En julio de 2014, la FIFA envió una amonestación escrita a Sergio Romero. El arquero argentino acababa de convertirse en el héroe de su selección: Le había tapado un rito a Ron Vlaar y otro a Wesley Sneijder en la definición por penales en las semifinales de Brasil 2014. Ese día, Romero se sacó la camiseta para mostrar un mensaje que decía: “Eli, Jaz y Chloe: Las amo”. El mensaje, inocente, contravenía el reglamento FIFA, que dice que “ni jugadores ni cuerpo técnico pueden llevar mensajes políticos, religiosos, comerciales ni personales en cualquier lenguaje o forma en sus indumentarias”. Ese artículo está en el apartado de Seguridad en los estadios, e intenta evitar que los futbolistas en la cancha ofendan a los asistentes. Pero ese intento de la FIFA de ser políticamente correcta –o que los jugadores los sean– se vuelve incomprensible cuando se trata de un mensaje tan inocente como el que Romero le dedicaba a su esposa y a sus hijas. Es una medida que quiere proteger susceptibilidades (la camiseta de Romero pudo haber dicho cualquier cosa), pero para hacerlo, se vuelve represiva.
Ese artículo sería útil –por ejemplo– en un partido entre selecciones como Israel e Irán, enemigos políticos irreconciliables. Pero es inexplicable en otras situaciones, como cuando a la selección femenina de Irán le impidieron jugar un partido contra Jordania porque sus futbolistas llevaban un pañuelo que les cubría la cabeza. El partido era importante: era parte de la clasificación a los Juegos Olímpicos de Londres 2012, y esa indumentaria era la forma que había encontrado la Federación de Fútbol de Irán para respetar las leyes de su pueblo: El Islam exige que las mujeres escondan siempre su pelo. Pero la FIFA consideró que esa expresión cultural también era inaceptable.
En la década de los ochenta, Sócrates Brasileiro Sampaio, una de las estrellas del Brasil de Telé Santana, lideró la “Democracia Corinthiana”. En plena dictadura brasileña, el Dr. Socrates hacía declaraciones a favor de las Diretas já (“elecciones directas ya”) e influyó para que su equipo, el Corinthians, tuviera una estructura democrática, donde el voto del presidente del club valía lo mismo que el de los futbolistas y los utileros. Era como darle aliento a los torcedores –los hinchas brasileños–, era la contribución revolucionaria de este equipo a la situación política de su país. Pero tiempo después, la FIFA se encargó de crear reglamentos que regularan esas expresiones. Poco a poco, los futbolistas han ido perdiendo libertad para expresarse. Se han convertido en piezas que mueven una máquina; en personas que no se alargan en declaraciones, que cuidan demasiado lo que dicen en público, y que al final de los partidos repiten casi como robots respuestas ensayadas, porque no quieren meterse en problemas. Casi no tiene sentido que un periodista haga preguntas cuando acaba el partido.
A mediados de la década pasada, la FIFA prohibió que los jugadores se sacaran la camiseta al celebrar un gol. Hasta hoy, se castiga con tarjeta amarilla. La razón era comercial: Había futbolistas que llevaban debajo camisetas que promocionaban marcas distintas a las que habían pautado en los partidos. Al mismo tiempo, mientras las cámaras los siguen, al sacarse la camiseta, están escondiendo la marca de su patrocinador. Pero la necesidad de expresión es tan fuerte, que hay momentos que ameritan ganarse la amarilla. Cuando Andrés Iniesta marcó el único gol en la final del Mundial Sudáfrica 2010, se quitó la camiseta de España para mostrar un mensaje en homenaje a Dani Jarque, un futbolista español que había muerto pocos meses antes. Porque siempre hay una forma de burlar la represión.
Ni siquiera los mensajes sobre temas humanitarios están permitidos. En julio de 2014, la FIFA impidió que los jugadores del Raja Athletic de Casablanca jugaran un partido amistoso con una camiseta que llevaba el mensaje “Todos con Gaza”. Tal fue la presión, que al hijo de un directivo del Raja Athletic le impidieron entrar a las gradas con esa camiseta. Tres meses después, en octubre de 2014, John Kamara, jugador del Lamia de la segunda división griega, estuvo varias fechas sin jugar y luego fue sancionado por un mensaje que mostró. Había ido a jugar un partido con su selección, Sierra Leona, contra Camerún. Cuando volvió, no le permitieron entrar a los entrenamientos: El club le había enviado un email que le pedía que se quedara en África entre quince y veinte días. Los directivos tenían miedo de que Kamara estuviera contagiado con Ébola. El jugador, que estaba dispuesto a someterse a cualquier examen médico, “siempre que se me respete”, se sacó la camiseta cuando volvió a jugar, y mostró la leyenda: “Somos africanos, no somos un virus”. Fue sancionado por la Federación de Grecia.
“La pelota no se mancha” debe ser la frase más lúcida que haya dicho Diego Maradona en su carrera. Lo que decía el Diego era que no importa lo que pase, ni lo que se diga: El fútbol seguirá siendo fútbol. Y lo seguía siendo cuando Socrates o Cruyff daban declaraciones políticas –ejerciendo su derecho a la libertad de expresión–. Pero la FIFA impide que los jugadores se saquen la camiseta para gritarle al mundo lo que necesitan decir, porque al fin y al cabo, para los amigos de Zurich esto es un negocio. Las aspiraciones comerciales están por encima de todo lo demás, como cuando Brasil tuvo que levantar su ley antialcohol en los estadios para poder ser sede del mundial porque “en esto no estamos dispuestos a negociar”, como dijo Jerome Valcke, Secretario General del organismo rector del fútbol. La pelota no se mancha, pero la FIFA sí.
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Actualización: Se corrigió un error en el texto original. Cuando Johan Cruyff decidió no viajar con la selección de Holanda a la Copa del Mundo Argentina 1978, no fue por una postura antidictadura. Unos meses antes del mundial, había sufrido un intento de secuestro junto a su familia. Fue un episodio tan traumático, que perdió las ganas de jugar el mundial, donde Holanda perdió –por segunda vez consecutiva– la final.
¿Por qué un futbolista no puede decirle al mundo lo que piensa?