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En noviembre de 2013, el semanario satírico francés de extrema derecha Minute le dedicó una portada a la ministra de Justicia de Francia. “Maliciosa como un simio, Taubira reencuentra la banana”, era el titular. La última frase (retrouve la banane) es una expresión francesa que quiere decir algo así como “volver a reír”. El origen africano de Christiane Taubira –nacida en el territorio de ultramar de la Guayana Francesa– fue el origen del doble sentido para la broma racista del semanario, ligado al partido Front National de los Le Pen. El ataque no solo se dirigía a su ascendencia, sino también a que la Ministra es promotora de reformas progresistas en materia penal y derechos de minorías que van en contra del extremo conservadurismo del Front, vencedor en Francia en las últimas elecciones europeas gracias a un renovado sentimiento nacionalista. Por esta broma, el semanario fue multado con diez mil euros, y una de las candidatas del Front, Anne-Sophie Leclére, fue condenada a pagar cincuenta mil euros, nueve meses de prisión, y la suspensión de su candidatura a elecciones municipales. Leclére había publicado en redes sociales que prefería ver a la Ministra subida en un árbol y no parapetada en el gobierno. Leclére empezó su apelación en enero de 2015.

A inicios de 2015, dos fundamentalistas islámicos asesinaron a once empleados de otro semanario, Charlie Hebdo, por las sátiras continuas que hacía la publicación contra el Islam. Tanto Minute como Charlie Hebdo se burlaban de temas sobre minorías, ya sea por raza o religión. Pero mientras los editores de Minute recibieron una multa, los de Charlie Hebdo recibían resguardo policial, que de poco les sirvió ante los ataques de los fundamentalistas. La discusión sobre la diferencia de criterios se ha reavivado desde el arresto de un estudiante de Nantes, por el cargo de “apología del terrorismo”. Su delito fue parodiar una de las portadas de Charlie Hebdo, que mostraba a un musulmán intentando inútilmente defenderse de las balas con un ejemplar de El Corán. La imagen se refería a las matanzas de la revolución egipcia de 2011. La parodia del chico de Nantes mostraba al editor de Charlie Hebdo con la misma pose del hombre musulmán, intentando también inútilmente defenderse de las balas con un ejemplar del semanario y el mismo lema que había usado Charlie: “esta mierda no detiene las balas”. El joven autor fue apresado, pero Charlie Hebdo nunca fue multado. Los argumentos del Estado francés son muy simples: La “apología del terrorismo” es uno de los límites de la libertad de expresión. La blasfemia, no. Esto es perfectamente admisible en un Estado laico como el francés, pero no considera los derechos de las minorías, y lleva a límites extremos la libertad de expresión en una situación social repleta de diferencias simbólicas y desigualdades materiales.

El estado de cosas

Leí la noticia sobre Taubira y Minute en un metro de París que me llevaba de mi casa en las afueras de la ciudad, hacia el sexto distrito. Hacía a diario el mismo recorrido desde un suburbio empobrecido, repleto de migrantes africanos y magrebíes hasta el hermoso barrio de la Universidad, cerca del mítico Montparnasse. En el viaje inverso, poco a poco los ciudadanos iban descendiendo a medida que salíamos de la ciudad y ya en las afueras sólo quedábamos los negros, los árabes, los migrantes, los estudiantes, los extranjeros, los pobres. En un mundo así, el metro es una especie de síntoma social, y un reflejo de la historia colonial francesa.

A partir de la liberación de las colonias francesas en Asia, África y los países del Magreb, la única forma de aliviar los años de ocupación y pobreza fue migrar a la metrópoli colonial. Eran los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los conocidos como la “Edad de Oro del Capitalismo” del siglo XX. En esa época, los países del capitalismo central, EEUU y Europa occidental, tenían altas tasas de crecimiento anuales de entre 4 y 5%. En Francia, ese periodo es conocido como los “treinta gloriosos” y aún hoy se discute dónde quedaron. En el marco del Plan Marshall, la reconstrucción europea después de la guerra, la política de contención del comunismo, la construcción de un mercado europeo común, Francia tuvo tasas de crecimiento de hasta 6%, una de las más altas de entre las potencias mundiales. Pero ahora, el país ha pasado a la larga y horrible resaca después de haber vivido una hermosa fiesta.

En los años posteriores, Francia vio el desmantelamiento de su sector industrial; el fin de su legendario pacto entre capitalistas y trabajadores; un viraje hacia la flexibilización laboral; la disminución paulatina del Estado de bienestar, y el déficit comercial permanente desde el ingreso a la zona Euro. Ahora su economía depende en un 70% de servicios, lo que ha provocado una alta población urbana y un aumento de la concentración de la riqueza. El 70% del PIB del país se produce en el gran París, donde vive cerca del 25% de la población.

En Francia, uno de cada cuatro nacimientos se da en una familia de ascendencia migrante, familias que además se ubican en los quintiles más bajos de ingresos. En este estado de cosas, con una economía que vive de los servicios, los hijos de migrantes no tienen acceso a la mejor educación o tienen la obligación de trabajar en empleos mal remunerados desde temprano. En este país de inmigrantes segregados y desclasados, concentrados en París, la ciudad se convierte en un hervidero, en una bomba que ya ha estallado algunas veces. Basta recordar los disturbios de los años 2005 y 2007 con varios muertos, miles de autos incendiados y confrontaciones continuos entre jóvenes depauperados y la policía. O los enfrentamientos ultra violentos al frente de la Sinagoga sefardí de París, en el verano de 2014, entre manifestantes pro palestinos y pro israelíes.

París es una confluencia de culturas segregadas, en donde hay una escala similar a la de las castas en nuestra colonia. Ser negro es ser menos de la mitad de un francés blanco y mejor que ser romaní. En París, la sociedad está fragmentada hasta la médula. En este estado de cosas, es comprensible que ganara las elecciones europeas un partido ultraconservador, donde alguien con apellido Léclere ofrece bananos a alguien de apellido Taubira (lo poco que la Francia metropolitana le compra a Guayana, uno de sus territorios de ultramar). Cuando leí la noticia en un otoño frío, por supuesto que me sentí tocado, ese plátano también podía ser para mí, sin que yo “recuperara la risa”.

La radicalidad: libertad de expresión y los otros fundamentalismos

En La Sonrisa del Jaguar, el escritor británico de origen hindú, Salman Rushdie, narra su visita a la Nicaragua sandinista. En uno de sus encuentros con el poeta Ernesto Cardenal, Rushdie le preguntó qué pasaba con la suspensión de la libertad en ese país. El poeta le contestó que en situaciones en las que se juega el poder y la continuidad misma de la revolución, en un país en el que había que desmantelar la estructura somocista, la libertad de expresión no era más que algo cosmético. Rushdie, más inglés que los ingleses, se alarmó notablemente. No podía ser que se suspenda un derecho esencial, sin importar las circunstancias. Cuando Rushdie publicó su libro Los versos satánicos, en 1988, el Ayatolá Khomeini, líder espiritual de Irán, lo condenó a muerte, bajo cargos de blasfemia, un extremismo insostenible contra la libertad que el inglés creía imprescindible.

La respuesta de Cardenal invierte la visión de Rushdie, impone una relación con el contexto y una axiología –es decir, una ponderación entre valores morales–, pues unos se entienden como más importantes que otros. Para Cardenal, en tales circunstancias, el cambio material de la gente pobre y el fin del somocismo eran más importantes que la libertad de expresión.

Esta axiología de lo material sobre lo simbólico se contrapone también a una visión de los derechos humanos esencialistas, en la que la libertad –la de expresión es una de sus manifestaciones– es más importante que cualquier otra cosa. Y eso implica una “libertad de expresión radical”, entendida como la posibilidad de manifestar nuestras ideas sin ningún tipo de censura previa, pero con responsabilidades ulteriores. Esta contradicción debe ser resuelta con una axiología. Cardenal lo hizo, igual que el estado Francés cuando elige no castigar a la blasfemia pero sí a la apología del terrorismo por dos bromas que son, en realidad, la misma. Sin esa ponderación, el derecho pierde su capacidad instrumental y se convierte en mera intención inaplicable. Por ejemplo, si la tolerancia radical al otro y su capacidad de expresarse, tienen el mismo valor que el respeto radical a las creencias ajenas y a la honra, en algún momento se enfrentarán y terminarán por anularse. Y lo más probable es que sea con violencia. La radicalidad implica que no se pueda sopesar uno sobre otro. Estas inconsistencias lógicas pueden desembocar en casos como el de Charlie Hebdo.

Digamos que aceptamos las caricaturas de Charlie, porque no nos tocan (a quienes no somos musulmanes), pero probablemente nos ofenderemos si vemos a Jesús siendo penetrado por San Pedro, o si vemos una esvástica como símbolo de una superioridad que no es la nuestra, o si nos representan a todos los del sur de la frontera estadounidense con sombreros mexicanos.

El Estado francés ha hecho una axiología y prefiere tolerar la blasfemia y no lo que ellos llaman “apología del terrorismo”. Lo primero ataca apenas a las minorías, lo otro, socaba todo el sistema. Claro, esta axiología que en apariencia defiende la inclusión (porque todos podemos decirlo todo), esconde una segregación mucho más marcada, que sacrifica a las minorías a cambio de una libertad que es vital para la identidad de sus mayorías.

¿El silencio?

Leí la noticia de la masacre de Charlie Hebdo ya en Quito, y no pude dejar de sentir que sucedía cerca de mi casa, como el tiroteo del 30S. A fin de cuentas, en ambos lugares he hecho parte de mi vida. Pero no pude decir Je suis Charlie.

No me siento Charlie porque en cinco años apenas los he hojeado. Sus dibujos me parecen grotescos y entiendo cómo otros pueden sentirse ofendidos por ataques que no están dirigidos a nosotros (como el caso de la banana o –peor aún– de las masacres, ya sea la de Egipto o la que ocurrió en las oficinas de Charlie Hebdo). No me siento Charlie, porque entiendo que el hecho religioso es más que el usufructo que las iglesias y los estados religiosos hacen de él, que es lo que pretende denunciar el semanario. Pero más que nada, no me siento Charlie porque –en el contexto social francés– esos dibujos suenan más a insulto y a ánimo pedagógico que a otra cosa. Son mucho más moralistas que argumentales. Son más la exaltación unívoca de su cosmovisión que un intento de cambiar el mundo.

Es necesario preguntarse no sólo el límite de lo que se puede decir, sino también su utilidad y función social. En medio de la matanza en Egipto, qué pretendía Charlie Hebdo con una sátira como la del Corán que no puede detener las balas. ¿Se burlaba de la masacre? ¿Podemos burlarnos de la masacre que ellos sufrieron en el atentado? Debe haber una responsabilidad sobre lo dicho que va más allá de las posibles consecuencias legales: Ver su función en cada contexto, en cada Estado de cosas, no solo decirlo por nuestro “derecho radical” a hacerlo. Sí, puede que haya perdido el sentido del humor, pero la muerte así no me hace reír.

En el estado de cosas francés, ¿qué pretendían los editores de Charlie Hebdo? Quizá valga preguntarse cuál es el verdadero poder de la palabra en la sociedad actual. La libertad de expresión ha sido casi reducida a la capacidad de decir lo que se quiera como fin en sí mismo. Una libertad así parece más bien una dádiva del poder, la ilusión de crearnos libertad inocua, sin que nuestras palabras tengan consecuencia alguna. Claro, no implica callar, ¿pero tendré que decir todo lo que quiero? ¿Cuál es la función de lo dicho, de las burlas? ¿Es éste un juego individual?

El historiador marxista Eric Hobsbawm, fallecido en 2012, decía que él no había atacado al estalinismo, no por anuencia, sino porque pensaba que callar era un deber más importante en ese estado de cosas. Hablar de esos horrores no servía al pueblo ruso, sino a las potencias occidentales. Quizá el semanario de izquierda podía haberse preguntado lo mismo. En una Francia como la actual, ¿qué hago burlándome de todo? ¿Quién capitaliza eso? ¿Los Le Pen? ¿Los autores de la estúpida broma a Taubira?

El escritor ecuatoriano Jorge Enrique Adoum decía que solo un fascista no puede entender que un libro no hace la diferencia, y por eso lo condena y lo prohíbe y persigue a quienes lo escriben. Así visto, la libertad de expresión sirve más como carnada para saber quiénes son los miserables que para tener un efecto real en la sociedad.

La libertad de expresión no puede ser radical, precisamente porque esto la anularía. No puede ser un fin en sí mismo. Debe ser defendida, porque no poseerla es un peligro aún mayor, pero debemos aprender a callar cuando es necesario, no sólo a hablar porque es nuestro derecho. 

Bajada

¿Una apología del silencio?