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¿Puede una sola derrota acabar con un equipo de fútbol que aspira al título?

Un toro abochornado es aquel que ha perdido la pelea por la jerarquía de la manada. Su suerte es triste. No solo que ha dejado de ser el mandón del grupo, sino que los demás miembros le pierden el respeto y lo atacan. Es lo que le ha pasado al Barcelona guayaquileño. Históricamente relacionado con los toros por su origen español, el ‘ídolo del astillero’ estuvo casi dos meses en la punta del campeonato nacional, y ya se perfilaba a disputar el título de 2014 contra el primer finalista, Emelec. No era cualquier cosa. En octubre tenía puntos suficientes para mantener el primer lugar durante un mes. Ya se hablaba de la quince. Pero nadie contaba con Independiente del Valle. Esa era el rival a vencer, el único que podía alcanzarlo. Y efectivamente, el equipo de Sangolquí lo alcanzó luego de ganar los seis puntos de dos partidos que jugaron entre ellos con cinco semanas de diferencia. Pero fue el segundo, solo el segundo, el que acabó con los amarillos.

Jugado en el Olímpico Rumiñahui de Sangolquí, el partido del 2 de noviembre de 2014 fue la fina frontera entre el éxito y el fracaso. El árbitro, Vinicio Espinel, expulsó a los dos arqueros de Barcelona, y los guantes se los tuvo que poner el goleador, Ismael Blanco. Era como perder a tres. El propio Independiente había sufrido tres años antes la expulsión de sus dos porteros en el mismo estadio, y esa tarde Deportivo Quito le clavó seis. Pero la respuesta de Barcelona fue espectacular. Como un gato atrapado, empezó a lanzar ataques como fuera. El juego de ese quipo se podría resumir en el desempeño de Blanco en la portería: Evitaba goles como aficionado, pero los evitaba. Cuando Barcelona generaba opciones, parecía un equipo sin mediocampo. Y aun así pudo haber igualado cuando Blanco dejó el arco para volver a la delantera. El penal que se inventó el argentino lo falló su paisano Matías Oyola. Y esa fue la debacle.

En ese partido, los jugadores sacaron bríos de donde no había. La victoria era impensable, pero un empate habría sido clave. Una chispa capaz de encender el alma, de demostrar que con nueve podía detener a su rival directo. Ese era el partido. La derrota como local (por 4-1) no era tan grave, porque ahí nunca hubo nada en disputa. Independiente había sido siempre mejor. Un desastre en casa se puede superar, pero nadie está listo para perder la oportunidad de una gesta épica en una cancha donde se ha dejado hasta el último suspiro.

La frustración es una asesina psicológica. Ese Día de los Difuntos, Barcelona no solo perdió la punta. En ese partido se le fue el espíritu. Se había convertido en un toro abochornado que media semana después no fue capaz de aprovechar un regalo del destino: perdió contra el colista Manta el mismo día que Independiente fue goleado por Deportivo Quito. Esa parecía su última oportunidad.

Talvez cada partido que queda seguirá pareciendo la última oportunidad, porque los números alcanzan. Pero los ánimos no: Es difícil jugar esperando que caiga otro equipo que lleva cinco puntos de ventaja. El trabajo de Rubén Israel se siente: Los jugadores cumplen la táctica, corren, ocupan espacios y crean ataques, pero los goles no son los que deberían. El gol es convicción. Es demasiado pedir para un equipo que se sabe derrotado. De los últimos doce puntos, Barcelona hizo cuatro. Si bien le ganó al Olmedo en Riobamba, después no fue capaz de sostener el triunfo contra el Deportivo Cuenca en un partido que dominó de principio a fin. José Joaquín de Olmedo tenía razón. Quien no espera vencer, ya está vencido.