los llantos y los puños sobre la mesa, siento que Alicia está ahí. Sus ojos como granos de café viven en su madre, en su hermana y en su pequeño sobrino que juega a atrapar los moscos en la mitad del cuarto. Ella está ahí, como un fantasma que pide justicia.