Sudamos cuando tenemos miedo. Sudamos cuando mentimos y no queremos que nos descubran. Sudamos cuando jugamos una partida de póker, y perdemos. Suda el cirujano ante el laborioso tajo mortal y la gota nada sanitaria cae de la nariz del chef sobre los anticuchos a punto. Transpiramos en las playas del color del talco y paleando nieve del mismo talco. Suda Messi y empezamos a creer en dioses mundanos.
Si algo es el sudor es, siempre, una metáfora: del esfuerzo —Michael Jordan—, de la purificación —los cristos que transpiran sangre—, del triunfo —Michael Jordan—, del deseo —una gota desapareciendo en un escote, y, bueno, Michael Jordan. Somos seres superiores y necesitamos creer que nuestra existencia es más que un simple goteo biológico: ¿no es un tanto prosaico pensar en el cuerpo transpirado cuando podemos jugar a que nuestra piel produce el propio mar?
Sudor y esfuerzo: la economía global es la historia del sudor como la historia de la humanidad es una economía del esfuerzo. El sudor es un negocio hidratante que hace gastar, sólo a los estadounidenses, dos mil millones de dólares al año en antitranspirantes y desodorantes que eviten la cuestionable exhibición de la aureola bajo el brazo. La operación es redonda: gigantes como Unilever, P&G y Gillette lucran con nuestra fobia a la transpiración mientras Adidas y las empresas del músculo lo hacen con su promoción. Gatorade, la creadora de las bebidas deportivas, sintetizó el manifiesto de ese poroso negocio en una de sus campañas publicitarias más emblemáticas: We Love Sweat.
Pongámosle cuerpo a un fluido democrático. Han muerto reyes por la enfermedad del sudor, sudó el traje Tony Blair cuando lo nominaron primer ministro y han transpirado atletismo, fuerza bruta y ballet Nadal, Mike Tyson y Zinedine Zidane. Sudan negros, blancos, chinos. La bella y fibrosa Halle Berry mojó las axilas de su vestido en la alfombra roja de los Oscar y lo mismo hace cada madrugada el robusto panadero de la esquina. Se sudan gotas sangrientas en toda la Tierra posible y sudó Tom Cruise una sola gota suspendido en el aire en Misión Imposible. Sudan los flacos, los gordos, niños, ancianos. La piscina sube de nivel cuando nada Michael Phelps y terminan siempre húmedas de talento las camisas de Philip Seymour Hoffman y Paul Giamatti. Sudamos en las cavernas ante el descubrimiento del fuego y sudó Neil Armstrong cuando la luna se hizo tierra firme. Sudamos más en la paz, decía el diplomático indio Vijaya Pandit, para sangrar menos en la guerra.
La historia humana es la historia de un mono que aprendió a refrescarse con más eficiencia que otros mamíferos. A cambio de dejar las plumas y los pelos de las bestias, la evolución equipó nuestra piel con un sistema de desagüe de tres millones de tuberías glandulares y poros invisibles. Al cerdo lo obligó a quitarse el calor en el barro, al elefante con tierra, al perro con la lengua, pero al humor le dio mucho sudor y una buena dosis de melanina para caminar horas bajo el sol con mínimo daño. Desde entonces, le hemos trazado el rumbo al planeta porque nos lo permite la gota salada. El genio, decía Edison, es casi todo sudor.
El pensamiento místico halló en los cuerpos que expulsan agua formas del milagro y la esencia de la vida. Los egipcios antiguos creían que el Nilo había nacido de las gotas de transpiración del dios de la fertilidad, Sobek. Sidharta sudó frío durante el doloroso trance ascético para convertirse en Buda y los teosóficos creen que una ninfa sedujo a un ingenuo yogui y que el fruto de ambos, una joven llamada Mârishâ, nació cuando el sudor sedoso de la mujer se escurrió por las hojas de los árboles. En la mitología escandinava, la Tierra nació de la carne de Ymir, las montañas de sus huesos, los oceános de su sangre y una mujer y un hombre gigantes, los primeros en pisar el mundo, de dos gotas de sus axilas. Que esos monstruos combatieran de inmediato a los dioses equivale a suponer que el único modo de discutir el poder supremo es siendo sujetos del sudor.
Ryszard Kapuscinski descubrió el sudor como último recurso para la vida en África, donde tanto de la vida surgió. En The Truck, Kapuscinski narra que, a su paso por el oasis sahariano de Ouadane, el motor del auto murió dejándolo sin recursos ni ayuda bajo el sol criminal. Recordó entonces que un escarabajo que los Tuareg llaman Ngubi sufre el calor como un tormento y escala las dunas sin pausa cuando a su alrededor no hay sino arena infernal. Al cabo de un tiempo, en su abdomen se formará una minúscula gota de sudor y el escarabajo detendrá su carrera, se inclinará sobre sí mismo y salvará su vida bebiéndose los desechos de su propio ser.
En nuestra especie el sudor no siempre ha sido redentor: en la antigüedad, los médicos lo veían como un vil excremento. En La historia natural de la transpiración insensible, E. T. Rebourn nos recuerda que sobrevivimos a mil quinientos años de experimentos de los sabios herederos de Hipócrates. Sanctorius, un discípulo y amigo de Galileo, conocía la importancia de mantener los poros abiertos para evitar la debilidad pero también postulaba que los malos vapores podrían podrirnos tanto por dentro que podían hacer nacer garrapatas y pulgas. En la Edad Media, cuando las pestes olvidaron toda piedad, los galenos creían en liberar los venenos del cuerpo con purgas y vómitos pero también convirtiendo la casa en un sauna de habitaciones calefaccionadas, bebidas y baños hirvientes y ropa de cama pesada. Al cabo, el sudor sudó y nos salvó de nuestra propia ignorancia.
Una piel húmeda es creación: no hay vida en la aridez. Humorista, una empresa británica creó una salsa sobrecargada de Naga Bhut Jolokia, el chile más picante del mundo: la llamó «Satan’s Sweat». En la literatura, el sudor se hizo habitante frecuente de los dramas, los ambientes tropicales y los tipos nerviosos. Manuel Machado eligió que la cabalgata del Cid en medio de la estepa castellana rumbo al destierro antes de regresar por la gloria pase a la historia en un poema con tres sustantivos rancios: «polvo, sudor y hierro». La misma amargura halló Jorge Amado para su Sudor en las desesperanzas de lavanderas, putas, obreros y vendedores ambulantes, oficios paridos con ropa enmohecida. Catalina de Medici, la esposa de Henri II de Francia, encontró en las esencias de flores prensadas y agua de fuentes naturales la manera de disimular la mugre de los aristócratas y nos legó piezas como el perfume Clive Christian Nº1 Imperial Majesty, una esencia de doscientos dieciséis mil dólares por botella de diecisiete onzas. Con esas frescuras hoy alimentamos una paradoja maravillosa: reprimimos los aromas del sudor para conquistar pero sólo para liberarlos sin vergüenza una vez consumada la conquista.
Como sucede con la sangre, nuestro fluido más político, el sudor también comparte el vecindario del poder y la dominación económica. La Biblia llamaba a ganar el pan con el sudor de la frente pero hoy también se puede ganar la producción global de pan en los mercados financieros sin mojar una axila. Y en rigor, aunque el mandato divino celebre la nobleza de alimentar a tus hijos tras quebrarte la espalda, la verdad es que todos evitaríamos la gota en la espalda si pudiéramos. Pasa que, cuando se trata de trabajo duro, el mal olor ya viene en las palabras : sweatshops es el término inglés que designa a las fábricas clandestinas y tiene mucho sentido que así sea pues sweat significa sudor pero también paliza y trabajo agotador. En esos lugares vaporosos no se cumple la máxima de RayKroc, el fundador de McDonald’s: «La suerte es un dividendo del sudor: más sudas, más suertudo te vuelves».
La historia es una colección de héroes y villanos mojados. Filípides, el soldado de Maratón. Alejandro Magno en la India. Villa y Zapata en los desiertos mexicanos.Los barbudos de la Sierra Maestra. Los bomberos del 11/9. Él énfasis de Hitler en el discurso, capaz de lavar a las tropas con la baba de la axila. Todos los soldados del puente sobre el río Kwai. El general Patton, cuyas manos se bañaban en sudor hasta que la primera bomba le explotaba cerca y la proximidad de la muerte le secaba las glándulas y todo otro pensamiento. Winston Churchill, retomando las palabras agónicas de Lord Byron para decir a los ingleses que lo único heroico que podía prometerles en el albor de la guerra era sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor. O Richard Nixon, que hizo semiótica política cuando su goteo caprichoso le bañó el rostro en el debate presidencial con John F. Kennedy. JFK, aplomado y con la piel dorada, ganó la discusión y la elección a un Nixon pálido y débil por un accidente reciente y que recurría sin cesar al pañuelo para aplacar el sudor. Desde aquel debate, el primero de la historia transmitido por TV, los políticos procuran sudar frente a cámaras sólo para subir en las encuestas.
El poder, el dinero y el sexo activan distintas partes del cerebro pero cuando trabajamos para conseguirlos, todos se manifiestan igual: en nuestra piel se exhiben las pasiones. La historia de las alcobas dice que no hay potentado ni héroe que pueda con la sal lúbrica. Napoléon firmó las palabras que mejor lo definen cuando en plena campaña militar por Europa envió un mensaje urgente a su amada Josefina: «Por favor, no te bañes. Arribaré en tres días». Pero si bien el aroma del sexo —el aroma del sudor— mueve al mundo, no todos sus perfumes tienen idéntica eficacia. Los efluvios de machos cabríos como el Otto de A Fish Called Wanda, por ejemplo, son un camino seguro a la soledad: las mujeres no soportan la transpiración olorosa, el vaho pernicioso que las bacterias producen en las axilas. Los perfumes con feromonas masculinas, como el Gilroy que hace sucumbir a Ellen Barkin en Ocean’s Thirteen, sólo funcionan a corta distancia. Nada lo hace en público, donde la dama no sabrá qué gancho la atrapó, como sugieren las conquistas masivas de AXE. Caballeros del mundo, en materia de amores, mejor báñense primero y suden después.
Sudar es bueno y es sano. Karen Blixen-Dinecke, la escritora danesa de Out Of Africa, que vivió bajo el sol mediterráneo de Nairobi y perdió su amor en un accidente, decía que la cura para cualquier cosa está en el agua salada: llanto, mar, sudor. Pero no todos piensan igual. Los sacerdotes del cuerpo posmoderno de la moda —que postulan un físico andrógino, sin curvas ni grasas: sin impurezas— asumen el sudor como una expresión de la vulgaridad primitiva del cuerpo, el exceso de la carne. En el extremo de la posmodernidad virtual, en los cielos de la procrastinación, el cuerpo y sus humores son una desventaja, un mecanismo analógico en un mundo de bits que no transpiran. «En la realidad virtual podemos estar con Jesucristo en el Gólgota o con Marilyn Monroe cualquier día sin oler el sudor, sin lágrimas saladas, sin ruidos del interior del cuerpo, con sólo la estimulación/simulación», escribió el filósofo Wolfang Schirmacher en Homo Generator, un libro que se pregunta qué de nuestra vida hoy es real. El sudor, castigo divino, podría empezar a ser opcional.
El cuerpo posmoderno es el campo de batalla contra el sudor, esa herencia de la era industrial. Las estrellas de Hollywood pueden deshacerse en líquido en la ficción del modo en que los nervios consumen al Charlie Kaufman de Nicholas Cage en Adaptation, pero su público no les tolerará una pinta de inapropiado sudor en la vida real. Mientras a la mayoría de las personas el aluminio de los antitranspirantes nos ayuda a mantener a raya el incómodo sobaco mojado, los artistas lo deshidratan por completo con pinchazos de cirugía plástica. Estar presentable para la cámara de los Oscar demanda unos dos mil dólares en inyecciones de Botox en las axilas, un asesinato temporal de los nervios de las glándulas secretoras. Los nervios de los Terminator sudorosos del espectáculo se regenerarán en meses, pero no deja de ser sintomático que usemos veneno para secar lo que nos mantiene vivos.
En StoryWater, un poeta persa del siglo XIII, enhebra: «Agua, historias, el cuerpo / todas las cosas que hacemos, son medios / para esconder o mostrar lo escondido». Seamos sublimes: antes de volver al polvo no hay otro camino posible que transpirarnos la vida.