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A Kevin Spacey el engaño le sale natural. Por eso, sus personajes suelen ser malvados y manipuladores. Desde el inofensivo Verbal Kint en The Usual Suspects (1996) hasta el ambicioso profesor Micky Rosa en 21 (2008). No por nada, en 2015 aparece en la película Elvis & Nixon como Richard Nixon, al que Fry (de Futurama) llamó el presidente más corrupto de la historia de Estados Unidos. Pero si hay un personaje que resume la carrera de Spacey, ese es Frank Underwood, un cabildero demócrata que domina de forma silenciosa –pero contundente– la escena política de Washington.

Underwood es el protagonista de House of Cards, remake de la serie homónima inglesa que acaba de estrenar su tercera temporada. House of Cards es el éxito audiovisual con el que Netflix ha golpeado la mesa del negocio de la televisión: De pronto, el streaming –que es lo mismo que decir “el futuro”– se nos vino encima, y sin publicidad. Y si hay algo que hace exitosa a la serie, es la honestidad brutal con la que nos muestra los entretelones de la política: El sucio mundo que siempre supimos que existe. Porque si hay una forma de ser honesto, es mostrar las mentiras. Frank Underwood es –al principio– el líder de la mayoría demócrata en la cámara de representantes de Estados Unidos. No es gratuito: Es un hombre que sabe cambiar la historia, o mantenerla tal como está. Y no va a parar hasta llegar a ser presidente de los Estados Unidos (aunque para ello tenga que saltarse las elecciones). Elocuente y peligroso, es el sujeto del que nadie quiere ser enemigo. A Martin Spinella, profesor sindicalista, le asusta tener que debatir con él en televisión una propuesta de Ley de Educación. El congresista es un manipulador profesional (¿qué más puede ser un cabildero?).

Pero si Underwood es peligroso por algo, es por su buena onda. Es evidente cada vez que rompe la cuarta pared para hablarnos a nosotros, los espectadores. “Estrecha la mano con la derecha, pero en la izquierda ten siempre una piedra”, nos dice alguna vez. Esas interrupciones, esos pequeños consejos sobre política, nos meten en un estado de complicidad. Queremos verlo destrozar a todos. Queremos que nuestro amigo tenga lo que quiere. Porque la hipocresía cae bien cuando es fina. Aunque Underwood sea el eje de la historia –y de nuestra simpatía–, toda serie es coral. El elenco de House of Cards muestra la fauna completa de la política. Pero hay algo en la forma en que se construyen las relaciones: Todos se acuestan con alguien a cambio de algo. Desde Zoe Barnes, la periodista ambiciosa que consigue las historias más calientes –no en el sentido sexual– a punta de artes amatorias –sí, en el sentido sexual–; pasando por Remy Danton, el cabildero empresarial que alguna vez escogió “el dinero en lugar del poder”, y que seduce a la congresista que sucede a Frank Underwood para lograr beneficios para su empresa; hasta Peter Russo, el político joven que debe lidiar con los escándalos de su pasado –incluyendo una especie de secuestro a una prostituta peligrosa para su imagen– para competir por el cargo de gobernador.

Como decía el Joker de Heath Ledger, todos conspiran. Pero todos conspiran en la cama. Es una lección brutal que nos deja la serie –por supuesto, en un momento en que Frank Underwood rompe la cuarta pared–: “Todo en la vida se trata de sexo, excepto el sexo. El sexo es sobre el poder”. Ese nivel de conciencia solo lo pueden tener dos tipos de personas: los maestros zen o los hipócritas. Y Underwood no es un maestro zen: “El camino hacia el poder está pavimentado de hipocresía y pruebas de fortaleza”, dice en otro de sus momentos. Él tiene claro que para quienes escalan a la cima de la cadena alimenticia, solo hay una regla: “Cazar o ser cazado”. Y lo tiene claro su esposa, Claire, una mujer que ama tanto el poder que permite las infidelidades de su marido, “si eso nos acerca a nuestro objetivo”. Pero ni esas fieras hambrientas de poder se escapan de sus sentimientos. Claire entra en crisis cuando cree que se ha convertido solo en una pieza –y no la compañera– en el ajedrez de Frank, y Frank vive su propia crisis cuando se entera de que está a punto de condecorar al militar que alguna vez violó a su esposa: Todo le empieza a salir mal, toma decisiones estúpidas, y sus planes de llegar a la presidencia empiezan a temblar.

Es como si House of Cards nos gritara a la cara que la vida se trata de las pulsiones. La serie es una especie de Game of Thrones de la actualidad, que nos dice que todo lo que hacemos lo hacemos por sexo y poder. Porque la política del siglo XXI no puede ser otra cosa que un juego de medievales sofisticados. Tal vez fue Kevin Spacey el que convenció a Eva de morder la manzana.

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Una reseña sobre House of Cards