pierre_et_gilles._san_sebastian.jpg

Desde que el papa Francisco fue aplaudido por haber dicho en 2013 que quién era él para juzgar a los gays, se habla de una posible “revolución” en la Iglesia Católica respecto a la homosexualidad. En octubre del año siguiente, la prensa ha resaltado que el sínodo al que asisten obispos de todo el mundo reconociera en un borrador que los homosexuales tienen “dones y cualidades para ofrecer a la comunidad cristiana” y prometiera “brindar especial atención a los niños que viven con parejas del mismo sexo”. La omisión de este lenguaje en el texto definitivo ha decepcionado a los entusiastas que, sin embargo, resaltan las recientes discusiones al interior de la jerarquía católica. Yo discrepo de tanto entusiasmo. Desde la perspectiva de la dignidad humana y ante las conquistas LGBTI que –al menos en el mundo occidental– atestiguamos hoy, las ideas y lenguaje del ala “liberal” de la iglesia son, en el mejor de los casos, retrógradas y, en el peor, denigrantes.

El problema de fondo es que en vez de revisar sus posturas, lo que Bergoglio y sus aliados hicieron fue un ejercicio de relaciones públicas. Pretendieron presentarse como buenos cristianos, compasivos y piadosos, acogedores de “la cuestión homosexual”. Como ya hicieron algunos curas con los indígenas hace quinientos años, los bienintencionados de hoy buscan formas de no quedar ante el mundo como unos intolerantes despiadados. De ahí que “¿quién soy yo para juzgar?” no da lugar a una reflexión crítica sobre cuán sólidas son las bases de la iglesia para afirmar que “las relaciones homosexuales contrastan con la ley moral natural”, sino que es, simplemente, un amague de piedad hacia el pecador.

Diferente sería si Bergoglio y sus aliados se plantearan con seriedad la posibilidad de que la homosexualidad no sea ese mal inherente que tanto repiten no sólo sin evidencias sino, lo que es peor, ante tantas pruebas concretas de que los homosexuales y sus relaciones afectivas son perfectamente compatibles con la más moralista de las doctrinas de familia, incluida la de la misma Iglesia Católica.

Esto, por cierto, no es propuesta novedosa mía. Hay voces dentro de la misma iglesia que claman por una revisión de posturas. La más articulada y sólida que conozco es la del obispo católico australiano Geoff Robinson. Es un teólogo ya retirado de su posición eclesiástica, experto en derecho canónico que, durante años, fue el Presidente del Tribunal Arquidiocesano del Matrimonio en su país. No es cualquier cura de parroquia: el hombre sabe de lo que habla. ¿Y de qué habla? De cosas de fondo, como la falta de acción de la iglesia ante los abusos sexuales comprobados de sus miembros. En el tema de interés aquí, no habla tanto de homosexualidad ni de la compasión cristiana al pecador, sino de cómo la única posibilidad de que la iglesia cambie su actitud ante la homosexualidad es que revise, en general, sus posturas sobre sexo heterosexual.

La propuesta de Robinson está desarrollada en el artículo “Sexual Relationships: Where Does Our Morality come From?”. En él se cuestiona la postura católica de que cada acto sexual deba ser un acto de unión y, a la vez, de procreación, de manera que cualquier otro uso de las facultades sexuales sea moralmente reprochable y por tanto una ofensa al dios. Más que un documento teologal, el artículo es una invitación a la iglesia, su propia institución, a argumentar sus posturas.

Contra dogmatismos irracionales, Robinson demanda ejemplos que puedan justificar esa exagerada fijación en el sexo y los concomitantes pecadso que producen la ira divina y condena eterna. Como hombre entrenado en debates normativos, Robinson reclama menos afirmaciones y más argumentos, particularmente cuando se trata de interpretar la voluntad divina. ¿Cuáles son las pruebas de que todo acto sexual debe ser necesariamente procreativo? Si la experiencia humana no tiene valor probatorio, ¿no será que la doctrina confunde ideal con realidad? Finalmente, y en atención a la naturaleza filosófica-moral del debate que plantea, Robinson exige que la ética sexual cristiana se base en consideraciones de bien o mal en las personas y en sus relaciones y no dudosas ofensas a la deidad. En este último punto, Robinson despliega su propuesta de ética sexual que es bastante moralista, por cierto. Para él, los actos sexuales no pueden despegarse del amor y la relación monogámica, como ocurre con tanta frecuencia en la sociedad moderna.

Yo discrepo con esto último –ningún acto sexual realizado por una o varias personas capaces de discernir, es moralmente reprochable – pero la lógica de Robinson es incuestionable: la Iglesia no tiene ninguna razón objetiva para llamar inmoral o pecadora a una relación de amor, monógama, y comprometida entre dos personas. Bajo ese estándar ético, ¿con qué razones se condena a las parejas casadas en segunda instancia o a las parejas del mismo sexo? ¿con qué razones se les niega la posibilidad de matrimonio?

Más allá de esto, en la propuesta de Robinson no hay lugar a compasiones forzadas tipo “amemos al pecador no al pecado” o “los homosexuales son pecadores pero como buenos cristianos que somos debemos aceptarlos, porque además resulta que sí han tenido algún que otro don”. No hay lugar a esto porque, insisto, su propuesta apunta al fondo, sin concesiones al dogma, que es justo lo que no hace la propuesta de Bergoglio, del ala dizque liberal de la iglesia.

La propuesta “liberal” no puede ser tomada demasiado en serio: no cuestiona el tema de fondo. Sin duda, el borrador fue producto de una disputa seria y no puede tomarse como la expresión ideal de esa vertiente “liberal”. Por eso, al mismo tiempo en que insiste en las “problemáticas morales relacionadas con las uniones homosexuales” reconoce el apoyo mutuo al interior de estas parejas. Por esa disputa, el texto termina redactado con ese lenguaje evasivo y eufemístico que habla de “niños que viven con parejas del mismo sexo” como si se tratara de roommates o socios; porque, claro está, ni para conservatas ni para liberales, los homosexuales podemos formar familias.

Pero más allá de esto, la propuesta “liberal” no se distingue mucho de la conservadora. Quizás por exceso de entusiasmo, a algunos se les haya pasado por alto afirmaciones como que “las uniones entre personas del mismo sexo no pueden ser equiparadas al matrimonio entre un hombre y una mujer”, o que “es inaceptable la presión a los pastores o que organismos internacionales condicionen ayudas a la expedición de normas de ideología de género” (párrafo 51). Estas partes sí pasaron al texto final y están en línea con un manual en el que el Vaticano ordena a sus fieles oponerse activamente al reconocimiento legal o social de las relaciones entre personas del mismo sexo. No un documento teologal, sino un mandato a mezclar los temas del dios en los asuntos del césar. Los clérigos y laicos católicos alrededor del mundo que emprenden con uñas y dientes contra el matrimonio igualitario no hacen otra cosa que acatar las órdenes de sus líderes religiosos. Es la “guerra de dios” a la que en 2010 el entonces obispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, convocaba a unas monjas que apoyaban el matrimonio igualitario en Argentina. Hasta hoy, Francisco, el papa “revolucionario y gay friendly” no se ha retractado de los términos de esa carta ni ha cuestionado ese manual. Entonces, señoras, señores, ¿estamos ante una revolución de la iglesia ante la homosexualidad? Permítaseme dudar. 

Bajada

O por qué no hay ninguna revolución sobre la homosexualidad en la Iglesia Católica