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El cine siempre ha visto en los deportes la posibilidad de contar historias sobre superación con base en el esfuerzo, historias inspiradoras que conducen a los protagonistas a la libertad o a la gloria. Basta ver películas sobre running como La historia de Bob Matías (1954), La prueba del valor (1970), Marathon Man (1976), Running (1979), Carros de fuego (1981), Forrest Gump (1994), Run fatboy run (2007), y ahora McFarland, producción de Walt Disney Pictures, protagonizada por Kevin Costner y María Bello, que cuenta la historia del grupo de corredores de origen campesino del colegio McFarland que en 1987 se impuso a todos los demás del Estado norteamericano de Baja California.

Desde la época de los griegos, los deportes son fundamentales para las naciones. Echando mano del Rugby, Nelson Mandela logró unificar a Sudáfrica. La Guerra de Las Malvinas terminó cuatro años después en el Estadio Azteca de México en un barrilete cósmico maradoniano. Honduras y Salvador empezaron un conflicto armado a raíz de un partido de fútbol, y toda Jamaica apoya a su equipo de Bobsleigh desde que participó en los juegos de invierno de 1988. La gente adora los deportes y las historias de los atletas, especialmente cuando semejan cuentos de hadas: el patito feo que deviene en cisne o el caballero que vence al dragón. Por eso se demoniza tanto al deportista que se dopa para alcanzar un resultado. Por eso es que el corredor Kokichi Tsuburaya se cercenó la carótida al no poder obtener las victoria que el pueblo japonés necesitaba en las primeras olimpiadas realizadas tras la Segunda Guerra Mundial.

Esta película, dirigida por la neozelandesa Niki Caro, expone una discusión que parecía sepultada: la del deporte como actividad física de ricos que los pobres no pueden permitirse en la medida en que resta tiempo y energía al trabajo. Paradójicamente, y al igual que en nuestro medio, quienes terminan triunfando son los representantes de las clases populares, aquellos que ostentan apellidos latinos o ancestrales y que no tienen ni la corpulencia que requiere el rugby, ni los recursos que exige el tenis.

Para lograr que los jóvenes corran, robándole tiempo a sus quehaceres, el entrenador Jim White (apellido que refuerza las contradicciones) debe visitarlos en sus casas, sentarse a sus mesas y acompañarlos a labrar la tierra. Es decir, debe construir una relación basada en el respeto, la confianza y la solidaridad. La película, incluso, reproduce algunos de los roles que desempeña la mujer: el mantenimiento de las normas y valores familiares con base en un férrea disciplina, la organización de las fiestas, la preocupación por la apariencia física y el cuidado de los rituales religiosos y sociales, por citar solo unos cuantos. Y es que McFarland –como todo producto cultural trascendente– se ha preocupado por mostrar la vida que llevan las personas en una parcela del mundo, durante un momento específico de la historia. Esta película  presenta las dificultades de este entrenador para llevar a su equipo a la victoria, así como Brad Pitt en Moneyball, como Samuel Jackson en Coach Carter, o como Al Pacino en Un domingo cualquiera. McFarland, sin embargo, tiene características que la hacen singular e inolvidable, entre otras cosas, por la ambientación y la cuidada fotografía.

Para transportar al espectador a los años ochenta –en donde tiene lugar la historia–, la directora cuidó de forma meticulosa cada uno de los objetos de aquel tiempo. Desde el frasco de Gatorade hasta el Jeep Cherokee del entrenador, pasando por los calentadores Adidas y los gruesos zapatos de correr de la época. No es la única película sobre corredores que repara en la importancia que tienen los zapatos. Los niños del cielo, producción iraní de 1997, se centra en unos zapatos perdidos que dos hermanos comparten. Finalmente, uno de los hermanos compite en una carrera donde el premio final son, justamente un par de zapatos.

El cine de deportes está acostumbrado a escenas cada vez más rápidas: Niki Lauda y James Hunt disputándose la pole position a 320 kilómetros por hora, Rocky ganándole la guerra fría a Drago a sangrientos y dolorosísimos puñetazos. En McFarland, Niki Caro se ve en la difícil tarea de volver dinámica una película que tiene como protagonista a la carrera de fondo, uno de los deportes visualmente menos impactantes de todos.  Y es que el running –seamos honestos– no tiene ni la espectacularidad del gol ni la violencia del rugby ni la sorpresa, siquiera, del jonrón o del hoyo en uno. La directora logra mantener la tensión recurriendo a duelos personales. Centra la atención en el corredor humanamente más sensible y atléticamente mejor dotado de todo el grupo y en las batallas que él libra contra los contrincantes de los demás equipos de atletismo del Estado. La espectacularidad, por otra parte, no está determinada por la rapidez ni la violencia, sino por las tomas: detalle de pies, formatos panorámicos de los atletas corriendo por el desierto, planos abiertos, colores tierra, texturas. McFarland es todo un curso de dirección fotográfica.

Running es un verbo que es sustantivo. Cuando a uno le preguntan qué deporte practica, uno responde ciclismo o natación o paracaidismo o judo, con un sustantivo, pero no con los verbos “correr” o “trotar”. De hacerlo, parecería que uno comete un error gramatical, parecería que uno es gringo o, al menos, habla como gringo. Uno juega fútbol o vóley o básquet, pero no juega “correr”, no juega “trotar”, porque el running –como lo llaman incluso las revistas españolas especializadas Run and race y Runners– definitivamente no es un juego. Esto es algo que lo hace parecer poco dinámico ante los demás deportes, aunque sea la base fundamental de todos, incluido el béisbol, que exige al bateador soltar el bate y correr de base en base.

El momento en el que en McFarland pobres y ricos, blancos y chicanos, entrenadores y atletas interpretan el himno nacional, se muestran los momentos que estos jóvenes compartieron en el desierto a la hora del crepúsculo, en el mar después de una primera victoria, en los campos en los que han entrenado hasta el agotamiento. Y es que la patria es la familia, los amigos y los recuerdos que se han construido en sus paisajes. McFarland es una película sobre la solidaridad, el compañerismo, la gratitud, el sacrificio, al esfuerzo, el respeto y las diversas formas que tienen los pueblos de manifestar sus creencias y fe. Pero sobre todo, la constatación de que el ‘american way life’ (para decirlo en inglés), o el éxito y el progreso (para decirlo en español latinoamericano), no siempre se compra en una tienda de electrodomésticos.

Bajada

Una historia de caballeros que vencen dragones pero con zapatos de correr