Es viernes es la capital de Estados Unidos y es el final de un día fresco y es, también, la sexta canción de Lynda Carter en The Terrace Theater, la sala de conciertos de 2,500 sillas del John F. Kennedy Center for the Performing Arts. Carter presenta su show “Cuerpo y alma” moviéndose por el tablado con el aplomo de quien canta desde el primer berrido, así para la mayoría no sea otra que La Mujer Maravilla, una ingenua súper heroína de TV de la última ingenua generación —la mía.
Carter coquetea con sus músicos, bebe agua y un instante después mira, pícara, al salón repleto de ilusionados.
—Yo sé que están aquí por algo.
La respuesta es un “uuuuhhhh” ululante, aplausos, saltitos, un par de chillidos, chiflidos de amor y de euforia. Entonces Carter amaga a girar una y dos y tres veces, y los gritos y los aplausos ascienden y, cuando llegan al clímax, finalmente, sí, da una vuelta sobre sí misma, y abre los brazos en cruz y vuelve a girar y girar y girar, y ya.
No pasa nada. Ni luz enceguecedora ni destellos ni botas altas.
Allí sigue una mujer mayor, madre de dos y esposa de uno, actriz casi retirada, bien apapachada por el gimnasio y el cirujano, con las mismas calzas negras, botas grises, chaqueta con flecos y camisa blanca con que inició el show. Pero de nuestra Siberia emocional y por una fracción de tiempo, Lynda Carter ha traído a la Diana Prince que fue, la muchacha que tras los virajes y el flash de utilería perdía el vestido largo y los anteojos y aparecía —cintura Barbie, muñequeras antibalas, lazo de la verdad— embutida en un pantaloncito-pañal con estrellitas y un corpiño brutal: Wonder Woman.
Y entonces, cuando por un cachito el pasado nos devuelve a los ‘70 y a la tele en blanco y negro y tomamos té y comemos chalupas y acabamos de terminar la tarea, Carter inicia su séptima canción y nos transporta de nuevo al presente, fuera del candor de los años chicos. Allí, educados y muy adultos, aplaudimos suavemente y dejamos que La Mujer Maravilla nos cante jazz.
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¿Qué tenemos con el pasado?
La Mujer Maravilla original integró la patrulla de superhéroes americanos nacidos durante la Segunda Guerra Mundial en las páginas de DC Comics. Su primera misión fue pelear contra alemanes, japoneses e italianos —el Mal— para bien del Bien. En la serie de TV, que Carter protagonizó entre 1975 y 1979, La Mujer Maravilla, en cambio, era una princesa llamada Diana Prince y provenía de otro planeta. Como en el comic, podía curar sus propias heridas y, como Carter en la vida real, parecía no envejecer jamás. Diana era ágil, saludable al extremo de desmenuzar concreto con las manos, podía absorber conocimiento como agua la tierra seca y poseía el admirable beneficio de la inmortalidad. Su objeto en la Tierra era domesticar con mensajes de paz, amor e igualdad entre los sexos un mundo dominado por hombres rudos.
Tan difícil es deshacerse del pasado que la primera gran heroína de los ’70 es apropiadamente contemporánea. Llegó al mundo de los mortales como una migrante indocumentada, escondía ser extranjera y debió emplearse en un trabajo menor para sobrevivir, usando sus puños antibalas como atracción de una feria de variedades de Washington. En el batifondo de la última gran guerra —y en una sociedad como la americana donde las armas se acumulan como conservas—, resultó una campeona del pacifismo en cuyo show rara vez moría alguien y las peleas eran sobreactuaciones de fiestas infantiles. Tal vez por su desgrasada agresividad, La Mujer Maravilla se acabó un viernes de verano cuando la cadena CBS retrasó “El Increíble Hulk” para dar espacio a las carreras de los “Los Dukes de Hazzard”. La princesa alienígena que pudo contra los nazis fue derrotada por una improbable aberración científica y unos chicos muy americanos de infierno grande. En ese mundo, caray, nos hicimos adolescentes.
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En las butacas del Terrace Theater hay padre y madre, una niña que bailará todo el show. Hay dos rubias—flacas, rectas, de negro, peinados de trescientos dólares— que inundan las escaleras de perfume con la naturalidad de quienes la pasan muy bien. Hay matrimonios de cincuentones con ropas que gritan abogado, dipló, ejecutivo. Hay una tribuna de parejas gays —flacos, rectos, peinados de cien dólares, bienpagados— que conversan con la naturalidad de quienes la pasan muy bien. Hay una mujer bajita con chaqueta de terciopelo azul y un hombre alto con sombrero de cowboy. Hay un par de chicas muy jóvenes con un poster del último disco de Carter. Hay hombres y mujeres con traje y vestidos de oficina. Hay un gordo con anteojos de marco grueso de pasta y una camiseta estampada con la sonrisa indeleble de Wonder Woman. Hay tipos iguales: sesentitantos, pantalón oscuro, camisa o poleras, saco: flacos, rectos, millonarísimos. Hay mucha gente que parece vivir, aquí y afuera, con la naturalidad de, sí, quienes la pasan muy bien.
Billie Holiday, Motown, una tanda de blues y gospel, Bonnie Raitt y hasta un par de canciones pop van a vibrar por hora y media en las cuerdas de Carter. Ella monologará, saludará a la fila uno, a la dos, a la tres, bromeará. Pronunciará, varias veces, su querer por Washington, donde vive desde 1984, cuando dejó el espectáculo de la Costa Oeste y cambió anillos con el abogado Robert Altman. En Washington nacieron sus hijos —Jamie y Jessica, veintes, en la universidad— y también en Washington retomó la rutina de Arizona, su tierra madre: cantar.
Lynda Jane Carter Cordova adora a La Mujer Maravilla—la respeta, la cuida, le agradece su existencia como actriz— pero el limo y humus de su vida son las canciones. En la casa de Tempe donde creció, su madre escuchaba la radio y ponía los singles que podía comprar en un tocadiscos desvencijado. La música comenzaba a la mañana y acababa cuando la niña Lynda ya dormía. La púa raspaba blues, canciones de negros en bares de mala muerte, en casillas de madera, en las carreteras y algodonales del sur. Mamá hacía rodar a Linda Ronstadt, a Grace Slick, a Aretha y, luego, a Holiday. Cuando el cuerpo de Carter comenzó a curvarse, llegaron los Stones y los Beatles y Paul Anka y The Stone Poneys. Para la misma época, Lynda se volvió una chica liberal y respondona.
Si el primer modo de transmitir el pasado fue narrar leyendas al oído de hijos y nietos, Lynda Carter cumplió con el mandato prehistórico y se conectó al mundo para cantarlas. Fue primero la hija de Jean Cordova —de familia mexicana y española— y Colby Carter —un irlandés alto que los abandonó cuando ella y sus hermanos Vincent y Pamela eran pequeños. Mientras la madre se empleaba en una ensambladora de Motorola para mantenerlos, Lynda se convirtió en estudiante modelo y, luego, a los diecisiete, fingiendo ser mayor, en cantante de un pub de Las Vegas. Fue Miss Mundo USA a los veinte y estudiante de actuación de Stella Adler dos años después. Al tiempo, cuando un productor de TV buscaba una mujer atlética capaz de lanzar la jabalina con el estilo y carisma de Mary Tyler Moore, se cruzó en el casting y se coronó Diana Prince.
¿Cómo se deshace uno del pasado cuando se convierte en su presente hasta hipotecar el futuro?
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Terrace Theater Kennedy Center, una vez más. Cuando Carter entra al escenario, la comunión está lista para la eucaristía. Tres coristas y cinco músicos la reciben en semicírculo con un fondo sinuoso de blues. La Mujer Maravilla aplana cada lámina del tablao con los tacones de las botas con la seguridad de los dueños del deseo ajeno. Es un recuerdo activo, redivivo por la ficción de la nostalgia. A cinco filas del escenario está el cabello azabache, interminable, el pantalón ceñido a dos patas de na’vi, el torso generoso. No hay arrugas en esa señora de sesenta y más veranos: el PhotoShop de la distancia devuelve el sueño que queremos. La mujer de nuestra infancia —tal vez la primera calentura—, como si los años fueran horas.
El tiempo, a veces, parece nada —y nos mentimos para mantener esa idea.
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Para girar entre las costas de Estados Unidos, Carter procura mantener una distancia prudente con su historia televisiva. Canta a menudo en San Francisco, en el Lincoln Center de New York, en Las Vegas, Nevada, Florida y en la Arizona que la parió. En 2009, Billboard ubicó su disco “At Last” en la posición #6 del ranking de jazz. En sus entrevistas se esfuerza por hablar de su amor por la música, su gusto por Holiday, su banda de músicos experimentados. Pero inclusive sus fans musicales no pueden separarla de la heroína de las piernas de ferrocarril. Wonderland, el más completo website sobre Carter, está poblado de referencias a La Mujer Maravilla. Si algo ha mantenido vivo el afecto del público gay y feminista por Carter es su inmediata asociación con la doble vida de Diana Prince y con la justiciera del lazo de la verdad. Y eso no es un exotismo: el público de Carter —como algunos muchos todos— vive en la inevitable irrealidad de los recuerdos. Las amarras del pasado.
—¿Qué es Carter para ti? —pregunto a Mia Cruz, una mujer pequeña y decidida de cuarenta años, responsable de Wonderland.
—Libertad. Hizo lo que quiso con su vida.
—¿Y eso es inspirador?
—Por supuesto. Yo dejé mi trabajo para hacer el website y seguirla a cada show.
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Lynda Carter vive en una mansión de techos de pizarra gris, veinte habitaciones y —creo— seis baños. La casona está a treinta metros de River Road, una calle sin serpenteos entre Washington DC y Potomac, donde tienen casas millonarios como Barry Levinson, Sugar Ray Leonard, Pete Sampras y Stallone. Potomac es una zona de cedros, cerezos y abetos. Los pájaros trinan como en todo Washington y el clima es igual de húmedo, aunque, por alguna razón, el sopor se siente menos. Psicología barata: beneficio de héroes —y millonarios—, tal vez.
Tras el portón de acceso, una calzada acaba en la rotonda frente a la doble puerta de madera oscura de la mansión. A la derecha de la casa hay un garaje para cuatro autos; algo más atrás, el acceso a la cocina. Una piscina de unos veinticinco metros y una cancha de tenis ocupan los fondos repletos, aquí y allá, de árboles de hojas aserradas ocres, verdes.
En el pasado-pasado, La Mujer Maravilla viajaba en un desatinado avión invisible: el avión no se veía, ella sí. En su casa, ahora, Carter no tiene mucho que ocultar. Es una mañana de miércoles, sus hijos están en la universidad, ella ha estado ordenando papeles y enseres. Para cantar entibia la voz con ejercicios, pero hoy no hay shows y su timbre pertenece a una mujer de seis décadas.
Carter habla con calma, la distancia precisa y entrenada. Al final del show en Washington, DC un delicado muchacho de pantalón negro y camisa blanca se acercó al escenario cuando ella saludaba y partía a los camarines. Con timidez, le alcanzó un oso de peluche que acunaba en sus brazos. Carter tomó y besó el juguete y lo apretó amorosamente contra su pecho.
—La comunidad gay —digo— parece ser el público más fiel de Lynda Carter y de Diana Prince.
Desde que en 2007 relanzó su carrera musical, gays y feministas proveyeron a Carter de audiencia para sus discos y para la supervivencia de Diana Prince. Entre las mujeres, una náyade invencible y pacifista —dos adjetivos excluyentes en la práctica—era argumento suficiente para escanearla en todos los posters. Carter, por su parte, ha apoyado los derechos al casamiento de homosexuales, lesbianas y transexuales y tiene entrevistas regulares con medios de la comunidad como Blade o Out. Varios escritores gays están entre los mejores autores de perfiles de La Mujer Maravilla. El libro The Q Guide To Wonder Woman explora incluso la conexión emocional entre los gays y el personaje.
—Entiendo lo que sienten sobre ella, y es el secreto, asomarse y ser uno mismo.
En la casa que Carter tiene en Potomac semiescondida del examen de los curiosos, ese secreto es también una autodefinición. Mientras La Mujer Maravilla se escondía tras las gafas y el tailleur de Diana Prince, en la vida real está resguardada tras Carter. Los muros y muebles de su mansión exhiben fotos de los padres, los hijos, el marido y de ella misma, pero no hay una gran imagen de Carter vestida como La Mujer Maravilla.
—Como debe ser.
Carter conserva los restos de La Mujer Maravilla en un closet que abre con discreción, como si el pasado pudiera, por igual, desvanecerse o volverse omnipresente. Allí hay un teléfono del show que no llama a ningún lado. Un cojín sobre el que nadie duerme. Un traje brillante que ya no envuelve su cuerpo. Posters, videos, muñequitas de plástico. Fantasía, materia del recuerdo: una idea del pasado.
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Esconderse. Desaparecer. Volver.
—¿No le pesa La Mujer Maravilla? Las preguntas, la presencia permanente, detrás.
La voz sale después de un largo suspiro.
—Bueno, está ahí, ¿no? Lo hice. No puedes renunciar a eso, a algo que es parte de ti.
Somos pasado.
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Hace no mucho, en Phoenix y Nashville, Carter presentó un show distinto al de la primavera del Kennedy Center, que a su vez reemplazó al del Catalina Jazz Club de Los Angeles, donde toca cada año. Mantener la atracción sobre esos grupos que se reconocen en aquel pasado común de la chica del giro mágico exige, curiosamente, mutar el presente de manera permanente.
—Debes cambiar, ¿no? Tienes que. Quieres a la gente de vuelta. No puedes quedarte atrás.
Si el presente musical exige una transformación continua —algo así como dejar el pasado atrás velozmente—, cuando la TV le hizo saber en 2011 que quería recuperar a La Mujer Maravilla, Carter no sólo no se negó sino que aplaudió la idea. David E. Kelley, productor de “Boston Legal” y “Ally McBeal” preparó los pilotos del regreso para NBC. El nuevo traje era ahora una lycra de los pies al torso, brazaletes antibalas que cubrían el antebrazo y un lazo de la verdad más extenso y más grueso, como si detener la violencia y descubrir a los mentirosos exigiera ahora más utilería.
La serie se desinfló pero de inmediato surgieron rumores de una versión cinematográfica, primero con Megan Fox y luego con Christina Hendricks o Angelina Jolie. Otra vez, los proyectos acabaron en un callejón ciego. La Mujer Maravilla, que debutó en el comic en 1941, sigue siendo así uno de los pocos superhéroes —y la primera gran heroína— que se resiste a dejar el cuerpo de la actriz que la hizo visible al mundo. Superman, Batman, Iron Man, El Hombre Araña, Hulk y los Cuatro Fantásticos han llegado al cine y lo mismo ha sucedido con Gatúbela, Black Widow, Los Ángeles de Charlie o Batichica, pero la más humanista de las amazonas es la Polaroid amarillenta de una señora que hoy sólo quiere cantar, e irse a casa.
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En su casa, Carter mira por la ventana hacia un jardín verde. En la sala, un perro va y viene por el parqué; persigue un gato imaginario.
—¿Cómo es la vida de hogar de una estrella? ¿Qué hace La Mujer Maravilla cuando sólo es Lynda Carter?
El perro se agita. Carter lo ahuyenta con ternura.
—Soy una persona normal, como cualquiera.
Lynda Carter había sido una magnífica reina de belleza y golpeaba la ruta como cantante, pero en los ‘70 no había demasiado trabajo para las mujeres que alcanzaban la TV más allá del estereotipo madre-secretaria-puta, así que cuando fue la estrella de su show ingresó a un restringido Olimpo que sólo compartirían después Lindsay Wagner de “La mujer biónica”, Angie Dickinson por “La mujer policía” y el trío angelical de Charlie.
—¿Fue un sueño destinado a perdurar?
—No lo creo. La gente respondía a la imagen de Wonder Woman. Hoy trato de no darle mucha importancia en el show porque no creo que la gente quiera estar mucho en eso, pero sí me sorprende que la tengan presente.
El perro ladra. Carter se disculpa y va por él.
—Ven, ven aquí.
Abre la puerta, lo saca del cuarto. Regresa, toma aire.
—¿En qué estábamos? Oh, la vida diaria de una estrella…
Versión corregida. La versión original de este texto fue publicada por Revista Orsai.