¿Qué es lo emocionante en una partida de ajedrez que dura cinco horas?
Nunca un campeón mundial de ajedrez fue el mismo después de perder el título. Le pasó al cubano José Raúl Capablanca, al soviético Boris Spaski, y le está pasando al indio Viswanathan Anand. Luego de siete años de llevar la corona, Anand, de 44 años, cayó en 2013 ante el noruego Magnus Carlsen, de 23, el segundo campeón más joven de la historia. La victoria del noruego no solo fue humillante para Anand –que no pudo ganar ninguna de las diez partidas–, sino que fue, como se dice en el fútbol, un triunfo a domicilio: la sede del encuentro era Chennai (o Madrás), cuna del gran maestro indio. Ahí, trece millones de niños entrenan ajedrez inspirados por él, el “tigre de Madrás”. Era una derrota esperada: la presión de ser visto por todos en casa, la progresiva apatía luego de años de no tener un retador a la altura y la edad avanzada le jugaron en contra a Anand las cerca de cincuenta horas que duraron todos los encuentros. Sí, la preparación física cuenta en el ajedrez. Pero sobre todo, cuenta el estado mental.
Hoy que el título vuelve a estar en juego, la prensa recuerda como detalles clave que el indio ya no se levanta para estrechar la mano del noruego, o que el año pasado Carlsen dijo que no creía posible que volvieran a ser amigos nunca más. En ajedrez se piensa tanto, que estos pormenores en lugar de ser tratados como chismes, se vuelven parte de la guerra psicológica que se libra estos días en la localidad rusa de Sochi, sede del campeonato mundial de ajedrez de 2014.
Como retador, Anand luce renovado, juega con brío y presiona a su rival como no lo hacía hace tiempo. El 11 de noviembre logró lo que no había podido en los últimos cuatro años: ganarle una partida a Carlsen. Y qué partida. Era un momento crítico. Luego de salvar el empate con una jugada que se sacó de quién sabe dónde en la primera partida, la segunda la perdió sin dar mucha pelea.
Todos lo entendieron como el principio del fin. Pero Anand no estaba muerto. Había vuelto con furia. Usó aquel recurso que siempre fue lo mejor de él: el tiempo. “Cuando pienso, juego mal”, dijo alguna vez este ajedrecista, considerado como uno de los mejores en ajedrez rápido (diez minutos por jugador) o blitz (cinco minutos). En 1994, Anand se tomó dos minutos de cinco para decidir su cuarta jugada en la semifinal del campeonato mundial de blitz. Y ganó, porque es una máquina que funciona con adrenalina. Esa fue la fórmula que le aplicó a Carlsen en la tercera partida del match por el campeonato mundial en Sochi. Se tomaba segundos para cada movimiento, contra los seis o siete minutos por jugada del noruego. Carlsen se rindió cuando le quedaba un minuto contra cincuenta de Anand. Pero aunque hubiese tenido cinco horas, la posición no le daba para tanto. Si la partida continuaba, habría tenido que abandonar.
A la cuarta partida, Anand llegó en forma. Ese juego le tocaba con negras, que de alguna forma es tener desventaja porque las blancas juegan primero y llevan la iniciativa. Y en esa quinta partida, Carlsen estuvo contra las cuerdas, porque otra vez el reloj le jugó en contra. Fueron tablas. Cuando un ajedrecista empata con negras, ha alcanzado un buen resultado. Los gestos de Carlsen eran testimoniales. Sus manos sobre las sienes, sus movimientos bruscos y su cara de fastidio evidenciaban el asedio: Esto es personal.
Pero Carlsen no lo había mostrado todo. Por algo ocupa el primer lugar en el ranking mundial. Su clasificación ELO (el sistema de puntuación en ajedrez) lo ubica por encima de los 2800, cerca del que tuvo Garry Kasparov en su mejor momento. Y casi por sorpresa, ganó la sexta partida –la última hasta ahora– porque es tan bueno que sus equivocaciones pasan por alto. En la jugada 26, movió el Rey a una casilla en la que podía ser víctima de jaques consecutivos. El comentarista oficial de la FIDE, Peter Svidler, lo notó enseguida, y es probable que varios millones de personas que seguían la partida también. No era una jugada difícil. Fue un momento tenso: Cómo es que el campeón no se dio cuenta de lo que hacía. Pudo haber perdido dos peones, diferencia abismal cuando el rival es un gran maestro. Y lo merecía. Pero Anand nunca creyó que Carlsen fuera a cometer un error no forzado, y siguió jugando sin percatarse. Había vuelto a caer en una trampa psicológica que se había tendido él mismo el año anterior. Unos segundos después de mover, se dio cuenta de la oportunidad que había desperdiciado, pero esos segundos eran ya demasiado tarde. Ahora el castigo lo merecía él. Y lo tuvo. “Doble error histórico”, tituló en El País Leontxo García, el más célebre periodista de habla hispana especializado en ajedrez.
Otra vez la pelota está en la cancha de Anand. Otra vez el peso de la guerra psicológica cae sobre sus hombros, pero ya demostró que puede cargar con ello. Está abajo por un punto, que es lo que concede la victoria. Si gana hoy, el mundial se pondrá emocionante como no lo fue desde aquel encuentro en que Kasparov le quitó el título a Karpov en 1985. Si pierde, talvez se habrá esfumado su última posibilidad de ser el campeón más viejo de la historia. Detrás de él hay otros nombres que claman por ser aspirantes, entre esos, el italiano Fabiano Caruana, que en octubre de 2014 logró en la Sinquefield Cup de Estados Unidos lo que pocos en su carrera: ganar cinco partidas seguidas en un torneo de grandes maestros, donde fue verdugo del mismísimo Carlsen.
El ajedrez es hermoso por la misma razón que era hermoso el juego de la selección de fútbol de Holanda en manos de Louis Van Gaal: la estrategia. Es exquisito –y reivindicador– ver a un rey al que le va la vida en detener a un peón inalcanzable, o a un jugador que sacrifica su dama para ganar veinte jugadas después. Puede ser tan emocionante como interminable, como si fuera un Monopoly al revés: es perpetuo al principio, se pone interesante en el medio juego, y los movimientos finales pueden ser extraordinarios, porque se siente bien ver derrotado a alguien que es más inteligente que uno. Es para sentarse a pensar, para esperar el momento justo. No es un juego para impacientes.