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No es  raro que el cineasta estadounidense Richard Linklater, director de Boyhood, haya dicho en una entrevista que el proceso de creación de ese filme llegó a parecerse más a escribir una novela que a rodar una película convencional. Es que Boyhood no lo es. El personaje principal en la literatura moderna –especialmente en la narrativa– es el tiempo: Marcel Proust lo eterniza, William Faulkner lo dilata, Franz Kafka lo paraliza y James Joyce lo expande hasta el extremo de narrar los acontecimientos de un solo día en más de 800 páginas. Linklater cuenta que él -en cambio- busca reflejar el paso del tiempo de una forma fidedigna, y por eso esta película no es una pieza fija, no es como una escultura que permanece estática a través de los siglos. Al contrario, la dota de elementos literarios que la vuelven mutable. Boyhood –que se rodó con financiamiento propio, en 39 días, distribuidos en 12 años– le hace guiños a cierta tradición de la literatura sureña de los Estados Unidos, caracterizada por un sello local profundo, pero alejada del costumbrismo narrativo.

En esta película –nominada a seis premios Óscar– el tiempo adquiere su propio cuerpo, literal y metafóricamente. Literal, porque está en las arrugas de los padres (interpretados por Ethan Hawke y Patricia Arquette) del pequeño-no-tan pequeño-adolescente-joven con acné-universitario Mason (Ellar Coltrane), y de Samantha (Lorelei Linklater, hija del director). Metafórico, porque retrata de manera honesta este nuevo siglo que es esencialmente emocional antes que intelectual. Por eso el trabajo de Linklater es una obra que tiene relevancia social, pues constituye una pieza única del arte contemporáneo que no está -del todo- vaciada de significados. Es concreta y real.

Boyhood es la mejor radiografía de cómo funcionan los tiempos modernos: generaciones fugaces que duran entre uno y dos años, relaciones que le apuestan más a la individualidad, enamoramientos continuos y plurales, mayor empoderamiento femenino, crisis espirituales permanentes, música pop como la banda sonora oficial del siglo XXI, carreteras como vías de escape. Sin embargo, en esta película se muestran algunas resistencias a la vida moderna, como la gente católica fundamentalista que vive de actividades campestres. Además, el filme es la constatación de que estamos ante una nueva e inclemente época: en algún momento nos va a pasar factura a todos, solo hay que saber negociar con ella.

Si bien a Boyhood se la ha querido comparar con los trabajos de  François Truffaut o de Michael Apted, este proyecto camina por un lado que no es fragmentario. Desde el inicio, su intención fue mostrar en una sola pieza audiovisual la evolución de la vida de sus personajes principales y, paralelamente, exponer un punto de vista testimonial de un siglo naciente, pero que no deja de transformarse día a día. 

Pero si se quisiera establecer un paralelo entre la obra de Linklater con otra, la que mejor empataría es Private Universe, de la cineasta checa Helena Trestíková. A pesar de que el filme de Trestíková es un documental que consistió en 37 años de observación a una familia (desde el nacimiento de Honza, el primer hijo de su amiga Jana) y que está ubicado en otro contexto sociodemográfico, Boyhood guarda la misma fidelidad por capturar el tiempo de una manera cotidiana, pero sin desprenderse de los marcos sociales en los que se desarrollan las vidas de sus personajes. Este es su mayor logro, junto a las actuaciones de todo su reparto, sobre todo la de Patricia Arquette.

Las historias universales se pueden contar a través de un personaje, solo si es que estas manejan bien al “único sujeto” que supera al ser humano: el tiempo, y en Boyhood se lo manipula adecuadamente porque su director lo entiende como algo relativo. En sí, es una película que funciona como un testimonio de la breve historia que estamos viviendo. Quizás, en doce años más, Boyhood será un relato distante de un época que fue un poco mejor.

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Sobre Boyhood, de Richard Linklater