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Había algo en Zinedine Zidane que lo volvía impredecible: El movimiento de sus brazos. Eran alas batiéndose en turnos hacia un lado o el otro. A la mitad de carreras frenéticas, era la ralentización perfecta para pensar y decidir su camino. Grandes futbolistas cayeron en sus dribles: Pavel Nedved y David Beckham se fueron siguiendo a la pelota hacia donde no estaba. La vieron quedarse en los pies de Zizou. Les había roto el freno. Cuando narraba un partido donde jugaba el francés, el comentarista de ESPN Luis Omar Tapia lo llamaba Harry Potter. Era un mago con el balón. En realidad, Zidane era un prestidigitador de la pelota. Su negocio no era la magia, sino el engaño: “Nada por aquí, nada por acá”, parecía decir con esas combinaciones de cascarita y sombrero que les hacía a sus rivales. Se iba para volver. Era capaz de cambiar la trayectoria del balón con un taco que convertía en centro, o de acomodar el cuerpo para la volea como una ballesta que se recarga. Con una de esas ganó una Champions League. Esa danza de las alas –poco común en cualquiera que tenga que echar una carrera– no era un defecto, era una ejecución. Zidane sabía muy bien que el fútbol es un ejercicio performático.

Pier Paolo Pasolini decía que el fútbol “es el espectáculo que ha sustituido al teatro”. Cuando Italia perdió la final de México ’70, Pasolini escribió un ensayo, “El fútbol es un lenguaje con sus poetas y prosistas”, donde hasta llegó a predecir –sin saberlo, por supuesto– el gol que Diego Maradona le marcaría a Inglaterra dieciséis años más tarde, el barrilete cósmico. Ahí, trataba de explicar por qué Italia había perdido contra Brasil en la final del mundial de México 1970. Para eso, hablaba del fútbol como un idioma donde hay “podemas” (fonemas del pie: pases, disparos, regates…), las jugadas son palabras y el partido es un discurso. Así, el catenaccio italiano, fuerte y ordenado, era una prosa estetizada que nada tenía que hacer contra la poesía contundente, libre pero precisa, del Brasil tricampeón de Pelé. Hasta se puede ver. Es lo que siempre se ha dicho del fútbol sudamericano contra el europeo: la disciplina del ensayo contra la creatividad de la ficción.

Alexandre Pato lo sabe –o lo hace– bien. En la segunda fecha de la Copa Libertadores 2015, el Sao Paulo recibía al Danubio de Uruguay. Un taco de Michel Bastos se convirtió en pase al vacío para Reinaldo, que avanzó a caños hasta la línea de fondo para centrar desde la izquierda. Parado donde debía, Pato esperaba la bola. Pero el brasileño no estaba parado: Su cuerpo empezó a girar, los brazos de un lado al otro como si el tronco fuera el eje de un juguete de cuerdas, y entonces fue como ver la energía desplazándose desde el pie de apoyo hasta el otro pie, con el que sacó de volea una pelota que estaba a más de un metro del piso. Fue perfecto. Porque el balón es caprichoso, es el jugador el que se acomoda, el que performa. Es un artista que baila la danza de la pelota.

A la coreógrafa brasileña Deborah Colker una vez la llamaron de un periódico para mostrarle veinte fotografías de fútbol y pedirle que las relacionara con la danza. “Es impresionante mirar la foto y ver la semejanza entre las dinámicas”, decía Colker, la primera mujer en dirigir una coreografía del Cirque du Soleil. Sabía de qué estaba hablando. En 2005, estrenó la danza Maracaná durante el sorteo de la Copa del Mundo de Alemania. Y ella no es la única coreógrafa que se ha fijado en la semejanza. El catalán Cesc Gelabert presentó en 2015 la danza Foot-ball, inspirada en los movimientos de Xavi, Iniesta, Messi, Puyol y Valdés, todos jugadores del Barcelona. Es que la ejecución se parece tanto, que los obstáculos son los mismos: “La auténtica dificultad no es el cuerpo”, dice Gelabert, él sabe que el secreto está en la mente, en el dominio que un jugador –o un bailarín– tiene sobre sí mismo.

En el primer Clásico del Astillero de 2015, el delantero de Emelec Miler Bolaños recibía en diagonal una pelota de Marcos Mondaini. Bolaños entonces tenía que encarar al defensa uruguayo Andrés Lamas. Y lo que hizo Bolaños fue puro performance. No era tan fino como Zidane, pero movía los brazos de un lado al otro, y pisó tosco la pelota para sacarla un segundo antes del alcance de Lamas. Es parte de la danza. El uruguayo se quedó como la cobra que persigue a la flauta, pero no la muerde. Miler quedó libre para habilitar a su habilitador. Mondaini marcó el 2-0 definitivo gracias a una chispa de su compañero, pero sobre todo, gracias a la ejecución. Como decía Pasolini, todo gol es poesía.

En el documental Zinedine Zidane, la leyenda, Zizou aparece hablando de los tiros de falta directa. El secreto está en el gesto, decía. Cuando cobraba un tiro libre, apuntaba a las cabezas de la barrera. Era casi como obligar a los defensas a salirse del camino. Y la carrera de Zidane estuvo llena de esos gestos. Tanto, que cuando pateó el penal en la final de Alemania 2006, parecía que golpear el travesaño era su intención. Otra vez, la ejecución. Pocas veces un penalti es hermoso. Pero ese era Panenka, y esos nunca se olvidan, o que le pregunten a los uruguayos si no atesoran el gol de Abreu al final de la tanda contra Ghana en los cuartos de final de Sudáfrica 2010.

En algún momento en la década de los 90, el fútbol europeo se universalizó. Como cualquier arte, ya no bastaba la belleza: la disciplina era primordial. Y esa disciplina en acción es bella. Es la misma de la modesta Grecia campeona de Europa hace once años, donde los jugadores, ceñidos a sus espacios, eran capaces de enarbolar jugadas como la del gol con el que vencieron a Francia en los cuartos de Portugal 2004: Antes de centrar para el gol de Angelos Charisteas, Zagourakis sacó del camino al lateral francés con un sombrero a la carrera digno del propio Zidane, siempre un referente para cualquiera que quisiera improvisar el preciosismo. Porque el performance es eso sobre todo: una improvisación que sale bien.

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