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La noche de ese martes, Carlos llegó cerca de las diez de la noche a su casa. Estaba agotado, luego de una larga jornada de trabajo en Ferrisariato. Al llegar, su esposa le dijo que necesitaba pañales para su hija de tres meses, y él, extenuado, se disculpó por no salir en ese momento y le prometió que iría muy temprano en la mañana. Mientras Carlos se preparaba para dormir, en su casa en la Alborada, a pocos kilómetros, Guime, mensajero de la farmacia Fybeca de Los Ceibos, terminaba su turno de trabajo y se preparaba para volver a casa. Antes de salir, le informaron que debía reemplazar a su compañero mensajero de Fybeca de La Alborada en el turno de madrugada. Guime era responsable y respetuoso y, aunque llevaba ya ocho horas de trabajo, fue hasta el local para cubrir a su compañero.

A las siete de la mañana del siguiente día, Carlos entró a la farmacia, en la avenida Rodolfo Baquerizo Nazur, donde Guime doblaba su turno, para comprar pañales. Guime entregaba al supervisor de turno el dinero recaudado durante la madrugada, para finalmente, regresar a casa. Lo que sucedió después fue rápido y violento. Un grupo de policías y un ex agente, dado de baja por graves faltas disciplinarias, armados con veintinueve armas de fuego de diverso calibre, irrumpieron en el local. Sin preguntar o advertir, y con un desprecio profundo por la vida humana, mataron a quienes, según ellos, tenían pinta de asaltantes. Lo mismo ocurrió afuera del local: otros miembros de la Policía Nacional dispararon a dos personas sin razón.

Entre las 7:10 y las 8:00 de la mañana, el personal policial que había cometido la masacre, tuvo el control de la farmacia. Encerraron a los empleados en una bodega donde intentaron convencerlos de una versión de los hechos manipulada. En ese lapso, los policías también violaron los principios de la ciencia criminalística –o de la simple lógica- y manipularon la escena del crimen: movieron algunos de los cadáveres, colocaron una granada junto a la mano izquierda de Carlos (que era diestro), pusieron un cuchillo para cortar pan junto al cadáver de Guime, sustrajeron casi todos los casquillos de las balas disparadas y también algunos de los proyectiles, y trataron de apoderarse del video de seguridad.

Además de los asesinatos y la manipulación de las pruebas, los agentes policiales al mando de un oscuro oficial, a quien se atribuye la muerte o desaparición de al menos cuarenta y seis personas en “operativos anti-delincuenciales” entre 1996 y 2003, aprehendieron a cinco personas -cuatro hombres y una mujer- los subieron a un Nissan Pathfinder con placas alteradas (denunciado como robado y recuperado por la Policía Judicial del Guayas). Once años más tarde, los cuatro hombres siguen desaparecidos. La mujer, luego de ser secuestrada y luego llevada a la casa de uno de los policías, fue forzada a convertirse en chivo expiatorio de aquel hecho: la masacre en la Fybeca de La Alborada el 19 de noviembre de 2003.

En los últimos años, los policías y otros encubridores, se ocuparon de construir una serie de mitos alrededor del suceso tratando de invisibilizar los graves delitos y violaciones a los derechos humanos cometidos. También estigmatizaron y desacreditaron a las víctimas tratando de convencer a la sociedad que la supuesta lucha contra la delincuencia  justifica la violación del derecho a la vida sin ofrecer explicaciones.

Los mitos del antes llamado caso Fybeca van desde la supuesta actuación heroica de la Policía Nacional, obligada a utilizar fuerza letal contra una banda de terroristas internacionales que quería asesinar un alcalde y robar mil trescientos dólares –el jugoso botín recaudado durante la noche por la farmacia–, hasta una persecución judicial contra ese mismo alcalde por ser opositor al actual régimen. Otros mitos que se difundieron en estos diez años fueron la presunta manipulación de la investigación por peritos extranjeros, que dizque no saben nada frente a la “apabullante” técnica de los expertos locales que garantizó once años de impunidad, y la buena fortuna del oficial que comando el operativo.

Todas estas suposiciones e historias falsas empezaron a derrumbarse el veinte de octubre del 2014, cuando se instaló la audiencia de juicio en el caso, hoy conocido como “González y otros”, a través de evidencia incontrovertible sobre lo que realmente ocurrió en Fybeca esa fecha. La evidencia permitió llegar a irrefutables conclusiones.

El Alcalde de Guayaquil no solicitó a la Policía Nacional que se investigara supuestos planes para asesinarlo en aquella época. La decisión de trasladar de Esmeraldas a Guayaquil al “corvinero”–como se nombra a algún miembro de la institución conocido por su “gatillo fácil” – que dirigió la masacre, fue tomada por el entonces Comandante General, al margen de lo que disponen las leyes y reglamentos policiales.

La autorización del Comandante General para el traslado del oficial “corvinero” a Guayaquil, y los rumores que rondaban los cuarteles sobre los supuestos planes para asesinar al alcalde, justificaron que los altos mandos del Guayas, pusieran a disposición del señor González, hombres, vehículos (robados), armas y pertrechos, con los que se perpetró la masacre.

González no reportaba sus actividades a nadie, salvo al Comandante General que lo envió en comisión de servicios a Guayaquil, lo que le permitía ejecutar -sin control- cualquier acción en perjuicio de cualquier ciudadano, con el pretexto de la lucha anti-delincuencial.

La participación del Grupo de Intervención y Rescate ese día no contó con la autorización necesaria del Jefe del IV Distrito de la Policía, y se apartó de los procedimientos operativos normales en situaciones de supuestos delitos flagrantes –en este caso el asalto que presuntamente se desarrollaba al interior de la farmacia–.

Las rutas que tomaron los cinco vehículos en los que se trasladó el personal policial que intervino en los hechos, demuestran que jamás pretendieron realizar la supuesta captura en la ciudadela Las Orquídeas de uno de los delincuentes más buscados de la época (coartada expuesta en estos once años por todos los acusados), sino que directamente se encaminaron a la ciudadela La Alborada.

González y tres de sus hombres llegaron a los exteriores de la farmacia antes que la supuesta banda de asaltantes. Es decir, los estaban esperando y no existió delito flagrante con el que se pretendió justificar los asesinatos, estos once años.

En forma simultánea, en el interior y en el exterior de la farmacia, las ocho personas asesinadas por los agentes policiales, se encontraban desarmados, no representaban amenaza para los agentes del orden, y no hubo combate con ellos. Por eso, el uso de la fuerza era totalmente ilegítimo.

Las ocho víctimas recibieron impactos por la espalda –sólo dos recibieron alguno de frente–, algunas con el arma de fuego en contacto directo contra su cuerpo, otras a corta distancia mientras se encontraban tendidas boca abajo en el piso, y en todos los casos, los disparos se realizaron contra centros vitales –corazón, pulmones, cerebro– no a las extremidades. Es decir, no estaban orientados a simplemente incapacitar a los supuestos asaltantes.

Algunas víctimas presentaban impactos en las palmas de las manos y en los antebrazos, lo que demuestra que estaban tratando de cubrirse de los disparos o con los brazos en alto cuando fueron asesinados.

Las dos armas de fuego recuperadas en la escena que –se argumentaba- portaban los “asaltantes”, no fueron disparadas. Las dos granadas también recuperadas tenían sus espoletas –seguros– en el momento en que habrían sido lanzadas por los asaltantes para repeler el ingreso de los policías. Es decir, era imposible que detonaran.

Dentro de la farmacia, pese a la supuesta balacera entre asaltantes y policías, las perchas y exhibidores estaban intactos, no se cayó al piso ni siquiera una botella de agua, no se rompió ninguno de los ventanales del local, no resultó herido ningún policía.

Los protocolos de las autopsias practicadas a las víctimas omitieron información esencial y ordinaria en cualquier procedimiento de este tipo, ocultando elementos importantes sobre las trayectorias de los proyectiles y la descripción de signos característicos de disparos efectuados a corta distancia, de contacto, o mientras la víctima se encuentra tendida sobre una superficie dura. De este modo también se ocultó que las víctimas fueron ejecutadas y no murieron durante un enfrentamiento.

Dos fiscales de la Provincia del Guayas violaron sus deberes constitucionales y legales, y los más elementales estándares de debida diligencia en la investigación de un delito tan grave, cuando ignoraron la denuncia por asesinato, de Dolores Vélez –la esposa de Carlos-. Omitieron toda diligencia de investigación y ni siquiera tomaron una declaración a la viuda. Los dos fiscales archivaron la denuncia, uno argumentó supuesta falta de competencia, y otro supuesta falta de interés de la propia denunciante.

La Segunda Corte Distrital de Policía se convirtió en cómplice de los asesinos. Pese a su manifiesta falta de competencia que obligaba a trasladar el asunto a conocimiento de la justicia civil –en oposición a la jurisdicción policial–, y pese al abuso de poder en el operativo, la Corte optó por declarar inocentes a veintiún miembros de la institución comprometidos directamente en los hechos, sin indagar siquiera superficialmente la conducta de los oficiales de diversas jerarquías que facilitaron la perpetración de la masacre. La ejecución extrajudicial de civiles inocentes y desarmados no constituye una actividad legítima del servicio que justificara el empleo del fuero privativo policial para juzgar a sus responsables, por el elemental principio de que no se puede ser juez y parte. Por tanto, el proceso estaba afectado de nulidad insubsanable. La decisión irregular del fiscal y los jueces policiales acarreó una sentencia fraudulenta, que por años impidió una nueva e independiente investigación de los hechos, violándose los derechos de las familias de las víctimas a la tutela judicial efectiva, a las garantías mínimas del debido proceso y a conocer la verdad de lo ocurrido.

La sustracción de evidencia de la escena, la siembra de elementos ajenos y el uso de técnicas criminalísticas rudimentarias o en ocasiones obsoletas por el personal de la policía judicial ecuatoriana, impidieron el pleno esclarecimiento de los hechos hasta que un equipo de expertos forenses venezolanos, especializados en la investigación de delitos contra los derechos humanos, describió con detalles y gran precisión técnica, las inconsistencias entre la realidad de lo acontecido y el relato de los hechos presentado a la opinión pública por la Policía Nacional y varias autoridades civiles desde el 2003.

La mayoría de los policías acusados argumentó que solo cumplía órdenes. Pero, cuando es un delito contra los derechos humanos, en el que las órdenes del superior son ilegítimas, el principio de obediencia se anula y la responsabilidad se extiende al superior que dio la orden y al subordinado que la siguió. El principio de obediencia como justificación frente a la comisión de un delito, solo cubre las órdenes legítimas, es decir, las que se relacionan con el cumplimiento de fines constitucionales y legales encomendados a la policía, que se cumplen mediante procedimientos regulares y sujetos al orden jurídico. Eso no ocurrió en esta masacre.

Desde el punto de vista del derecho penal y bajo el derecho internacional de los derechos humanos, fue un asesinato. La muerte de las ocho víctimas en estado de indefensión, a manos de agentes estatales, con armas de propiedad del Estado y bajo la falsa premisa de la defensa de la seguridad ciudadana, constituye graves violaciones a los derechos humanos, específicamente ejecuciones extrajudiciales.

Las familias de las víctimas fueron estigmatizadas, hostigadas y descalificadas por años. Han tenido que soportar las injustas consecuencias emocionales, psicológicas, físicas, económicas y sociales de la muerte o desaparición de sus seres queridos. Han tenido que luchar contra la “verdad” oficial en completa desventaja frente al poder y la influencia de una entidad como la Policía Nacional y de varios actores políticos que decidieron erigir una plataforma sobre su sufrimiento, pisoteando su dignidad, en lugar de dedicarse a cumplir las funciones para las que el pueblo los eligió o fueron designados.  Todos estos daños deben ser asumidos y reparados por el Estado.

Una victoria agridulce

La semana del diez de noviembre del 2014, la Corte Nacional, en una decisión que nos hace soñar con una justicia finalmente independiente e imparcial para los ciudadanos, contó la verdadera historia de la masacre a la sociedad. Invocando importantes estándares internacionales para el esclarecimiento de graves violaciones a los derechos humanos, atribuyó responsabilidades a diez de los perpetradores y dispuso la reparación integral de las víctimas, incluido un pedido público de disculpas por parte de las más altas autoridades del Estado, y el cese de la estigmatización de las mujeres símbolo de la lucha por la verdad y la justicia en este caso, a partir de dejar de usar su nombre para referirse a un crimen tan execrable.

Esta, sin embargo, es una victoria todavía agridulce. Otros siete perpetradores del crimen también llamados a juicio se encuentran prófugos. Seis de ellos no han sido localizados y del séptimo, el obscuro oficial “corvinero”, se sabe que disfruta los réditos mal habidos de su condición de sicario en la Florida, Estados Unidos, mientras las familias de sus víctimas, en muchos casos, están sumidas en la profunda miseria.

Aunque existe una indagación previa respecto de las cuatro desapariciones en la misma ocasión de la masacre, todavía no se sabe cuándo la Fiscalía abrirá la instrucción e imputará a los agentes policiales y a los civiles responsables de los hechos. En el juicio se volvió patente que la conducta de muchos oficiales superiores de la policía que colaboraron con los hechos no ha sido investigada, lo que motivó un llamado de atención de la Corte Nacional a la Fiscalía General.

El Comandante General de la época fue absuelto porque consideraron que su actuación en el traslado irregular del oficial “corvinero” a Guayaquil y haberle entregado un aparato institucional para perpetrar delitos, no era suficiente evidencia para convertirlo en cómplice de los hechos.

Se dispuso importantes compensaciones económicas a las viudas de Carlos y Guime, y a otras dos víctimas indirectas de los hechos, siguiendo estándares internacionales de derechos humanos como dispone la Ley de Víctimas en vigencia desde el 2013. Sin embargo, en el anuncio verbal del fallo, no se ordenó que las indemnizaciones sean pagadas por el Estado, responsable institucional de los hechos, sino por los policías condenados, quienes obviamente no se encuentran en condiciones de cubrirlas.

Yo, sin embargo, tengo la esperanza de que un día finalmente se levantará por completo el manto de impunidad que por once años ha ocultado los hechos y sus consecuencias. Por ahora, me limito a compartir la verdadera historia de una masacre recién contada once años después.

Bajada

Los detalles verdaderos de la masacre de Fybeca se conocen (y reconocen), al fin, once años después