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Las denuncias formuladas durante febrero y marzo por el presidente venezolano Nicolás Maduro sobre una conspiración en pleno desarrollo –o “golpe lento continuado”, según la retórica heredada de Hugo Chávez– para derrocarlo han sido acompañadas por una gran campaña propagandística contra la oposición partidista. La punta de lanza de esta campaña es la detención del alcalde metropolitano de Caracas, Antonio Ledezma, una autoridad democráticamente electa, a quien el gobierno vincula con un plan golpista a tres bandas: fraguado en Nueva York y Washington, articulado por la oposición venezolana en Miami, Bogotá y Madrid, y apuntalado en Venezuela a través de un grupo de militares de rango medio pertenecientes a la Fuerza Aérea. En días recientes, Jorge Rodríguez, uno de los voceros de la troika chavista, amplió el radio de acción involucrando a Henrique Capriles Radonski, principal líder opositor, en la conjura, mientras que Maduro extendió la embestida calificando a toda la oposición de retrógrada y prometiendo “cueste lo que cueste acabar con el golpismo y la conspiración”.

En quince años de gobierno, el chavismo ha denunciado cerca de 80 planes conspirativos, en los cuales el magnicidio y el golpe de Estado se unen y confunden como si fueran una cinta de Moebius. Además de poner en escena redes geográficas cada vez más sofisticadas, las tramas conspirativas implementan una increíble diversidad de armamento: machetes, rifles de asalto, bazucas, rayos láser e inyecciones cancerígenas. Cualquier elaboración imaginaria de estas denuncias lleva a la siguiente conclusión: de no haber sido descubiertos estos complots, Chávez y Maduro habrían sido mandados al otro mundo por campesinos, terroristas octogenarios (léase Luis Posada Carriles), paramilitares malnutridos, ex presidentes de Colombia y Estados Unidos, actuando como autores intelectuales y brazos ejecutores de una ominosa alianza del imperio, la ultraderecha internacional y la oposición venezolana.

Aunque el gobierno venezolano padece una extrema adicción a las teorías conspirativas, estas hipótesis no se pueden descartar de buenas a primeras. Sin embargo, hay que anotar que en tres lustros el gobierno no ha proporcionado ni una vez las pruebas realmente “contundentes” que Maduro ofrece todos los días. Lo contrario es cierto: en diversos casos, como por ejemplo el asesinato del fiscal Danilo Anderson en 2004, se ha descubierto que el gobierno ha manipulado pruebas y fabricado falsos testigos, entre otras lindezas. Pese a que todo esto le resta credibilidad a su historia, esta vez no es muy distinta de aquellas ocasiones, salvo por pequeños detalles que pueden indicar cambios significativos en la naturaleza del gobierno y, en última instancia, del sistema político.

El cambio más importante es la revelación, hecha por Maduro, de que el golpe habría sido descubierto gracias a la delación de un “patriota cooperante”, figura usada desde hace un tiempo por el gobierno para ofrecerle rango y legitimidad a quien de otro modo sería un vulgar sapo, soplón o chivato. Lo interesante es que al usar “patriotas cooperantes” el gobierno está también legitimando la existencia, incluso la consumación, de un estado policial, algo más propio de un régimen de facto que de una democracia funcional, aunque también haya cada día más democracias policiales –pero ese es otro tema.

Algunas cosas cambian. Maduro ciertamente no es Chávez. Pero la revolución debe seguir, lo que en buena medida depende de las conspiraciones. ¿Por qué? La respuesta breve es obvia: porque es una narrativa que, a pesar de estar perdiendo adeptos, todavía funciona. Aunque la popularidad de Maduro está en un subsuelo histórico de 20%, por lo menos 40% de la población cree en alguna medida que en efecto se está preparando un golpe.

Pero hay una tercera respuesta más compleja y tal vez más certera. Las teorías conspirativas han funcionado históricamente para tender una cortina de humo sobre la realidad. Y en Venezuela la realidad está signada por dos hechos tan evidentes como irremediables: la muerte de Hugo Chávez y el colapso del modelo económico sobre el que se sustentó el chavismo a lo largo de 15 años.

La mayor prueba de que ambas cosas están unidas de un modo axiomático es el precio del dólar, el indicador más claro del abismo económico venezolano, al que ninguna medida del gobierno ha logrado frenar en su cabalgata desbocada. De hecho, el cinco de marzo, mientras el gobierno conmemoraba con ayes, lágrimas y cohetes el segundo aniversario de la muerte de Chávez, el dólar paralelo rompía todos los récords históricos ubicándose en 280 bolívares por dólar frente a los 230 del día anterior, lo que equivale a una erosión implícita en el valor del bolívar de más de 10% en 24 horas: el cielo es el límite.

El deterioro económico no solo se confirma en las colas metafísicas que los venezolanos deben padecer para adquirir casi cualquier alimento o medicina. Para saber qué carajo pasa en Venezuela, el economista Ángel Alayón propone un cálculo sencillo: dividir el sueldo de una persona en bolívares entre el valor del dólar paralelo.

De acuerdo a un reciente estudio publicado por la Universidad Católica Andrés Bello –Análisis de Condiciones de Vida de la Población Venezolana 2014–, hoy solo 24% de la población económicamente activa devenga salario mínimo. En los últimos dos años el número de pobres en Venezuela ha aumentado 33% como producto de la explosiva suma de la paralización del aparato productivo nacional, la excesiva dependencia del petróleo, el cáncer de la corrupción, la destrucción del aparato productivo nacional, los niveles surrealistas de contrabando, la incompetencia en todos los ámbitos del Estado, el endeudamiento suicida y la caída internacional de los precios del crudo. Nadie dude que los catecúmenos de Chávez volverán a la gran narrativa conspirativa para achacar estas cifras a “la guerra económica”, otro de sus metarrelatos. Quizás pronto veamos al presidente proclamar guerra a muerte contra los rostros presidenciales de George Washington, Abraham Lincoln, Thomas Jefferson, Ulises Grant y Benjamin Franklyn, impresos en los billetes del tesoro estadounidense, por su participación en el “golpe lento continuado”.

Cualquier simulacro que permita distraer a la opinión pública de lo verdaderamente vital es válido, sin importar cuán rocambolesco sea.

Los simulacros y teorías conspirativas también responden a otras presiones. Por ejemplo,  hacer creer a la comunidad internacional que la saludable democracia venezolana es mantenida en jaque por factores extremistas de la oposición, lo que busca asegurar la complacencia de esa misma comunidad ante los abusos de poder, el brutal ataque contra el derecho de asamblea, el casi total estrangulamiento de la libertad de expresión y de prensa, la criminalización de la protesta y la represión masiva –todos pecados del gobierno de Maduro que han sido exhaustivamente documentados. Una perfecta constatación es la risible declaración del secretario general de Unasur, Ernesto Samper, celebrando la separación de poderes en Venezuela. En su visita a Caracas la misión de Unasur, integrada también por los cancilleres Holguín de Colombia y Patiño de Ecuador, se reunió con los representantes de estos poderes y con un grupo de opositores, pero marginalizando a la Mesa de la Unidad Democrática, instancia de coordinación electoral opositora. Luego emitió declaraciones tranquilizadoras.  Pero no visitaron a Leopoldo López, Antonio Ledezma y otros presos políticos arbitrariamente detenidos y sin posibilidad de un juicio justo, incluyendo aquellos que se encuentran en celdas de tortura de los Servicios Bolivarianos de Inteligencia, SEBIN. ¿Por qué se omiten todos estos hechos y situaciones y se endosa la actuación antidemocrática del gobierno venezolano? Porque aunque el pretexto de la visita era propiciar el diálogo entre el gobierno y la oposición, para los cancilleres, todos clientes del gobierno venezolano, es preferible acomodarse a las exigencias de Maduro que confrontarlo.

Sin embargo, volviendo a lo central, como recuerda Alayón en un artículo reciente, la economía no soporta la ficción. Puede tolerarla por un rato, décadas incluso como en Cuba y la Unión Soviética, pero a la larga se exaspera. Sobre todo cuando le quieren imponer ficciones políticas como la de que el inveterado estatismo y el caudillismo autoritario de toda la vida son vías para construir el socialismo del siglo XXI.

Es evidente para cualquier persona sensata y honesta que los déficit económicos y políticos del país dañarán aun más el tejido social. Es difícil predecir de qué manera reaccionará la población venezolana, que hasta ahora ha manifestado una paciencia estoica. En el pasado esa paciencia ha tenido un límite que al cruzarse desemboca en la revuelta, la anarquía y la represión. El escéptico que aún no pierde la esperanza pregunta: ¿Descifrará la población que el experimento ejecutado por Chávez ha fracasado? ¿Logrará darse cuenta de que ha sido dejada en un callejón sin salida mientras el gobierno ya solo ejecuta una inmensa farsa de modo ritual, pues sabe para sus adentros que su principal propósito es conservar el poder? ¿Logrará la oposición crear un programa sensato y atractivo para quienes proyectaron sus ideales en Chávez? Alguien responde: ¿Cuál es el punto en el que un golpe más, una cola más, un plato vacío más, una mentira oficial más, un homicidio impune más, un estudiante asesinado más, una madre huérfana más, un disidente preso más se traducen dialécticamente en una acción rebelde y en la organización de un cambio?

Estas preguntas llevan a otro de los núcleos del problema. El chavismo ha degenerado de un proyecto de transformación política y social a un proyecto de poder. Es obvio que siendo así la prioridad de sus dirigentes sea encontrar las vías para perpetuarse y sobrevivir. Y ahí está el núcleo de su drama. Chávez, quien en virtud de su astucia política, su talante pregonero y su fuerte carisma mantenía al chavismo cohesionado, ya no está. Lo que está pasando en Venezuela es en buena medida la expresión de un hecho que solo se ha reconocido parcialmente: la revolución perdió a su amo y los chavistas perdieron al líder que alentaba sus sueños. No solo eso: el chavismo también perdió a su principal mediador con la oposición y el resto de la sociedad. Por lo tanto, el proyecto chavista ha entrado en una etapa de ocaso que en las actuales condiciones es imposible revertir.

En vista de todo esto, el gobierno optó por radicalizarse. Ya no solo quiere controlar los poderes públicos y los medios, sino también a la oposición. Pese a la aguda polarización política, había otras vías que era posible intentar, incluso después de las protestas de 2014. Pero todas implicaban compartir el poder en cierto grado. Y eso hasta ahora ha sido impensable e inadmisible, porque en la raíz de la práctica política chavista la preservación del poder es un principio inviolable. Su lógica es simple: el poder se captura, se consolida pero nunca se comparte.

La muerte de Chávez ha desnudado este principio. De ahí que, agobiados por problemas que los superan, Maduro y sus compañeros de trapacerías hayan implicado no solo a Ledezma, sino también a Capriles, Machado, Borges en la narrativa del golpe lento continuado. El propósito de esta estrategia es doble. En primer lugar, se trata de dividir a la oposición partidista aún más para evitar que vaya unida a las elecciones legislativas de este año y así mejorar la escasa probabilidad del oficialismo de mantener la mayoría de diputados en la Asamblea Nacional, de la que depende el control del resto de los pilares del Estado. En segundo lugar, si esto fracasara, forzar la teoría conspirativa más allá de los niveles de alucinación en que se encuentra para usar cualquier acción de protesta opositora como pretexto para activar el Estado de Emergencia, declararla enemiga interna e ilegalizarla, dando así el paso definitivo hacia un régimen plenamente dictatorial.

La muerte de Chávez señala un cambio cultural de enorme importancia. Por primera vez en quince años Venezuela puede pensar su futuro de nuevo. Por eso es un hecho que es imposible ignorar en el diseño de las estrategias opositoras. La oposición debe integrar actores sociales y políticos diferentes de su base de apoyo natural, como los sindicatos, los movimientos sociales populares y los sectores democráticos del chavismo, para activar una discusión social amplia sobre las salidas a la crisis. Esa discusión, ineludiblemente, debe estar inspirada en la diversidad de valores de estos grupos y no solo en los de la élite económica y profesional como ha sido hasta ahora. No hay ninguna garantía de que esto pase. Pero de hacerlo, sería el primer paso hacia la organización de un amplio movimiento social y de recreación institucional indispensable para recuperar la democracia cuando Venezuela emerja de la sombra de Hugo Chávez.

 

Bajada

El gobierno de Nicolás Maduro vive (y sobrevive) alimentado por sus teorías de conspiración