Las víctimas del caso “los once del Putumayo” han descubierto que probablemente no serán indemnizadas por los agravios que sufrieron hace más de veinte años. En 1993, una patrulla militar fue emboscada cuando realizaba un control antidrogas en esa zona fronteriza. Murieron once personas y otras once resultaron heridas. El ataque fue atribuido a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), y el Ejército detuvo a diez ciudadanos colombianos y un ecuatoriano que presuntamente estaban vinculados con la emboscada. Los once del Putumayo fueron torturados durante ocho días, y luego estuvieron dos años en prisión. En 1996, el Estado reconoció su inocencia. Ese caso fue investigado por la Comisión de la Verdad conformada en 2007 para investigar graves violaciones a los derechos humanos y crímenes de lesa humanidad. Pero ahora, las víctimas corren el riesgo de no ser indemnizados por el sospechoso argumento de que un sacerdote ya recibió años atrás una indemnización en su nombre. Su situación ilustra el tortuoso proceso de implementación de la Ley para la Reparación de las Víctimas. Esa ley fue aprobada aprobada por la Asamblea Nacional del Ecuador en noviembre de 2013, en cumplimiento de una de las recomendaciones del Informe Final de la Comisión de la Verdad. Según el adagio popular, de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno. Y hasta ahora, la incompleta implementación de la Ley de Reparaciones ha resultado en revictimización y frustraciones para muchos de sus beneficiarios.

Ya antes de su adopción, la ley fue objeto de críticas por parte de las propias víctimas y la sociedad civil organizada. Primero, por limitar su aplicación a hechos ocurridos entre octubre de 1983 y diciembre de 2008, como si antes y después de dicho periodo no se hubieran producido y siguieran sucediendo serias violaciones de derechos humanos. También se criticó que la ley solo fuera aplicable a aquellos casos expresamente documentados en el Informe de la Comisión de la Verdad entregado en octubre de 2010, cuando es de público conocimiento que hubo víctimas que no presentaron sus denuncias al organismo, como los afectados en el denominado “Caso Baque”, relacionado con la ejecución de dos jóvenes y las graves heridas ocasionadas a otro por agentes de la Policía Nacional en la provincia de Manabí en 1999. Además, se criticó la ley por limitar el universo de potenciales beneficiarios de las reparaciones en función del grado de parentesco cercano –padres o hijos– o de la demostración de la condición de pareja estable –por matrimonio o unión de hecho– de los familiares de víctimas fallecidas o desaparecidas, eliminando la posibilidad de que personas con un vínculo afectivo con las víctimas o que compartían el hogar común con ellas sin tener un parentesco, puedan reclamar. Finalmente, la ley fue criticada por limitar las medidas de satisfacción y omitir las garantías de no repetición de la lista de posibles mecanismos reparatorios. Las voces contra la ley se alzaron desde diversos sectores de la sociedad civil, pero particularmente desde el propio movimiento de víctimas.

Aún con esos defectos, cuando se adoptó la ley, las víctimas esperaban ansiosas su implementación a más tardar el 13 de marzo de 2014 –90 días después de su publicación en el Registro Oficial, según lo establecido por la Disposición General Primera–. Pero esa implementación recién empezó en enero de 2015; es decir, con un retraso de diez meses. Para justificar el retraso ante la Mesa Nacional de Víctimas –colectivo que aglutina a diversos grupos de afectados por los hechos relatados en el informe de la Comisión de la Verdad–, la Defensoría del Pueblo y el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos (responsables del proceso) argumentaron falta de asignación presupuestaria y de autorización del Ministerio de Relaciones Laborales para crear nuevas unidades burocráticas que se ocuparan de este tema. Además fue necesario esperar que esa entidades diseñaran un procedimiento para reclamar las reparaciones. En el caso de la Defensoría del Pueblo, esto recién ocurrió el 13 de noviembre de 2014 mediante resolución No. 198-DPE-CGAJ-2014, y en el caso del Ministerio de Justicia, el 3 de febrero de 2015, mediante acuerdo ministerial No. 865, luego de que la Ministra de Justicia –y otros funcionarios– fueran citados por la Asamblea Nacional el 11 de marzo de 2015 a fin de explicar las acciones ejecutadas en el “primer año” de implementación de la ley.

Y ahora que finalmente la ley ha empezado a implementarse, los “beneficiarios” se enfrentan a una dura realidad: los funcionarios elegidos para tan delicada tarea están poco conscientes del pasado represivo de nuestro país, son poco sensibles ante el sufrimiento que las víctimas llevan a cuestas por décadas, y están poco dispuestos a facilitar la reparación. Por el contrario, su principal preocupación es cómo reducir los costos para el Estado. Por ejemplo, cuando de entregar becas o proporcionar tratamiento médico especializado se trata. Son en general funcionarios que llevan el “no” en los labios –sin ofrecer verdaderas explicaciones cuando afirman que determinada medida es impertinente–. Y al parecer, piensan que están haciendo un favor a las víctimas u otorgándoles una dádiva cuando de manera excepcional acceden a alguno de sus pedidos.

El Ministerio de Justicia, en clara violación de la propia Ley, ha desconocido los parámetros reparatorios diseñados en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos en cuanto a los componentes de la compensación económica y en cuanto a la necesidad de reparar los diversos tipos de daño ocasionados en lugar de pretender subsumir todos en una sola categoría. Ha elaborado entonces una suerte de “tabla de precios”, donde las víctimas deben escoger una sola forma de afectación y, por ende, de compensación aún si fueron víctimas de múltiples violaciones a sus derechos, por ejemplo, si alguien fue torturado y además violado sexualmente, tendrá que escoger la categoría “tortura” que paga indemnizaciones más altas que la de “violencia sexual”, no puede escoger ambas. Asimismo ha negado el reconocimiento de los daños al proyecto de vida, asumiendo equivocadamente que antes de las violaciones las víctimas no tenían actividad, ni expectativas laborales, profesionales, académicas o de cualquier otro tipo, truncadas a raíz de los atropellos estatales.

Las víctimas desconocen cuánto tiempo tendrán que esperar para recibir la indemnización a la que tienen derecho, en medio de una recesión motivada por un gasto público descontrolado. No obstante, desde ya, algunas de ellas saben que el Estado no les reconocerá compensación alguna porque sus nombres no constan en el Informe de la Comisión de la Verdad. Más cien personas fueron afectadas en un operativo combinado que las Fuerzas Armadas y la Policía llevaron a cabo el 6 de marzo de 1993 en el Batallón del Suburbio en Guayaquil. En ese operativo, hubo muertos, heridos, gente detenida ilegalmente, personas torturadas, violadas, etc. Pero la mayoría no aparece en el informe, y por eso no se los considera víctimas.

La determinación de las medidas apropiadas en cada caso la realiza la Defensoría del Pueblo, escuchando el punto de vista del solicitante, que no tiene carácter vinculante para tal organismo. Si el solicitante no está de acuerdo con la propuesta reparatoria de la Defensoría, la negociación se termina y el proceso se archiva, sin reparar nada. La Defensoría asume equivocadamente que su rol se limita a realizar sugerencias a otras entidades públicas para viabilizar los pedidos de reparación, sin posibilidad de exigir y menos todavía de supervisar su efectiva atención.

Las medidas de atención médica y psicológica, así como otros servicios –por ejemplo, el acceso a la educación de las víctimas y sus allegados– se canalizan a través de entidades e instancias públicas ordinarias a las que todos los ecuatorianos tenemos acceso en forma gratuita, sin necesidad de estar inscritos en un “programa” de reparaciones.

El primer pedido de reparaciones bajo la ley fue presentado el 19 de diciembre de 2014. La medida principal que solicitó la víctima fue una simple carta suscrita por alguna alta autoridad del Estado que reconociera los crímenes de lesa humanidad perpetrados en su contra –documentados por la Comisión de la Verdad– y que pidiera disculpas por los hechos. La intención del solicitante era llevar la carta a su padre, con quien perdió casi todo contacto hace 30 años, tras ser injustamente encarcelado y torturado durante el régimen de León Febres Cordero por su supuesta militancia en un grupo insurgente. Las trabas burocráticas para la atención del requerimiento demoraron demasiado hasta la inutilidad: el padre de la víctima falleció el 13 de enero de 2015, sin que el Estado ecuatoriano le comunicara lo que había padecido su hijo y la injusticia de las acusaciones en su contra. De hecho, hasta ahora, casi seis meses después de su planteamiento, la víctima todavía no recibe la carta de disculpas. Afectaciones como la fragmentación familiar causada por el propio Estado en el caso de esta víctima se tornan irreparables, mientras las víctimas continúan esperando que la maquinaria institucional termine de “aceitarse” y que la promesa de una eventual reparación termine de cumplirse.

Este proceso ha revictimizado a sus beneficiarios. El hecho de que las víctimas solo puedan escoger un crimen por el cual reclamar de algún modo invisibiliza los crímenes cometidos por el Estado ecuatoriano. Las consecuencias de hechos terribles quedan minimizados y se desnaturaliza el proceso reparatorio, que termina por convertirse en una mera promesa incumplida en lugar de la satisfacción –aunque sea tardía– de las aspiraciones de las víctimas.