El problema no está en el estadio. Eso lo entendió en 1989 Peter Murray Taylor, un barón inglés que estudió la violencia en el fútbol de su país, luego del desastre de Hillsborough. Ese día murieron unos cien hinchas del Liverpool aplastados por una de las vallas que los dividía de los hinchas del Nottingham Forest en un partido de semifinales de la Copa Inglesa. La investigación, conocida como informe Taylor, concluyó que la violencia en los estadios respondía a un fenómeno sociocultural de su país, y no del fútbol. En 1924, en Inglaterra ya se señalaba a las bebidas alcohólicas como causantes de la violencia por su efecto desinhibidor. Pero Taylor decía que si el alcohol era prohibido en los estadios, los disturbios simplemente se trasladarían a las calles, donde los hinchas sí podían beber.
Cuando Barcelona ganó el campeonato ecuatoriano de fútbol en 2012, sus hinchas fueron al estadio Monumental a celebrar y saquearon el estadio. Se robaron pelotas, trofeos y destrozaron los baños. Barcelona ni siquiera había jugado ahí esa noche. Los seguidores del ídolo -como se conoce al popular equipo de Guayaquil- le habían dado la razón a Taylor. Hoy, la cerveza no se vende en los estadios de Inglaterra, pero sí en los de Escocia, donde se supone que viven los hooligans más fieros de Europa. Y la violencia ahí ha decaído. Mientras, en Dinamarca viven los rolingans, aficionados no solo del fútbol, sino también del alcohol. Pero los roligans son famosos por sus buenos modales: su nombre es un juego de palabras entre “hooligans” y “roling”, que en danés significa ‘calmado’. Combatir la violencia en el estadio prohibiendo el alcohol es como querer reducir la violencia contra las mujeres prohibiendo la minifalda.
“El estadio no es una cantina”, dijo en enero de 2014 José Francisco Cevallos, cuando aún era ministro del Deporte. Su idea era sencilla: Una cantina es un bar de mala muerte, y el estadio es un lugar donde se practica una disciplina noble, y ahí no tiene cabida la cerveza. Pero los hinchas no juegan los partidos, van a espectarlos, a disfrutarlos. El estadio no es más que escenario de entretenimiento. Una concepción tan simple no basta para un problema tan complejo. Las barras bravas son un fenómeno social que no deben ser tratadas como si fueran una versión retorcida de Popeye, cuya espinaca es el alcohol.
En el informe Taylor, referente de seguridad en los estadios, se apuntaba hacia otras recomendaciones: Cambiar las gradas por asientos únicos para evitar la sobreventa de entradas y facilitar la evacuación, o eliminar las vallas metálicas entre hinchadas. Después de todo, decía, “tratar a los espectadores como prisioneros de guerra fue un peligro” en la tragedia de Hillsborough. Él creía que la solución estaba en tratar a los hinchas como personas antes que limitar la libertad de escoger tomar una cerveza. “El servicio es lento y los puntos de venta se llenan. El asistente tendrá suerte si compra más de una ronda”, escribió en el informe. El barón inglés veía la venta dentro del estadio como una especie de control natural anti borracheras.
Antes de la Copa del Mundo Brasil 2014, la FIFA presionó al gobierno anfitrión para levantar la prohibición de cerveza en los estadios, vigente desde 2003. No era una declaración de principios: uno de los mayores auspiciantes del mundial fue la marca Budweiser. La FIFA estaba defendiendo los negocios de sus socios. El antiguo goleador brasileño Romario, hoy diputado, reclamó por la soberanía de su nación. Pero al soslayar esa soberanía, en Brasil se puso en perspectiva la prohibición: Desde que fue aprobada, las muertes relacionadas con el fútbol habían aumentado de cuatro a siete personas por año. Un 75%. En Argentina y Colombia no se puede vender cerveza en los estadios desde hace décadas, pero la violencia continúa.
Prohibir el alcohol es restringir la libre elección de qué beber cuando uno se entretiene. Una libertad pavota, pero una libertad al fin, que defendió Homero Simpson con una línea de contundencia aplastante: “La cerveza es la causa y la solución a todos los problemas de la vida”. Quitarla de los estadios no resuelve nada. El 22 de noviembre de 2014, unos hinchas encapuchados llegaron a la concentración de Deportivo Quito para increpar a los jugadores por los malos resultados que tienen al club al borde del descenso. Ese día no había partido, como en el saqueo al Monumental hace dos años. Nada ha cambiado en Ecuador desde que no se toma alcohol en los estadios, porque el origen de la violencia está en el fanatismo y las barras bravas. Y talvez para resolverlo, haga falta discutirlo con unas cervezas, como la gente civilizada.