A los 41 años, Beatriz* volvió al colegio. Cuatro días a la semana, asiste a una secundaria fiscal de un cantón de la provincia del Guayas en el horario vespertino. Pero ella no va para lograr un título: Su tarea es evitar que su hija Daniela* sea golpeada y violada en la institución. Esas fueron las amenazas que le hicieron algunos de sus compañeros, porque no se quiso unir a una pandilla. Beatriz no es la única madre que va con regularidad a ese centro educativo. La presencia de bandas juveniles y la venta de droga en los colegios de Ecuador se han vuelto tan fuertes que las acciones disciplinarias de los profesores no alcanzan para controlarlos. Y en el último año, la Policía solo estuvo una vez en el plantel, donde han ocurrido varios incidentes relacionados con la violencia y las drogas. Por eso, seis madres se han organizado como un grupo de apoyo en el colegio. Son conocidas como las vigilantes.

Al principio, Beatriz acudía solamente para resguardar a Daniela. Un grupo de compañeros de aula le habían obligado a tatuarse el símbolo de la pandilla en su mano derecha. “Hay pandillas, alcoholismo, vagancia, altanería. Todo lo malo se les ha pegado a los jóvenes como sarna de la brava. Los profesores no se dan abasto”, dice Beatriz. El único día de la semana que Beatriz no va al colegio es el martes. Ese día se dedica a la limpieza en una casa “de pelucones”. Pero hay otras madres presentes cuando ella no está. Recorren aulas, baños, canchas y recovecos de la institución. Afuera del colegio, hay un letrero gubernamental que anuncia que pronto será un nuevo plantel del milenio. Pero mientras el colegio espera que le llegue la revolución en la educación, tiene que tragarse una realidad de drogas, violencia y abandono, que sobrepasa a los maestros y autoridades del plantel.

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En 2008, la Policía Nacional registró más de setecientas pandillas en Ecuador. Unos diez mil miembros eran jóvenes en edad colegial, y más de la mitad vivía en Guayas. En 2012, un estudio del Consejo Nacional de Control de Sustancias Estupefacientes y Psicotrópicas (Consep), reveló que cerca del 9% de los menores de entre 12 y 17 años consumen drogas. Entre los lugares más frecuentes para conseguirlas están el colegio (7%) o los alrededores del colegio (16%). Y hay drogas que se venden a menos de dos dólares por dosis. A medida que las cifras aumentaban, las vigilantes empezaron a aparecer.

Víctor*, profesor de Arte y Humanidades, exalta la labor y el compromiso de las vigilantes, que choca de frente con una mayoría de “madres alcahuetas”, como él las llama. Víctor tiene un par de demandas por injurias calumniosas: A dos madres de familia no les gustó que les advirtiera que sus hijos estaban en drogas. Por eso, ahora piensa mucho antes de informar a un padre o representante que un alumno consume o trafica. Tiene miedo. Siente que no quieren darse cuenta de que la droga no está solamente fuera del colegio sino en el patio, en las aulas, o en los bolsillos de los adolescentes.

Desde 2012, la droga que está de moda entre los estudiantes ecuatorianos es la “H”, que ingresa al país procedente de Colombia y México. Entre sus componentes se encuentran químicos para pintura, sedante veterinario y un medicamento que controla el ritmo cardíaco. Julián* cumplió en febrero de 2015 catorce meses de abstinencia. El joven –hoy de 16 años– cayó dos veces en la adicción a la “H”. “La primera vez te regalan (la droga). Después tienes que comprarla. Le coges el gusto y lo haces porque está de moda”, dice Julián. Pero también explica que llegó a comprar porque temía que los dealers le dieran una paliza si se negaba.

La madre de Julián, Norma*, cuenta que su hijo adelgazó dramáticamente, dejó de ser un buen estudiante, tenía ataques de ira incontrolables, y con frecuencia desaparecía de la casa. Norma, de 46 años, dejó de trabajar y cambió su rutina para vigilar a su hijo y evitar una recaída. Todos los días almuerza temprano para acompañar a Julián a sus clases, que empiezan a la una de la tarde. “Aquí adentro lo veo”, dice Norma. Ella da vueltas por el curso, los pasillos y controla a su hijo en el patio. “De lo contrario, lo pierdo”, dice. Según ella, su hijo tiene todo en contra: El expendio de la droga es libre, se produce a diario y el traficante que inició a su hijo en la adicción llega cada viernes al colegio a la hora de salida. Norma no quiere denunciar a nadie porque tiene miedo. Lo único que puede hacer es ir todos los días a vigilar que Julián no compre drogas.

Cuando el tráfico de drogas se convirtió en un problema para los colegios, la Policía empezó un programa de requisas. La primera fue el colegio Aguirre Abad de Guayaquil. Pero en el colegio donde estudian Daniela y Julián, la Policía solo realizó una requisa en el año lectivo 2014-2015. Ese día descubrió a varios alumnos en posesión de estupefacientes. La sanción para consumidores o vendedores es lo que el Ministerio de Educación llama “educación asistida”. Es decir que son separados del colegio, pero continúan sus estudios desde sus casas. Sus padres o representantes son los que van al colegio para entregar las tareas a los profesores. Sin embargo, los expendedores no abandonan el negocio. Libres de la atadura de tener que uniformarse y asistir a clases, visitan el colegio con frecuencia. Suelen estar ahí al inicio y al final de la jornada para traficar.

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Un viernes a las seis de la tarde –hora de salida–, dos alumnos empezaron a darse empujones mientras se insultaban, afuera de la institución. En medio del altercado, un tercer estudiante gritó “Vayan atrás. Peleen de verdad”. Unos cien estudiantes se trasladaron a un sitio cercano y formaron un círculo humano, como si fuera un ring. Mientras los dos alumnos se daban de golpes, varios estudiantes y vendedores ambulantes de refrescos y helados aprovecharon la oportunidad para aumentar las ventas. “¡A dólar, a dólar!”, ofrecía un dealer los sobres de droga. La esporádica presencia policial en los alrededores favorece al negocio.

La creación y operación de grupos de vigilantes no está en la Ley de Educación, pero la iniciativa se ha regado por varios planteles. En todos los casos, los padres de familia cuentan con el apoyo de los directivos. Son como aliados estratégicos. En algunos colegios de Guayaquil, las vigilantes están tan organizadas que llevan uniforme: un chaleco azul con letras bordadas en la espalda. Además, mantienen comunicación con la Policía, y en algunos casos, hasta usan cámaras de seguridad. Para comprarlas, juntaron dinero en bingos y bailes.

El grupo de vigilantes al que pertenecen Beatriz y Norma trata de optimizar su labor: Se dividen para patrullar el colegio y servir de asistentes a los profesores, que muchas veces no logran controlar la disciplina de sus alumnos. Cuando las vigilantes tienen un rato libre, aprovechan para comentar las telenovelas que siguen, ensayar un punto de tejido y conversar. Todas tienen las esperanzas de ver a sus hijos como bachilleres. Con el sonido del timbre, Beatriz respira hondo y señala que “ya nos faltan” dos años para terminar la secundaria. “Al menos ese título le podré dar”, dice. A la universidad no va a poder acompañar a Daniela. Mientras la delincuencia crece en los colegios, las vigilantes –estas señoras que se ven inofensivas mientras tejen y hablan de telenovelas– se las ingenian para mantener a sus hijos alejados de las pandillas y las drogas. Su única herramienta es su instinto materno.

*Nombres protegidos