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Cuba es una ficción. La mayoría de relatos sobre la isla se parecen más al paraíso o al infierno que a una historia de la vida real. Mi ficción de Cuba empezó en un baño. Estaba por sentarme a orinar cuando escuché una respiración inquieta en la tina. Corrí la cortina y encontré a un lechón que me miraba asustado. Desde afuera una voz gritó –esa forma de hablar para mí era gritar– que no le vaya a tener miedo, que lo criaban para comerlo en Fin de Año y que no estaba sucio, sólo bañado en aceite para evitar que alguien lo agarrara y se lo llevara por la ventana. Aliviada, miré al cerdito y entendí al fin por qué una obra de teatro que se presentaba en la ciudad se llamaba El chancho en la Bañera. Era 1993 y la escena del baño era frecuente en la Habana. La escasez de alimentos había transformado a terrazas y patios en espacios agrícolas y ganaderos. El nuevo paisaje de la urbe se prestó para estudios como el del arquitecto Mario Coyula, para escenas de películas como Fresa y Chocolate, donde se ve a un cerdo gigante ser empujado por varios hombres en unas escaleras, y hasta para el lenguaje, con la creación de palabras como “ocni” (objeto comestible no identificado). La caída de la Unión Soviética había provocado la etapa más crítica para Cuba desde el embargo de los Estados Unidos. La economía cubana, que dependía un 85% del bloque socialista se había quedado “huérfana”. Era lo que llamaron el ‘Periodo Especial’. Pero no lo fue solo para la isla. Era un periodo especial para mí también. Tenía once años y pasaba mis vacaciones en Cuba. El viaje estuvo lleno de sensaciones diferentes. Era como una película que solo se entiende después. La isla era una ficción.

Las lecturas sobre Cuba son muchas, pero pocos los matices. El sistema político es el eje de los diagnósticos. La vida de los cubanos se diluye en un segundo plano. En los noventa, la llamada “economía de la transición” auguraba el fin de la Revolución sin querer asumir –por ejemplo– que después de que Europa del Este entrara al libre mercado bajo la tutela del Washington Consensus, la mortalidad infantil de esos países era mayor a la de Cuba. Tampoco había contrastes desde el lado de la Revolución. Se celebraba la disminución de casos de infartos y enfermedades cardiovasculares durante la misma década, sin tomar en cuenta que sus ciudadanos habían perdido en promedio un 15% de su masa muscular y que la tasa de mortalidad de la tercera edad se había incrementado de 46.3% en 1982 a 55.7% en 1993. En fin, todos hemos escuchado sobre Cuba. Sabemos quién es Fidel Castro y reconocemos a la revolución cubana en la Historia, esa que él ha dicho que un día lo absolverá. Son muchas las formas de llegar hasta la isla, pero para mí, que la conocí de niña y a principios de los noventa, las ideas sobre su realidad no forman parte de ninguna historia oficial. Los recuerdos de ese verano se hicieron en el choque entre la escasez y la felicidad. Ese paradigma de universo nuevo e incomprensible era como una moneda que –por imposible que parezca– no le basta con tener dos caras.

Durante esas semanas, las vidas de los cubanos no resistieron contemplaciones turísticas. Nos abrieron sus puertas y ventanas para conocerlos de verdad: las historias de José Antonio, Karina y sus hijos, Óscar y otros tantos se volvieron inolvidables. José Antonio se llamaba a sí mismo “el auto-didacta más ilustrado de la isla”. En cada escalera del Capitolio de La Habana nos contó con pasión la historia de Cuba: el Granma llegó, Fulgencio se fue, Camilo Cienfuegos murió, Fidel se quedó para siempre y el Ché –gracias a las palabras de José Antonio– dejó de ser el mártir de una foto y se convirtió en un hombre que creía en un mundo más justo, que literalmente lo dejó todo para luchar en Cuba, Angola y Bolivia, pero que fue también quien mandó a fusilar a muchos cubanos frente a la posibilidad de una conspiración contra el gobierno castrista. Esa tarde, José Antonio se despidió con vergüenza cuando le dimos una propina que no podía rechazar, porque con su jubilación no era suficiente. Se fue en una bicicleta que transportaba su flacura de sesenta años y un morral lleno de libros.

Karina era ingeniera en alimentos, pero trabajaba como cocinera. Ella lloraba y reía mientras nos contaba su vida y acariciaba las cabezas pequeñas de sus mellizos. Eran dos niños asmáticos que habían aprendido a padecer su enfermedad por turnos, porque si le daba un ataque a uno, no habría medicamentos suficientes para el otro. Antes del  Periodo Especial, la medicación llegaba completa, pero las nuevas y reducidas dosis eran parte de lo que ella y los cubanos llamaban “la lucha”.

El mejor amigo de Karina, Óscar, era un joven ingeniero eléctrico que parecía galán de película de los sesenta: ojos verdes, altísimo, corpulento y con un bigote inspirado en el líder mexicano Emiliano Zapata. La madre de Óscar lo amaba, pero quería que se fuera de Cuba. Era normal escuchar a los cubanos decir en voz baja –y entre historias–que querían irse. Hasta hoy, las cifras sobre la migración en la isla no son claras. La Clacso (Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales) calcula que durante el  Periodo Especial emigraron 36.700 cubanos. Ese número no es ni de lejos una diáspora, pero otras cifras construidas con el pasar de los años plantean dudas. En dos décadas (1992-2012) la población cubana sólo aumentó en 380.000 habitantes, mientras que su número de emigrantes pasó de un millón en 1993 a dos millones en 2013, lo que dio como resultado una tasa de migración de -2.5 por cada mil habitantes. En Ecuador, la relación es de -0.4 por cada mil. No era claro por qué los cubanos querían vivir en otro lugar. En La Habana todos compartían la escasez pero al menos nadie vivía en la miseria. No se veían niños creciendo en las veredas mientras sus madres vendían caramelos entre escapes de autos de lujo, no se escuchaban expresiones como longo de mierda o negro hijueputa. La promesa socialista era cierta: En Cuba no había desigualdad. El problema era la escasez en todas sus dimensiones.

Las ganas de sobrevivir y la creatividad eran las herramientas de los cubanos para enfrentar los efectos de una agricultura colapsada por la falta de combustibles. La libreta de alimentos gubernamental ya no cubría la canasta básica. Era común escuchar a los cubanos preguntarse por qué todos tenían títulos universitarios, pero muy pocos un trabajo que les correspondiera. Yo no entendía cómo el deporte de élite se sostenía en la lucha frente a tanta limitación. Durante el Periodo Especial, los deportistas de la isla ganaban una medalla olímpica por cada trescientos cubanos, mientras la relación en EEUU –siempre ganador– era de una medalla por cada dos millones de habitantes. El arte, también “en lucha”, no paraba. Se hacían películas financiadas por el gobierno, que criticaban al gobierno. Era difícil entender todas esas contradicciones. Sin embargo, con el tiempo resultó lógico pensar que tal vez su educación era lo que les permitía crear tanto para sobrevivir con tan poco. Hoy en día, el Banco Mundial califica al sistema educativo cubano como el mejor de América Latina. Hay un maestro por cada cuarenta y tres cubanos, la tasa más alta del planeta. Tal vez por eso los escuchaba quejarse pero también sonreír, mientras los veía caminar despacio y con todo el cuerpo, como sólo se camina al nivel del mar. Los vi desear hasta el horizonte miamense que odiaban o anhelaban.

En esas vacaciones escuché conversaciones de adultos que desbordaban nostalgia, dudas, bronca, convicción, salsa y orishás mientras sentía un calor insoportable y bebía mi primer sorbo de mojito en la Bodeguita del Medio, uno de los bares favoritos de Hemingway. Alguien explicaba que la situación en esos años era compleja, que la realidad económica era tan dura que los ideales de unos se habían roto y los de otros se alimentaban porque quizás era lo único que les quedaba.

Regresar a Ecuador fue encontrar a Cuba todo el tiempo: en las clases de Historia, los periódicos, el cine, la protesta, la adolescencia revolucionaria, las teorías Económicas, las camisetas del Ché y en cada discusión política donde todos parecieran obligados a tener una opinión tajante sobre la situación cubana. Fidel siempre ha sido ídolo o villano, en Miami se muere cada año y el grupo ‘Fidelistas por Siempre’ anuncia en Facebook que su fecha de defunción es: “después de mí, de ti y de todos nosotros…”. En las ficciones de Cuba todo está bien o todo está mal. Poco o nada de esas sentencias se parece a mis días pre-adolescentes de verano donde los contrastes entre belleza y dificultades marcaron mi memoria. Pero mi historia de Cuba nunca será imparcial. No hay historia que lo sea, diría la psicoanalista francesa Elisabeth Roudinesco. Pasados los años, una frase que está en la película de Yanara Guayasamín: Cuba, el valor de una utopía, describiría mejor esta ficción con la isla: “A los niños hay que educarlos en la necesidad de desear, más que en la necesidad de tener”.

Cuba fue una ficción que me precipitó el deseo por el mundo, por conocer vidas que no se sabía que existían hasta verlas de cerca. Y ahora que los gobiernos de Cuba y Estados Unidos decidieron restablecer relaciones diplomáticas, la frase de la película se reinventa y toma aún más sentido. Desde el anuncio simultáneo de Raúl Castro y Barack Obama sólo puedo desear. Desear que los cubanos sean dueños de lo que les pasará mañana. Que no sufran la terapia de shock aplicada a los países de Europa del Este, donde entraron “sin saber leer ni escribir” a la economía de mercado. Sólo se puede desear que los cubanos puedan tomar decisiones, que controlen sus tiempos y decidan qué hacer con la palabra revolución. Que deseen y tengan lo que no han tenido durante más de medio siglo y no se olviden de mantener ese deseo latente que los demás quizá nunca hemos sentido. No me queda más que desear, en honor a la herencia que dejó nuestro periodo especial.

 

Bajada

¿Cómo entender a un país que se vive quejando pero no deja de sonreír?