Mi hijo nació una medianoche, dos sanos pulmones de seis Sansones. En los pocos metros que unían la cama de su madre con la balanza donde la enfermera le tomaría sus medidas –peso, altura, cráneo: la estadística neonatal– inundó la sala con un llanto de siglos. Matteo llegaba a la báscula mientras yo aún temblaba. La mujer envolvió su cuerpo en un paño de algodón blanco, pedí tocarlo. Apoyé mi mano en su pecho y dije las únicas cuatro palabras que recordaré toda mi vida:
—Tranquilo, hijo. Soy papá.
Afuera, sobre Washington, caía la peor tormenta de nieve en cien años. Teo —rojo, hinchado, mocoso— movió los ojos hacia mí, y dejó de llorar.
En el principio fue la voz. Toda historia escrita fue, en algún momento, un relato oral o, en el más personal de los casos, un monólogo interior —la voz propia de un autor. Hasta en los mundos inmateriales como las religiones hay un dios que proyecta sus palabras en la fe de sus devotos. Richard Wagner sostenía que en la voz humana encajaban los cimientos de toda la música. La historia de la ópera, la más elevada celebración clásica —decía el crítico alemán Paul Bekker— no es otra que la historia de la voz.
Antes del nacimiento de Teo yo apoyaba mis manos en la panza de su mamá y susurraba, ronco, Manuelita, la tortuga y El reino del revés. Para su primer año mi hijo despertaba a diario con una melodía donde poníamos a bailar monitos, un sol, su corazón, melocotones. Los psicólogos dicen que es muy probable que el recuerdo más antiguo se atesore alrededor de los tres años, pero que los niños son capaces de reconocer y recordar de manera inconsciente cosas y sucesos anteriores. He visto esa suerte. En cierta ocasión, tras una noche de mal sueño, mi hijo desayunó con refunfuños así que lo alcé a mi falda y, empujado por un aire extraño desde el fondo de la memoria, comencé a cantarle El reino del revés. Aminoró su apresuramiento, los ojos apuntaron al piso, se dejó estar.
Por cosas como esa, a menudo Matteo me recuerda que una parte de la memoria se guarda en los labios.
—Papá —dijo una y tantas veces—, baila con la boca.
Conversar con un niño pequeño es un intento por completar un crucigrama cuyas reglas cambian a medida que se llenan los huecos entre palabras. La biología censura la capacidad de mencionar todo cuanto capturan sus ojos. El poeta modernista William Carlos Williams se preguntaba si era posible para un escritor captar el pensamiento —la voz real— de los niños. En 1994 tres investigadores procuraron responder esa duda en un libro de trescientas páginas, Lenguas infantiles: La voz del niño en la literatura. En sus páginas finales, la experta Laurie Ricou escribió que a través de los niños despertamos a los accidentes de la lengua y sus carambolas de significado. Los discípulos de Ferdinand de Saussure dicen que el lenguaje crea el mundo de las cosas, y si aceptamos esa razón entonces el universo de un niño de tres o cuatro años es una constelación lisérgica.
Un día, ya tierno, mi hijo me instruyó sobre transportación:
—Mi avión blanco lleva trenes, el avión azul lleva camiones y el verde ¡calles!
Otro, mientras recogía un balón con flores pintadas, fui informado del espontáneo pragmatismo de la lengua:
—Esa pelota está llena de truffula trees.
En un tercer momento, cuando por la ventana la niebla había dado paso a un chaparrón, conocí nuevas astronomías:
—¿Sabes qué es eso, Teo?
—Meteoritos, papá.
Un accidente lingüístico infantil es un Big Bang.
Los papás podemos vencer gigantes y someter dragones, pero somos seres temerosos. Dormimos, ya no descansamos en las bondadosas sábanas de la soltería: la naturaleza nos ha equipado con cierto cableado malsano que, por instinto, nos despierta en medio de la noche, ahogados por el horror de la pesadilla filial. Sea cual sea el sueño, su limo es uno: podemos oír la voz de nuestro hijo, pero desespera no escucharla a tiempo.
Me tomó tres años confesar a mi mujer que cuando Teo nació me atemorizaba la idea de que fuera incapaz de comunicarse. Decir, gesticular, conmoverse: ser, señor psiquiatra, empático. Pero desde muy pequeño mi hijo habla inglés y español y conversa hasta con los viajeros del Metro. Negocia la postergación de la siesta, determina el almuerzo, manipula sus minutos al iPad, selecciona camisetas y pantalones como Tim Gunn, decreta la posición de locomotoras, carboneras y carros de pasajeros en las vías de Thomas The Train. Ha hecho de un simple Lego un universo divino, él su propio dios nietzscheano.
Una tarde firmó sus credenciales de embajador de sí mismo frente a una vecina de cabello cenizo:
—Me llamo Matteo, y hablo todo el día.
En la distribución de roles del juego hogareño yo soy la estera de los saltos, cabezazos y refriegas de Teo. Hay algo primitivo y animal y de una elementalidad asombrosa en esos ejercicios. El cerebro reconoce la voz y el aroma familiares desde el primer grito y por lo tanto no es casual que juegue con mi prole al león cansado y al cachorro inoportuno: nos hundimos las narices en los cuellos, nos restregamos los pelos, roncamos. Nos reconocemos. La maniática destrucción que mi hijo hace de mis espaldas es un precio aceptable para consolidar el vínculo primitivo. Un día la cría enfrentará al padre alfa, pero, mientras el momento llega, yo mismo desafío mis años de racionalidad, y soy lo que su voz mande.
En nuestros juegos de monos, halcones y felinos, Matteo me halaga con su orden preferida:
—Papá, ruge.
Y yo bramo, dejo que me pongan voz, que baile mi boca por la suya.