[Un texto para leer en silencio]

David Tudor se sentó al piano con un cronómetro, y no tocó una sola tecla. Medio minuto después, cambió la página de la partitura que tenía al frente. El silencio seguía. No pasaron ni dos minutos cuando el público empezó a irse del Maverick Concert Hall de Nueva York. Aquella tarde de 1952, quienes asistieron al concierto de Tudor no toleraron la ejecución de esa pieza, compuesta por John Cage, llamada 4:33 por sus cuatro minutos y treinta y tres segundos de silencio. En su libro The Secret Power of Music –publicado en 1984– el teórico musical David Tame recogió el espíritu de ese público: “(4:33) tan solo debe ser considerada como una broma”. El mundo había oído por primera vez aquel experimento que Cage consideraba la obra maestra de su carrera como compositor. Era un ejercicio radical que criticaba –hace sesenta años– la mercantilización de la música. Pero sobre todo, era una composición para escuchar. callada

Nadie asiste a un concierto donde no habrá música. Uno puede tener sueño, aburrirse, enojarse, perturbarse, sentirse inculto, incluso no entender lo que está pasando, pero aun así, nadie espera escuchar a un pianista mientras no toca el piano. Esa ausencia de armonías precisamente es el punto, porque “todo lo que hacemos es música”, decía Cage. Él le había advertido a Tudor sobre la importancia de cambiar las páginas de la partitura durante la interpretación. Después de aquel performance, el compositor narraba cómo en el primer movimiento (que dura treinta segundos) “se oía el viento que soplaba en el exterior”; en el segundo movimiento (2’23’’), “las gotas de lluvia repicaban sobre el tejado”, y en el movimiento final (1’40’’), “las propias personas emitieron todo tipo de sonidos interesantes, mientras hablaban o se encaminaban a la salida”. La música la había puesto el entorno. Era una denuncia dirigida a la industria discográfica, incapaz de valorar aquello que no era como esperaban. Era una invitación a apreciar lo que estaba en los márgenes.

Cage era un vanguardista que intentaba abrir un hueco en el negocio musical, bastante mercantilizada desde la proliferación de los mass media y la “revolución creativa” de la publicidad estadounidense. Eso explica que la necesidad de explorar lo desconocido, de renovar, haya sido vital para su obra. Cage fue siempre un investigador. Creó el método del piano preparado, en el que se ubicaba objetos en las cuerdas del instrumento para modificar las notas.

En 1951 (antes de 4:33), visitó Harvard para usar su cámara anecoica, una habitación diseñada para impedir el eco y el ruido externo. Quería experimentar el silencio absoluto. Pero no pudo. Durante esa incursión, oyó dos leves sonidos. Los ingenieros encargados de la cámara le dijeron que eran su sistema nervioso y la circulación de su sangre. Entonces supo que el silencio no era acústico, que “el significado esencial del silencio es la pérdida de atención”. Su experimento le había dado la pauta para convertirse en un detractor del error. Ese mismo año compuso Music of Changes, una pieza con ritmo, pero sin armonía. Había sido creada con notas y compases seleccionados al azar, pero con orden, como el accidente controlado con el que Jackson Pollock hacía sus pinturas. Music of Changes está llena de sonidos bruscos. Su melodía es tan placentera como una nariz que pica y no se puede rascar. Sin embargo, su composición estaba basada en la lógica musical. Los errores, como el silencio, no existían para Cage.

Para ese entonces, Cage ya llevaba varios años planeando su plegaria silenciosa, como llamaba originalmente a 4:33. Aún no lograba reunir el valor para presentarla en un escenario. “Sentía que no podía tomármelo en serio”, había dicho. Temía que todos pensaran que era una broma. Él no era Marcel Duchamp, que había puesto a prueba a la gente con su gesto del urinario, seguro de que nadie se lo reprocharía. Lo de Cage es más como el Cuadrado blanco sobre fondo blanco del suprematista Kazimir Malevich, entusiasta indagador de la nada y su capacidad expresiva. Porque la nada, la ausencia de todo, es el espacio y momento perfecto para la reflexión.

Una serie parecida a la de Malevich –en forma, no en fondo– ayudó a Cage a decidirse a presentar 4:33, a pesar de su temor a que no la tomaran en serio. Se trataba de las White Paintings (pinturas blancas) de Robert Rauschenberg, lienzos en blanco donde antes hubo un dibujo que el artista había borrado. Al ver aquellos lienzos vacíos, Cage supo que no había razón para seguir guardando su plegaria. Tenía que presentarla “pasara lo que pasara”. Si no, la música se quedaría atrás en un camino que las artes plásticas ya empezaban a recorrer: la crítica descarnada a la ilesa reputación de las instituciones. “(4:33) Es catártico. Cuatro minutos y medio de meditación, realmente”, decía Arnold Schoenberg, el maestro de Cage. La música es la forma más abstracta del arte. Está hecha para sentir. Pero con su obra silente, Cage se desmarca de esa naturaleza sensorial. Esta pieza fue hecha para pensar.

Y es la duración lo que conecta al sonido con el silencio. El tiempo que dura uno define la existencia del otro. Cuando acaba el silencio, empieza el sonido. Aquella única vinculación hace al título más creativo de lo que parece.

Cuatro minutos y treinta y tres segundos es el tiempo que le resultó a Cage de una operación al azar: una tirada de cartas del Tarot, conocida como la Herradura. La partitura no tenía notas, solo un pentagrama vacío donde cada naipe equivalía al tempo que dura una figura musical. La crítica de Cage al modelo de la industria discográfica estadounidense necesitaba tener de su lado un peso que hiciera equilibrio. Y el compositor tenía aquel contrapeso a la mano: En la década de los cuarenta, había estudiado filosofía oriental. Necesitaba aquello, un toque oriental, y ese fue el papel del Tarot en su composición.

La pieza 4:33 es un producto del azar, pero de un azar ordenado. Es la forma musical de una categórica frase de Cage: “No tengo nada que decir, y aun así lo estoy diciendo, y eso es poesía”. Una sentencia de naturaleza parecida a esa paradoja zen que se pregunta si existe el ruido cuando un árbol cae en medio del bosque, pese a que no haya nadie ahí para oírlo. Cuatro minutos y treinta y tres segundos es accidente y planificación; es hablar callando. Y si se expresa, es porque escucha. Es sonido y silencio vueltos uno solo.

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