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En la Cumbre de las Américas en Panamá, la intervención del presidente Rafael Correa dio mucho de qué hablar. ¿Hizo el ridículo? Cuando el mandatario expuso su relato histórico —con el que coincido— sobre el imperialismo yanqui en América Latina, el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, le contestó que la Guerra Fría ya terminó. Cuando el Mashi dijo que la “muy mala” prensa latinoamericana es una amenaza para la democracia, el líder estadounidense replicó que él también tiende a ver mal a la prensa que lo critica en su país, pero la democracia implica que todas las voces se puedan expresar. Sin embargo, más allá de este cruce de palabras, la Cumbre de las Américas pasó a la historia por la reunión entre Obama y el presidente cubano Raúl Castro, dejando en segundo plano tanto a Rafael Correa como al resto de sus aliados en la región.

Tal vez “hacer el ridículo” sea exagerado. Más apropiado sería reconocer que esa retórica grandilocuente del presidente Correa desentona cuando hilvana teorías abstractas sobre ideas tan indefendibles —incluso para sus pares socialistas— como aniquilar a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, o cuando se empeña por resucitar el fantasma del imperialismo gringo anterior a Jimmy Carter —el “regreso de los zombies”, como lo llama Roberto Aguilar en su blog—, mientras Ecuador baila al compás del expansionismo contemporáneo de China.

Lo que pasó en Panamá, más allá de la vergüenza, tal vez sea inofensivo. Pero no es un hecho aislado. Ya no resulta inofensiva esa misma actitud practicada, todos los días —o, al menos, todos los sábados— casa adentro en Ecuador: ese cambio constante de la verdad por la propaganda masiva, de la realidad por la teoría escabrosa, del debate por el megáfono autoritario.

El primer ejemplo de esta actitud es simbólico. A propósito del aniversario del nacimiento de Juan Montalvo, el Mashi recordó en Twitter que lo llamaban “el Gran Insultador”. El paralelismo —he de suponer— se refería a las constantes críticas que recibe el Presidente por insultar a ciudadanos en las sabatinas. Sí, en realidad Montalvo fue un insultador contumaz y brillante —cuyos dardos deleitaban a nada menos que Unamuno—, pero justamente dentro de esa profesión que tanto le disgusta al Presidente: el periodismo de opinión. Montalvo convirtió el insulto en obra de arte, en magistral recurso literario, para utilizarlo despiadadamente contra lo que encarna Correa: el poder. O más exacto: el poder autoritario. Mucho más virulento que cualquier “sicario de tinta” de hoy, si Juan Montalvo —un liberal acérrimo que sostenía todo lo opuesto al socialismo del siglo 21— hubiera publicado sus panfletos incendiarios en los tiempos de la Revolución Ciudadana —que acaso bautizaría como “la Propaganda Perpetua”—, si hubiera calificado al presidente como “ente fatídico”, “Satanás” o “cacique ignorante”, si se hubiera referido a la “lepra de su alma” o hubiera proclamado que “el derecho de conspirar contra la tiranía es de los más respetables para los hombres libres”, seguramente ya estaría exiliado, preso, vilipendiado en una sabatina o condenado a pagar millones de dólares al ofendido en el poder. Montalvo no es Correa. Es todo lo que Correa hoy persigue.

El segundo ejemplo es sobre algo mucho más grave: la reforma de la seguridad social. No voy a considerar el contenido de la Ley Orgánica para la Justicia Laboral y Reconocimiento del Trabajo en el Hogar, que acaban de aprobar noventa asambleístas de Alianza País más una aliada de ARE. Únicamente me referiré al debate en torno a ella. La seguridad social debería trascender los colores políticos. Es un derecho humano garantizado en la Constitución. De su efectiva garantía dependen el bienestar, la salud, la vejez y, a veces, la vida misma de cientos de miles de ecuatorianos. Sin embargo, a diferencia del encendido debate que, por ejemplo, despertó la reforma de salud en los Estados Unidos —conocida como Obamacare—, acá no hay espacio para la discusión de fondo. No se contrastan números, no se presentan reportes técnicos, no se exhiben pruebas y documentos. Acá la reforma depende de que el Presidente diga, sin demostrar si es cierto o no, que no le debe ni un centavo al IESS —lo cual es ágilmente confirmado a coro por sus subordinados—, que nunca debió cubrir el 40% por pensiones —¿entonces lo que pagó por ese concepto todos estos años fue un despilfarro?— y que, por supuesto, todo el que diga lo contrario es un mentiroso vendepatria. Sí, de tan agudas reflexiones depende todo el futuro de nuestro seguro social.

El nivel de discurso del presidente en la Cumbre de las Américas no pasa de ser decepcionante. Ese nivel sobre un símbolo nacional como Montalvo es una distorsión de la historia. Pero esa misma actitud, trasladada a los problemas reales de los ecuatorianos, en asuntos tan dramáticos como la jubilación y la seguridad social, es un error que, por beneficiar el interés de un grupo político, perjudica la capacidad para abordar nuestros mayores desafíos con libertad, información abierta y respeto a las ideas. Y esa es una factura que no la paga Alianza País, sino toda la sociedad.

Bajada

¿En qué se parecen los comentarios de Correa en Panamá, su tuit sobre Montalvo, y la reforma a la Seguridad Social?