El estafador italiano Carlo Ponzi estaría orgulloso de su par estadounidense Bernard Madoff. El italiano, que llegó a Estados Unidos en la década de los veinte, inventó lo que hoy se conoce como negocio piramidal –Ponzi Scheme–, un sistema de estafa disfrazado de inversión: los clientes entregan su dinero para recibir intereses, pero el dinero no produce, los intereses son financiados con las inversiones de nuevos clientes. Es un modelo destinado al fracaso que a Ponzi le duró un año. Pero Madoff lo sostuvo al menos dos décadas en Wall Street, avenida donde se encuentra la bolsa de valores más grande del mundo, la de Nueva York. Lo hizo gracias a su discreción: mientras que Ponzi ofrecía retornos del cien por ciento del capital en tres meses, Madoff lo ofrecía en diez años. Había encontrado la fórmula para burlar al sistema: su carisma y sus retornos moderados le dieron estabilidad al negocio. Se había construido una imagen de hombre serio y bonachón que lo protegía. Nadie creyó que alguien como él haría trampa. O nadie se planteó la pregunta hasta que el fraude fue descubierto y el dinero dejó de llegar. La mentira de Madoff cayó en 2008. Había durado al menos dieciséis años.
Como un estafador profesional, era simpático –incluso cuando se entregó a la justicia– y muy teatral. Siempre supo cómo actuar. Una vez, una inversora le pidió que le devolviera su dinero. Madoff le dijo: “Aquí está”, y le entregó un cheque. Madoff se las estaba jugando, pero le resultó. La mujer quedó tan impresionada de su seguridad, que le pidió que rompiera el cheque. Pero su confianza no era todo. Madoff se había hecho un nombre. Contribuía con el Partido Demócrata, lideraba iniciativas de caridad con fundaciones que invertían con él, y, sobre todo, era un innovador: no solo había llevado el esquema de Ponzi a otro nivel, sino que su firma fue de las primeras en usar computadoras para realizar transacciones en la bolsa. Eventualmente, se convirtió en el fundador de NASDAQ, el mercado electrónico de acciones bursátiles de Estados Unidos. Durante décadas, nadie supo de qué se trataba su modelo. Lo guardaba como si el esquema de Ponzi fuera la receta secreta de Coca-Cola.
La corredora Bernard L. Madoff Investment Securities LLC fue creada en 1960. Desde entonces, su fundador supo sobresalir en el competitivo mundo de Wall Street con firmas de gigantes como Access International Advisors, Ascot Partners o Fairfield Sentry. Las conexiones de su suegro, un ex-contador, sirvieron para que muchos miembros de la comunidad judía invirtieran con él. Y entonces empezó a ganar fama de ser un inversor sagaz que entregaba retornos con bajos riesgos. Su negocio se disparó, y con él, el fraude. La mentira funcionó porque era un mentiroso humilde que se relacionó con las personas correctas. Algo como lo que en Ecuador llamamos el “Caso Cabrera”, una pirámide que estalló tres años antes que la de Madoff. El notario segundo de Machala, José Cabrera Román, tenía como clientes a policías, militares y civiles. Al parecer, solo se dieron cuenta del fraude –o solo les importó– en octubre de 2005, cuando sus ahorros empezaron a peligrar por la muerte de Cabrera.
En 1999, Harry Markopolos, analista de una empresa de la competencia de Madoff, lo denunció de forma anónima ante la SEC. Markopolos decía que era imposible que una inversora mantuviera tanta estabilidad en sus beneficios. En catorce años, solo siete meses (un 4%) habían registrado números negativos en la empresa de Madoff, que además no cobraba tarifa por sus servicios. “Si esa no es una evasión a las regulaciones, no sé qué es”, escribía Markopolos. Madoff se había mantenido siempre bajo los radares. Las cifras –falsas– que declaraba su empresa no eran nada extraño, y nunca había tenido problemas con sus clientes. Madoff era exitoso, pero sus resultados no eran extraordinarios. Mientras otras agencias ofrecían a sus clientes retornos del 17% anual, él lo dejaba en 10%, porque era un mentiroso humilde. Para su fraude, la mesura era fundamental.
La empresa fue investigada dieciséis veces en veinte años, pero Madoff sabía sortear las suspicacias. Nunca le encontraron pruebas sólidas, ni siquiera cuando la situación se volvió realmente seria. La agencia que regula las inversiones bursátiles en EEUU, la SEC, envió a su funcionario Eric Swanson a investigarlo. En 2007, el estudio concluyó que no había evidencia de ilegalidades. Ese mismo año, Swanson se casó con Shana Madoff, una abogada de la empresa que era la nieta del propio Madoff. El financiero había encontrado una falla en el sistema: sabía caer bien.
En diciembre de 2008 estalló el escándalo. Estados Unidos entraba en la crisis inmobiliaria. Los recursos escaseaban en Wall Street, incluso para Madoff, quien por dos décadas había sabido mover enormes capitales a su empresa. Llevaba veinte años sin invertir el dinero entrante, destinado más bien a pagar a los antiguos inversionistas. Era un círculo vicioso que estaba por romperse. Pero lo sorprendente no era la pirámide en sí, sino que ninguna autoridad hizo nada al respecto a pesar de tener denuncias desde 1992. Los números en las auditorías no cuadraban, pero nadie estaba preocupado. Madoff no era un sujeto incómodo.
Un mes antes del escándalo, Madoff se había reunido con dos directivos para contarles la verdad sobre el negocio. Tenía clientes pidiéndole que les devolviera el dinero. Eran unos siete mil millones de dólares. Pero no tenía más de trescientos millones, y prefería dividirlos entre sus empleados como un bono navideño anticipado. Los dos directivos a quienes les estaba confiando esta información eran sus hijos, Andrew y Mark, quienes dirigían una empresa paralela de su padre, una que sí invertía en la bolsa. Lejos de pensar en dividir ese dinero, sus hijos lo denunciaron con el FBI. Cuando un agente le tocó la puerta para decirle que venía a averiguar si había alguna explicación inocente, Madoff respondió simplemente que no había ninguna. Fue arrestado y acusado de desfalcar a sus inversores por más de cincuenta mil millones de dólares. En junio de 2009, lo condenaron a ciento cincuenta años de prisión por la más grande estafa de la historia de EEUU.
Hoy, Madoff se siente una víctima. “Que se jodan mis clientes”, dijo en 2010. “Cargué con ellos por veinte años, y ahora estoy pagando ciento cincuenta”. Ya estaba en la cárcel, donde –al parecer– se siente libre como no lo había sido en mucho tiempo. En una entrevista, dijo que habría preferido que lo descubrieran seis años antes. Según él, estaba atrapado, porque la gente le seguía llevando dinero. En la cárcel donde paga su condena, es un héroe por haber desfalcado a “gente rica y avariciosa que solo quería más dinero”. No ha perdido su carisma, ese que le permitió edificar la pirámide de Ponzi más grande de la historia.
¿Puede un mentiroso recatado montar la estafa más grande de la historia?