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En 1980, Juan Carlos Kreimer se hartó de editar y en lugar de seguir reescribiendo los textos de los colaboradores de “Uno mismo” –la revista de contenidos médicos, holísticos y terapéuticos que dirigía–, transmitió sus experiencias y pautas de trabajo en una serie de talleres, de los que se desprendió el libro ¿Cómo lo escribo?, una guía de redacción con la que afianzó su camino como editor.

Para este periodista contracultural de setenta años que recorre Buenos Aires en bicicleta, la escritura ha sido un camino de constante redescubrimiento, recomienzo y autoformación. La música le mostró parte de su camino: durante los sesenta se consolidó como el pionero del periodismo de rock en Argentina, para luego escribir “Punk, la muerte joven”, sobre este movimiento musical en Europa, a finales de los setenta.

Tiene más de diez publicaciones, entre novelas y otros tipos de textos. Actualmente es articulista del diario Página 12 y editor de las series de libros “Para principiantes”, que exponen temas de manera ilustrada y accesible sin banalizarlos, sino llevándolos a un lenguaje sencillo. Estas entregas tienen más de 120 títulos, entre los que están “Cortázar para principiantes”, “Lacan para principiantes” y muchos más.

Llegó a Guayaquil para ser parte de un festival de oratoria ancestral, tecnoshamanismo y nuevas narrativas en el que brindó un taller-clínica de escritura creativa, basado en su trayectoria. También habló de sus visiones de la edición y corrección y del periodismo tradicional, cada vez más vinculado a lo digital.

Usted tiene más de 50 años de ejercicio profesional. Luego de todo este tiempo, ¿Cómo definiría la labor del editor?

El editor debe ser una persona muy generosa. Es un escritor en las sombras, que va a mejorar la performance del que se llevará todos los méritos. Es también un trabajo profesional y artístico, que debe contentarse con que le vaya bien al otro.

Cuando le toca autoeditarse, ¿Qué hace? ¿Qué tan difícil es ese trabajo para usted?

La autoedición no es fácil. Uno queda como hipnotizado por el propio texto y darse cuenta de cuál es el problema usualmente es complicado, pero para eso sirve de mucho apoyarse en los colegas. Tengo una red de amigos periodistas cercanos. A cualquier hora del día yo puedo recibir un texto de ellos con el compromiso de devolverlo revisado en un máximo de dos horas y lo mismo ocurre con ellos y mis textos. Entonces nos decimos “ah, está bárbaro. Sigue por ahí”, o nos sugerimos cambiar el enfoque, los arranques, etc.

Entre editar y escribir, ¿Qué actividad prefiere?

Son instancias diferentes. Editar es menos compromiso con el contenido, pero más con la forma. Sin embargo -y aunque es una actividad que me da mucho placer- a veces siento que estoy editando demasiado y no escribo lo que quiero escribir.

¿La experiencia de todos estos años le ha heredado alguna técnica de edición?

Partir de lo conocido a lo desconocido, empezar siempre con elementos que el lector pueda reconocer fácilmente, usar  la metodología “consecuencia y causa”, es decir; exponer un ejemplo o situación y dejar que de aquello se desprenda una conclusión. Además, está el hecho de haber escrito y leído mucho en inglés durante todos estos años, pues ese idioma tiene una estructura muy lógica. En inglés no puedes hacer lo que hacemos en español, que al final vamos agregando cosas. Allí son estructuras fijas: sujeto, verbo y predicado y varías un poco pero no te puedes salir de eso. Eso produce un efecto eficaz en el texto, que puesto en español no se nota, pero crea un estilo. Es una especie de fórmula. Si tomo un texto en español que está mal puntuado, lleno de oraciones subordinadas, con reiteraciones, idas y vueltas cronológicas, pues lo ordeno y unifico su estilo llevándolo a esta base sintáctica, lo que le da mucha solidez a la prosa de tal forma que cuando viene una oración “firuleteada” –es decir, con alguna variante– queda bien.

¿Cómo sabe que se encuentra frente a un buen trabajo?

Cuando un texto me dice algo que yo no sabía que sabía, es un buen texto.

En los 80 usted crea su propia revista, “Uno mismo”, cuyo eje editorial era el bienestar físico y espiritual y en la que colaboraban muchos médicos, terapeutas y especialistas en salud que no manejaban precisamente un lenguaje periodístico. ¿Cómo se edita a quien no sabe escribir?

Primero, con sangre fría. Tienes que olvidarte de la persona y pensar en el texto, en que lo vas a cambiar, lo vas a ordenar, en que vas a construir un camino para que se pueda leer, para que sea claro y que se entienda.

Pero al final luego de tantos cambios, ese texto ya no es enteramente del autor… ¿Es válido que vaya firmado?

Sí, yo dejo la firma. Es curioso porque muchos de ellos llegaron a pensar que escribían bien y recibían buen feedback de la gente, que les pedía más textos, pero  llegó un momento en el que yo me cansé de reescribir las sesenta y cuatro páginas de la revista. Eran como catorce artículos de diez páginas cada dos o tres días y eso me impedía escribir a mí. Redacté una pauta para que los colaboradores me faciliten la tarea, de lo cual nació un taller práctico que se extendió por cinco años. De toda esta experiencia, tanto de la guía como de las clases fue de donde nació el libro ¿Cómo lo escribo?, en 1988.

En 2013 usted lanzó una reedición de este libro, llamado ¿Cómo lo escribo 2.0? ¿En qué se diferencia esta versión de su título original?

El libro está reeditado no solamente porque la escritura en internet, la manera de producir textos y la manera de leerlos ha cambiado, sino que también ha cambiado la dinámica de la comunicación de la prensa escrita y las editoriales. El avance de los libros digitales sobre los libros de papel es un aspecto, pero también está este otro grupo de gente que antes se dedicaba a leer en el sillón, en vacaciones, en domingo, y que ahora se la pasan leyendo fragmentariamente en internet. Esto ha cambiado las pautas de producción. Internet introdujo el concepto terrible del “zapping” en la lectura y por esto esta versión habla de este tema además de otros como el vínculo con los editores.  No el que te corrige sino el dueño de la editorial. Esta nueva versión también habla sobre la “autoedición”, es decir, crearse un círculo de lectores y hacerse conocido, autopromoverse, para lo cual las redes sociales pueden ser muy útiles.

En la práctica, ¿De qué manera se definen estos cambios?

Básicamente se han acortado las unidades de lectura, pero ahora el tiempo de atención y captación de un texto es menos de un minuto, eso representa textos cortos y efectivos, lo cual como editor también te hace trabajar el texto desde una perspectiva diferente.

¿Cómo considera que aportan las redes sociales a esta nueva forma de presentar piezas periodísticas?

Más que aportar, son útiles para difundir. Yo mismo he hecho la prueba con mis textos. Cuando sale en el diario y no lo cuelgo en Facebook, la cantidad de feedback es al menos cinco veces menor.

Frente a todo esto, ¿Cómo queda el periodismo impreso?

Queda como el rastro de un pasado para un público residual, pues todavía hay gente que llega a un bar y quiere leer el periódico tomándose un café con leche. Y quiere el papel, no la pantalla. Así también hay gente a la que le gusta leer el diario en la cama. Existe como cierto sentido de propiedad ante esa información impresa por ejemplo, que hay que tener en un soporte físico y no solo acceder mediante una aplicación, por ejemplo. En este mundo líquido -citando a Zygmunt Bauman- el periodismo tradicional aporta algo de solidez.