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¿Se ha sincerado el manejo de la política en la Santa Sede?

Fue una sorpresa que se desvaneció enseguida. El 13 de octubre, el Vaticano publicó un documento en que parecía que la Iglesia Católica abriría sus puertas para los grupos GLBTI, los divorciados y las parejas que viven en unión libre. El texto era el resultado de la primera semana del Sínodo Mundial de Obispos, un concilio convocado por el papa Francisco para discutir y votar a dos rondas sobre "los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización". Los ultraconservadores reaccionaron pronto, y días después, el apartado “Bienvenida a los homosexuales” terminó llamándose “Atención pastoral para las personas con orientaciones homosexuales”. Una derrota para Francisco que será revisada exactamente en un año. Pero es una derrota estratégica: Quedan aún doce meses de discusiones en la prensa, negociaciones privadas y presión de lobbies religiosos antes de una decisión final. La Santa Sede es –a fin de cuentas– un Estado. Y como tal, no se escapa de los juegos retóricos de la política.

El Papa lo entiende bien. Su breve periodo ha estado marcado por una agenda de reformas que intenta reparar los errores de la Iglesia. La tolerancia cero con los curas pederastas y el saneamiento del Instituto de Obras Religiosas –el famoso banco del Vaticano– son acciones iniciadas al final del reinado de Benedicto XVI, pero continuadas con éxito por Francisco. Un éxito que radica en su carisma y habilidad de político populista. Nada de eso sería posible sin el apoyo popular, favorecido por el tratamiento que recibe en los medios de comunicación. El diario español El País se ha referido a él como “un papa sin precedentes”. Francisco apunta también a la tolerancia hacia los grupos GLBTI. Ya en 2013 había dicho que “Si una persona es gay y busca al Señor, ¿Quién soy yo para juzgarlo?” Es un signo de los tiempos. Las relaciones entre personas del mismo sexo son cada vez menos condenadas. Poco después de ser electo, el Papa preparó un cuestionario dirigido a los feligreses –y no a autoridades religiosas– de las ciento catorce conferencias episcopales del mundo con preguntas sobre los distintos modelos de familia. Esos resultados determinaron las deliberaciones entre los obispos en el sínodo de 2014. Jorge Bergoglio parece decidido a convertirse en el reformador del Vaticano. De un tiempo para acá, la Santa Sede se ha democratizado. Sus asuntos han dejado de estar sujetos a la autoridad absoluta del representante terrenal de una fuerza divina. Suena a modernización, a una decisión necesaria para una institución que aún insiste en comunicarse en latín.

Como todo reformador, Bergoglio tiene opositores. Los mayores enemigos de las reformas son los conservadores. Y si hay un lugar de encuentro de conservadores, ese es la Iglesia –no importa la religión, siempre lo es: en ese sentido, los conservadores son muy ecuménicos–. Menuda tarea la del Papa. Apenas se publicó el documento que contenía la “bienvenida a los homosexuales”, los más católicos protestaron. El grupo Voz de la Familia dijo que el texto era "uno de los peores documentos oficiales escritos en la historia de la Iglesia". El cardenal sudafricano Wilfrid Fox Napier criticó que la “bienvenida a los homosexuales” haya sido presentada como la opinión de todo el sínodo, cuando era la de “una o dos personas”, pese a que tuvo 118 votos (dos menos de los necesarios para ser aprobada). Por su parte, el cardenal estadounidense Raymond Burke, quien lideró las argumentaciones antigays, dijo que el Vaticano había manipulado la información. Son escenas propias de campañas electorales, donde los políticos se acusan unos a otros.

Antes de concluir el sínodo, se anunció que Burke sería removido de su cargo como Prefecto del Tribunal Supremo de la Signatura Católica. Conocido por sus incendiarios comentarios antigays, su crítica al documento fue “el colmo” para Francisco. Pero las pugnas entre facciones de la Iglesia Católica no son nuevas. La historia las recoge por montones. Lo novedoso es que ahora sean tan públicas. Acaso es algo inevitable desde que en 2012 se filtrara parte de la correspondencia de Benedicto XVI. Los Vatileaks, –como los llamó el portavoz de la Santa Sede, Federico Lombardi– incluían una carta del nuncio de Washington DC, Carlo María Vigano, que acusaba al entonces secretario de Estado de la Santa Sede, Tarcisio Bertone, de perseguirlo por promover normas de transparencia en las cuentas del banco del Vaticano. Desde entonces, las fuerzas en el Vaticano continuaron moviéndose como siempre, pero ante los ojos de la opinión pública. Meses antes de la renuncia de Ratzinger, un grupo de cardenales italianos movía los hilos para que el nuevo Papa volviera a ser italiano. L’Osservatore Romano –el periódico oficial de la Santa Sede– habló de Benedicto XVI como “un pastor rodeado de lobos” en un iglesia “dividida e ingobernable”. El diario español El Mundo fue más allá, al hablar de “un Papa que reina, pero no gobierna”.

Aquella incapacidad de Ratzinger por controlar la Iglesia era –por supuesto– una amenaza para cualquier sucesor. Francisco simplemente llevó las pugnas allí donde podía hacerse fuerte: los medios. El saneamiento del banco Vaticano, la persecución a los curas pederastas y la apertura a los GLBTI son parte de la agenda que lo ha congraciado con la prensa. Esa aura democrática se ha ahondado aún más con la dinámica de este último sínodo. A lo largo de la historia de los concilios, el Papa escuchaba las intervenciones y redactaba el documento final según su criterio, pero ahora todo depende de los votos de los obispos. La propuesta ha perdido, pero la jugada no le ha salido tan mal a Bergoglio: Luego de insistir en la necesidad de hacer público todo el documento alegando que era una cuestión de “transparencia”, la bienvenida a los homosexuales es ahora parte de la agenda mediática, de donde es difícil desalojar cualquier tema. La discusión no está ni cerca de terminarse, porque los líderes de la derecha católica aparecerán como más intolerantes, y los líderes de la menos derecha serán presentados como los impulsores de la unidad. Hoy más que nunca, los asuntos de Estado de la Santa Sede se discuten como si se tratara de las tribulaciones políticas de una nación cualquiera en los medios de comunicación, el escenario favorito de los líderes latinoamericanos. Como buen argentino, Bergoglio sabe mover sus alfiles en la prensa.

Pese a todo, el Vaticano no ha cambiado mucho. La lucha por controlar los designios del catolicismo tiene siglos. Lo que es diferente son las formas. Las pugnas políticas dominan la Iglesia, y Francisco –criticado por los sectores más conservadores– parece dominar los vaivenes de la política. Julio Burdman, politólogo y profesor de la Universidad de Belgrano, decía que el fallecido Néstor Kirchner, ex presidente de Argentina, veía a Bergoglio “como a un político, un articulador de la oposición, antes que como un sacerdote”. Es curioso: en 2010, Bergoglio calificaba al matrimonio gay “como una pretensión destructiva al plan de Dios”, en una carta dirigida a la presidenta argentina Cristina Fernández. Hoy, busca acoger a los homosexuales en el seno de la Iglesia. En realidad, no hay contradicción: En el sínodo jamás se habló de matrimonio igualitario. Para Francisco, la apertura hacia los GLBTI es un arma política para debilitar a las fuerzas conservadoras que se le oponen. El Vaticano no ha hecho más que sincerarse. Se ha mostrado como lo que es: un estado terrenal.