La numerología del fútbol le ha otorgado al diez un poder especial; no en vano fue el número de Pelé y Diego Maradona. A diferencia de otros dorsales como el cinco o el nueve, asociados a posiciones muy claras y marcadas en sus funciones dentro de la cancha –volante de corte y centro delantero clavado en el área respectivamente– el diez tiene más que ver con la actitud del jugador. Es la camiseta reservada para “el diferente” del equipo, para el que juega y hace jugar. Ronaldinho, alero por excelencia, era tan diez como Zinedine Zidane, el enganche más fino de su generación. Estos dos genios son la clave para entender por qué han existido los jugadores como Riquelme. Tiene que ver con la evolución del “metajuego” futbolístico: con las estrategias dominantes en determinados momentos. A finales de los noventas y comienzos de este milenio, era tener un volante ofensivo con pausa, gravitando detrás de los delanteros, dedicado a leer el partido y explotar los tiempos era la mejor estrategia, considerando las cualidades de los mejores jugadores en ese momento.
Zinedine Zidane llevó a su país a humillar a Brasil en la final del Mundial de 1998 y condujo al Real Madrid a su novena Copa de Europa ejerciendo ese rol. Brasil conquistó el mundial de 2002 con Ronaldinho de enganche, de media punta, formando un triángulo invertido de cara al arco rival junto a Ronaldo y Rivaldo. Ejercía de Zidane. Ese fue el comienzo del fin del diez como lo conocíamos. Cuando el risueño Gaúcho fichó por el FC Barcelona en 2003, su posición cambió desde la medular hacia la banda. Aprovechando su velocidad y regate –que lo hacían un arma letal cuando arrancaba en diagonal de cara al arco– Frank Rijkaard planteó un tridente ofensivo con Dinho por izquierda, Samuel Eto’o en punta y Ludovic Giuly por derecha. Eventualmente apareció Lionel Messi y banqueó al francés Giuly. Así nació el sistema predominante de hoy y que Pep Guardiola llevaría al mito futbolístico con “el Barça de las seis copas”, piedra angular de la España campeona en Sudáfrica 2010.
Los tiempistas como Román ya no son necesarios en el contexto actual (al menos en la élite). Los delanteros más goleadores del mundo ya no juegan olfateando el arco, sino pegados a la banda o en la periferia del área como Messi y Cristiano Ronaldo. El mejor lugar para un mediocampista creativo está más atrás en la cancha, con mayor responsabilidad en la recuperación como Andrés Iniesta o Paul Pogba. El nuevo diez, “el diferente” que los mejores equipos de la actualidad necesitan, corre mucho más y juega en cualquier lado menos donde Riquelme era más útil.
Román fue un genio que no pudo explotar en la élite en parte porque no quiso –su ego y su actitud siempre fueron un obstáculo– y en parte porque no pudo: cambiaron los tiempos a su alrededor. Riquelme es de otra era. Más romántica, menos perfecta, más emocional. El argentino fue posiblemente el último conductor de un equipo sudamericano capaz de plantarle cara a la élite europea como en otro tiempo hicieron el Peñarol de Alberto Spencer o el Santos de Pelé: el Boca Juniors de principios de milenio bajo el mando de Carlos Bianchi. Es muy probable que no volvamos a ver a uno de los mejores jugadores de la liga española renunciar a todo y retornar al club de sus amores (Boca) en pleno apogeo futbolístico para agrandar su leyenda y ganar una Copa Libertadores casi individualmente. Pocos jugadores elegirían retirarse en el humilde club que los formó (Argentinos Juniors) con el único propósito de devolverlo a primera división en vez de estirar su actividad un par de lucrativos años en Qatar o Arabia Saudita. Seguramente no habrá jugador en la historia que vuelva a saltar a la cancha usando un sombrero regalado por el propio Joaquín Sabina.