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La Voz Humana, de Jean Cocteau, se presenta en Quito hasta este 16 de Noviembre. Esta puesta en escena sobre el amor y los amantes, es dirigida por León Sierra Páez y representa el debut de Dallyana Passailaigue en el teatro

I

¿Estás ahí? Tengo que decirte algo, no importa que no lo escuches ahora, algún día lo vivirás. Debes saber que el amor es un asunto de enfermos. Cuando uno se enamora, el individuo va perdiendo retazos de su humanidad. La precariedad le asiste y la dignidad le huye. Siempre es igual, no importa el formato en el que se presente el amor: como convención social, como aventura pasajera, como sentimiento desaforado, como compromiso incorruptible o como una cuestión pura del ser. Todo es lo mismo al final del día. Los berrinches, los llantos, las quejas, la obsesión, la compasión, el cansancio, la ternura. Nada se escapa del amor. Se puede ser feliz, pero solo a veces. El amor es ese a veces. La voz humana, de Jean Cocteau, es un descenso hacia el infierno, es decir, hacia el amor.

 

II

Cuando escuchamos al cantante belgo-francés Jacques Brel también lo imaginamos. Está en primer plano, nos mira directo a los ojos, en blanco y negro, y llora mientras canta Ne me quitte pas. Y lo repite: Ne me quitte pas. Ne me quitte pas. Ne me quitte pas. No me dejes. No me dejes. No me dejes más. ¿Sabes su historia? ¿la de Jaques Brel? Él se enamoró, por eso llora. Se enamoró de la bella y redonda Suzanne Gabriello, o “Zizou”, como la llamaban. Su historia es breve: él estaba casado, ella no. Ella se embarazó, él no la aceptó. Ella fue ingenua, él fue un cobarde. Ya ves, solo en las ruinas nos podemos encontrar. La voz humana es un cuerpo literario que tiene la forma de esa canción.

 

III

El escritor francés Jean Cocteau escribió en la primera mitad del siglo XX La voz humana. Desde entonces, diversas mujeres, en diferentes formatos (teatro, ópera y televisión) han dado vida al personaje de ese monólogo; un personaje tan errático como contradictorio: una mujer no asume la separación con su amante y espera a que él la llama, a través de un teléfono, para pedirle que la atienda, que la escuche, que siga ahí… Ella también lo llama, con insistencia, pero ¿hay alguien ahí? No sabemos qué sucede al otro lado del auricular, ese diálogo hasta puede ser una invención. Sin embargo, la estridencia de las llamadas nos recuerda que es algo real.

Hay gente que etiquetó a esta pieza como un drama con preocupaciones esencialmente burguesas. No es así. No importa que Cocteau haya provenido de una familia acomodada, él siempre habló con la verdad, y es ahí donde se reconoce al legítimo artista, ese que puede hacer de un diamante una roca, y viceversa. Muchos le restan valor a las obras por estos prejuicios de clase, pero, cuando se reflexiona con honestidad sobre los sentimientos humanos, las fronteras se diluyen. Por eso, la obra es un acierto, porque no idealiza al amor, no lo maquilla innecesariamente, aunque a veces es bueno un poco de polvo, pero solo a veces. Esta obra lo muestra en toda su precariedad. Quizás, el dolor es un igualador social.

La obra tampoco representa un arquetipo de mujer: la sufridora, la sometida, a la que le falta autoestima. No, esos son juicios morales y Cocteau no tiene nada que ver con ellos. Lo suyo es ir de frente, no convertir al individuo en un objeto, sino volverlo más vulnerable y reconocible para los otros. Es tal vez por esta característica que veo a varias mujeres (y a algunos hombres también) en la obra de Cocteau, como a Dorothy Parker, quien nos regaló estos versos que tan bien entonan con esa pieza teatral:

“Es la búsqueda la que excita, y no el ganar,

la persecución desenfrenada, y no el arrinconar;

el amor atrapado no es sino una gota de lluvia en abril,

que se abre en el ala transparente de la polilla.

¿por qué osas esperar que tú y yo

podríamos hacer del relámpago errático del amor una llama duradera?

Aun así, si crees que sería injusto no intentarlo:

Bien, me apunto”.

 

IV

Suena Ne me quitte pas en la voz de Jaques Brel antes de que la función empiece. Es 1896 y el lugar en donde se desarrolla la obra es un cuarto de Guayaquil, horas antes de que el gran incendio lo consuma todo, horas antes de que su protagonista descienda hacia el infierno. Un teléfono rojo, una diván, un toca discos, un retrato, un collar de perro, pastillas, cartas, un abrigo, cigarrillos, alcohol y una mujer de pelo corto que repite insistentemente “cariño mío”, forman parten del escenario. Las cosas están dispersas, como el pensamiento de esa mujer.

Así es como se nos presenta La voz humana en Quito, bajo la dirección y adaptación de León Sierra Páez, y la actuación de Dallyana Passailaigue. Con sus ligeros toques locales, la obra sigue el curso original del monólogo de Cocteau. Passailaigue conoce muy bien el texto y encuentra sus puntos más altos cuando no deja de experimentar con su cuerpo, con sus afiladas manos, con su cabello cenizo, con los objetos que la rodean, cuando no hay contención.  Ahí es donde destaca la actriz, la que siempre ensaya –como un ejercicio de perfeccionamiento– cuando la obra está a punto de comenzar. Ese es el método que el director aplicó y que Passailaigue lo materializa de manera adecuada en el escenario, que se pone más rojo anunciándonos que todos algún día nos vamos a quemar.