Ver un twitcam de Abdalá Bucaram, pues la web se ha vuelto la cibertarima del expresidente del Ecuador, es casi como verlo ejercer el poder. Su capacidad para la mofa y la violencia retórica de alguna forma muestra la cruda verdad del capitalismo: dog fight, pelea de perros que quieren arrancarse la piel. Capitalismo gore, proselitismo con dientes y garras. Hay que oírlo gritar en cámara y llamar “enfermo” o “bobazo con plata” al actual presidente del Ecuador, Rafael Correa, y acusarlo de haberlo traicionado tras un supuesto pacto para dejarlo volver al país. Los twitcams del expresidente son pequeños shows escandalosos, spots para promocionar su propia personalidad extravagante, cápsulas de exhibicionismo político con fines de reposicionamiento electoral posfechado. Hay que verlo ponerse la banda presidencial desde su casa en Panamá -donde vive asilado hace dieciséis años luego de ser destituido de “incapacidad mental para gobernar” y enjuiciado por actos de corrupción- al son trompetudo del himno nacional o escucharlo cantar hits chupísticos de Los Iracundos con esa voz chirriante y ese entusiasmo de vengador, de macho que exhibe los puños pixelados. Bucaram ya no tiene que pagar cadenas televisivas pro-PRE (Partido Roldosista Ecuatoriano, creado y liderado por él desde 1983) o esperar que alguien le haga un reportaje para que lo veamos payasear y fanfarronear desde la comodidad de su lugar de refugio: ahora solo tiene que pagar la cuenta de Internet.
Abdalá encontró en las mareas de la web un sitio ideal para volver a puerto y seguir siendo lo que más le place: Abdalá, “el loco que ama (como él mismo se bautizó a principio de los ochenta para hacer gala de su supuesta marginalidad y diferencia respecto de la élite política), es el “loco” que solo existe si tiene una audiencia. Gracias al escenario virtual –escenario a fin de cuentas– el discurso político (que bien podríamos decir que se ve reducido a marketing) se vuelve intermitente, no lineal, episódico, casi infinito. La ciberpolítica hace que los políticos cometan los mismos excesos de siempre pero multiplicados –y a la vez disgregados– por el régimen viral de la informática: verborrea, autopromoción, embestidas sin fin y, por supuesto, cursilería traficada como oferta revolucionaria. No existen solo los aparatos oficiales de consagración pública. Si antes se mentía en televisión, prensa y radio, hoy se miente en esos mismos medios de comunicación y además en los que maneja el propio ciberpolítico como se le antoje hacerlo dentro de los límites propios de la plataforma. Los presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, y Cristina Kirchner, de Argentina, son algunas de las figuras políticas más activas en Twitter. Del megáfono megamentiroso llegamos al doble click en apariencia discreto pero finalmente atronador.
Un político en perpetua campaña y con eterna sed de poder, sin embargo, siempre deseará que la palabra límite sea solo eso: una simple palabra. Un loco que ama es un loco que odia a sus rivales, un loco que odia que no lo dejen volver al Ecuador para, según él, aplastarlos a todos.
Pero los archienemigos se parecen más de lo que ellos creen. La enemistad entre Bucaram y Rafael Correa se acentúo en 2012 cuando el hijo del exmandatario y entonces asambleísta, Dalo Bucaram, acusó a Correa de mentiroso por no haber cumplido el compromiso supuestamente hecho en 2008 para permitir el retorno de Abdalá. Correa, por su parte, trató de “basura” al expresidente. El posicionamiento de Rafael Correa en la arena de la política nacional es sospechosamente parecido al de Bucaram. Lo primero que los une es la paranoia: “todos contra mí” es el mensaje subyacente de muchas de sus intervenciones. La política ecuatoriana, en efecto, opera como una gran máquina paranoica. Ego masculino in extremis: la esquizofrenia paranoica suele combinar los delirios de grandeza con un sentimiento de asedio en todos los frentes. La invención de enemigos, por ejemplo, funciona como un acto de espiritismo: los vuelve seres reales para quienes crean que son reales. Y no hablo precisamente de cuando Abdalá se rehusaba a dormir en el Palacio de Carondelet por miedo a los fantasmas. La campaña eterna del que quiere acceder o perpetuarse en el poder recurre a la victimización y a la construcción sistemática de un otro a quien siempre se debe señalar como culpable. Acude también a la conspiración, a la intriga, al complot. La verdad se vuelve un espejismo. Bucaram usó el adjetivo “pelucones” (para referirse a la élite económica) antes de que lo hiciera Rafael Correa en un discurso que dio unas semanas antes de ganar las elecciones en 1996, y se ubicó en el imaginario colectivo como la delirante figura guayaca de una promesa de cambio, como un mesías que venía con látigo en mano a castigar a las oligarquías, a darle vuelta a la tortilla. Correa –hallazgo de hallazgos– reemplazó el látigo por la correa.
Algunos dicen que el régimen de Correa es como un Bucaramato tecnocrático, racionalizado y, gracias al precio del petróleo, aniñado. Abdalá, por su parte, suele repetir que Correa parece estar enamorado de él pues lo imita en todo, ambos son seres pegados a micrófonos: Rafael también corea slogans pegajosos, canta y come guatita (con la diferencia, según Bucaram, de que al presidente la comida popular le produce diarrea). Pero el líder del PRE supone todo un capítulo aparte en términos de estridencia y espectáculo. Solo hay que recordarlo frenético y sudoroso cuando cantaba y bailaba El rock de la cárcel o su televisado almuerzo con el expresidente del Perú, Alberto Fujimori, en el cual procedió a chuparse los dedos frente a las cámaras. Con Abdalá Bucaram la seducción de la barbarie cobra las dimensiones de un carnaval perverso. Un carnaval en el cual no existe la fiesta –el teatro total en el cual se trastocan los poderes– sino el ruidoso espectáculo que vampiriza el fervor popular y sus símbolos con fines políticos. Una fiesta falsa en la cual, como reflexiona Alejandro Moreano, autor del ensayo Populismo, Democracia y Política, se da una manipulación de la libido, un poder que organiza las emociones, que expropia la energía del pueblo para constituirlo en un supuesto sujeto político que en realidad deviene en un objeto útil a los objetivos del candidato.
Abdalá siempre fue el escandaloso portavoz de su propio evangelio. El tipo de guayabera sudada y bigote hitleriano descendía de los cielos en helicóptero y abrazaba a las masas como un moderno hijo del dios benefactor en el que se suponía se convertiría el Estado. Cuando fue presidente durante seis meses, con un triunfo debido a la votación que obtuvo fuera de Quito y Guayaquil, todo se dio la vuelta, pero en contra de sus propias promesas. Su postura antioligárquica se reveló como una ficción pues quiso aplicar recetas neoliberales; ordenó un escandaloso paquetazo económico –eliminó por ejemplo, el subsidio al gas–; contrató a Domingo Cavallo (uno de los culpables de la crisis y el congelamiento de los depósitos bancarios en Argentina); nombró al hombre más rico del país, Álvaro Noboa, como presidente de la Junta Monetaria y ni siquiera llegó a ocupar el despacho presidencial con la regularidad requerida.
En donde sí se lo pudo ver una y otra vez, claro, fue en la tarima -en muchas tarimas: cantó en la elección de la Reina Mundial del Banano en Machala; probó aviones del ejército como si fuera un niño en una enorme juguetería tercermundista; grabó un disco con Los Iracundos y dijo sentirse como Julio Iglesias; condecoró a Lorena Bobbit por volarle el pene a su marido; llevó una comitiva de cien personas a Miami en un viaje para tratar la obesidad de su hijo Jacobito; subastó su bigote y, entre muchas otras extravagancias dignas de la embriaguez decadente de un emperador romano, se designó presidente del Barcelona Sporting Club, título que aseguró era tan importante como ser el Presidente de la República del Ecuador.
Pero si le preguntan al expresidente, su destitución fue el producto de una conspiración, de una traición que llevó al Ecuador a una dictadura tras la coartada ilegal de declarar su “incapacidad mental para gobernar”. “Me botaron por loco, no por cojudo”, contesta Abdalá y pasa a delinear con pincel experto su figura de víctima, a contar cómo lo han obligado a asilarse en Panamá una y otra vez desde que fue Alcalde de Guayaquil, desde que lo depusieron por declarar que las Fuerzas Armadas solo sirven para desfilar y luego –según dice– ser plantado con cocaína, incriminado y así alejado del país. Abdalá puede contestarlo y argumentarlo todo, ante cualquier acusación es capaz de negarlo con cara dura y, de inmediato, sacar de la manga algún culpable. Su repertorio de excusas, salidas e imputaciones aprovecha la facilidad con la cual la solemnidad del salón político puede trocarse en desagüe excrementicio: aquel switch de la realidad del ejercicio gubernamental cotidiano que convierte al “elegido” en una caricatura grotesca. El caso es que la caricatura requiere de exageración y muy pocos pueden destacar más en la mascarada de la exageración que “el loco que ama”.
Ante las críticas a su gobierno dijo alguna vez que el poder es como el violín: se toma con la izquierda pero se toca con la derecha. La verdad de esta frase de Bucaram resuena en la era Correa con esas mismas chirriantes notas de violín desafinado. La sabiduría del “loco” pasa por callejera y parece hablarle al pueblo de tú a tú; por algo Abdalá grabó un malhablado y machista mensaje de saludo a propósito de los “tres garrotazos” dirigido al taxista de la anécdota viral[1] y, por extensión, al pueblo. Sin embargo, es su uso de la noción de pueblo la que, en definitiva, resulta problemática. Su posición de poder o de altoparlante de sí mismo ya lo separa de ese pueblo que idealiza como todo lo que él en realidad no es: pasión inocente, pureza, expresión de la tierra y no de un yo que se sirve a sí mismo. Basta nombrar una de sus movidas electoreras pues Abdalá es también el Doctor Frankenstein que creó la monstruosidad misma en términos de torpeza política: Álvaro Noboa.
Bucaram sigue siendo el teleevangelista que se autoproclama “la fuerza de los pobres” con una habilidad jamás igualada en el mercado de la política –sí, mercado– para crear slogans que se clavan en la memoria a fuerza de bombardeo y melodrama. Sin embargo, hace tiempo que “el loco” ha perdido no solo su característico bigotito sino también la presencia política de la que alguna vez gozó. Este año el único asambleísta por el PRE, Dalo Bucaram, incondicional defensor de los intereses de su padre, renunció a la Asamblea Nacional. Su esposa, Gabriela Pazmiño, presentadora de televisión, fue destituida de la misma institución por asistir solo dos veces al mes al pleno. Sin esa representación, el PRE como tal no puede ejercer su influencia en la escena actual del poder político. Parecería que luego de la eliminación del PRE de los registros electorales por parte del Consejo Nacional Electoral, solo les queda fundar una nueva organización en favor de los pobres del país como anunció el propio Dalo. Y, de paso, repetir una vez más: “Déjenlo volver”.
Para los nostálgicos de la mojiganga bucaramista, no obstante, siempre quedará la web. Ahí se puede ver a Abdalá actuando con la acostumbrada arrogancia y chabacanería que quiere pasar por desafiante y antioligárquica pero que termina siendo risible a voluntad. Ahí podemos verlo rasgar la guitarra con la mano derecha, esa que luce un enorme anillo dorado del Barcelona Sporting Club, la misma con la cual ayudó a cargar el féretro del esposo de su hermana, Jaime Roldós, antes de fundar el PRE en su nombre, como si quisiera endosarse los votos del reciente mártir. Plantarse frente al monitor a ver los twitcams de Bucaram –o “tuicán”, como él dice– es, en resumen, verlo actuar como si aún fuera presidente. Creer que así es como un presidente actúa –estar acostumbrados a creerlo e incluso aprobarlo– ya es otro problema, otro mucho mayor y que alcanza las fibras mismas de la política.
¿Cuánto poder le queda a un político que solo existe en la web?