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¿Quién, y por qué razón, impondrá el criterio de lo mediáticamente correcto?

Entre los activistas gays, lesbianas, bisexuales, trans e intersex (GLBTI), la presentación en abril pasado de una denuncia por parte de la Asociación Silueta X hacia tres programas cómicos de producción nacional (La Pareja Feliz, Mi Recinto y Vivos) suscitó una división de criterios, aunque la mayoría se decantó por apoyar la denuncia. La semana pasada, la Superintendencia de la Información y la Comunicación (Supercom) cerró este proceso de la forma en la que ya nos tiene acostumbrados: las disculpas públicas.

La presentación de esta denuncia y su reciente resolución responde a un discurso que, si bien está posicionado, podría ir en detrimento de uno de nuestros derechos civiles básicos: la libertad de expresión. Mi criterio –expuesto en las redes sociales y en una entrevista en Radio Pública, junto al comunicado público de las personas que están detrás de la campaña Matrimonio Civil Igualitario, también cuestionando la denuncia– fue motivo suficiente para que un colectivo GLBTI que la apoyaba, calificara nuestra postura como un ‘activismo neoliberal’. Pareciera que también nos hemos acostumbrado a la polarización política, exponiéndonos a una confrontación maniquea que poco aporta al debate de ideas.

Las nuevas instituciones creadas a partir de la aprobación de la Ley Orgánica de Comunicación (LOC) –el Consejo de Regulación y Desarrollo de la Información y Comunicación (Cordicom) y la Superintendencia de la Información y la Comunicación (Supercom)–, pareciera que comparten esa polarización. Si no fuera así, propendieran a la utilización de otros mecanismos para hacer cumplir la LOC, sin tener que juzgar y sancionar a quienes la incumplen. Hasta ahora, hemos visto que toda denuncia presentada se ha tratado más o menos de la misma forma en la que se llevaría cualquier caso en las cortes ecuatorianas, inclusive utilizando esa clásica disposición arquitectónica de una sala de juzgado, como la de Tres Patines o como la de su remake local, la Tremebunda Corte.

El discurso del que hablo, ampliamente posicionado en nuestra sociedad y reforzado por gran parte del aparato estatal (no solo por la Cordicom o la Supercom), ha sido utilizado por la Revolución Ciudadana, casi de manera doctrinaria, para sustentar sus pugnas con los medios de comunicación. Analizado, es un discurso que mezcla tres visiones sobre los procesos de la comunicación masiva y ninguna de ellas es nueva. La primera ubica al medio de comunicación como actor y escenario de la lucha de clases, la segunda lo ve como el cuarto poder del Estado, y la última como una aguja hipodérmica.

La noción del medio de comunicación como actor y escenario de la lucha de clases, tiene filiación obvia con un pensamiento que se hizo sentir con la fuerza simbólica de la ideología, muchas veces con violencia, a lo largo del siglo XX alrededor de todo el mundo. Según esta corriente, el medio de comunicación está inserto en procesos sociopolíticos en los que el concepto de la alienación cumple un rol fundamental: así como la religión ya fue el opio de los pueblos, los medios de comunicación, particularmente los grandes, son sus alucinógenos.

El problema de esta lectura radica en que –así como el aparato del Estado no puede ser asumido o interpretado como un sistema cerrado, sino como el resultado de procesos políticos internos de consenso y disenso en los cuales, como es normal, se da cierto grado de imposición doctrinaria (cuanto más participativa y deliberativa sea la noción de democracia, menor es esa imposición)– el sistema de medios de comunicación, su aparataje, los engranajes de sus instituciones y actores, no deben tampoco ser leídos como si fueran un todo indivisible, funcionando maquiavélicamente para alienar a los receptores de los medios.

Es una lectura que ha calado bastante bien en Latinoamérica y ubica a casi todos los medios dentro de un mismo costal: todos están al servicio de los intereses mezquinos de las clases dominantes. Precisamente es esta generalización la que pone en peligro a la libertad de expresión. Superado el debate sobre la imparcialidad de los medios, la única forma de garantizar el acceso a una información plural es a través de la variedad de perspectivas y contenidos, difundidos sin temor o censura previa. De alguna manera, eso se daba en la prensa, radio y televisión ecuatoriana, debido al buen número de periódicos, canales de televisión y radiodifusoras que estaban en manos privadas. No fuimos nunca, ni de cerca, el caso de los monopolios mediáticos mexicanos o brasileros que construyeron verdaderas industrias culturales desde un único lugar de enunciación. En Brasil, por ejemplo, TV Globo acapara, no solo la producción de novelas, sino una extensa malla de repetidoras y productoras locales y regionales, una en casi todos los estados de la unión federal.

Muy anterior a esta lectura, la noción del cuarto poder está asentada en el imaginario colectivo desde el siglo XIX. El poder de injerencia, el poder de facto que tendrían los medios para manipular la información y manejar a su antojo los hilos del poder real, es una idea vieja que ha coexistido con otras, como la libertad de prensa y expresión, desde el nacimiento mismo de los medios masivos de comunicación.

La conjunción de ambas visiones, la del medio como actor/escenario de la lucha de clases y la del cuarto poder, sumada a la también posicionada idea de la pasividad de las audiencias (o de la aguja hipodérmica), ha sido fundamental para sustentar las fricciones a las que ya nos hemos acostumbrado entre la mayoría de los medios no estatales y el presidente Correa. El problema con estas fricciones es que el Presidente de la República es, por su cargo, un líder de opinión. Cuando estas tres visiones sobre los medios se mantenían como sobremesa de las reuniones familiares de los domingos, no pasaba mayor cosa. Hoy, por el contrario, es uno de los temas centrales de la política pública y casi podríamos afirmar, con hipérbole de por medio y si se me permite una licencia literaria, es el leitmotiv de las sabatinas.

Creer que las audiencias son pasivas receptoras de lo que dicen los medios es una idea que tuvo su auge durante la primera mitad del siglo pasado, aplicada fundamentalmente para aglutinar masas alrededor de ideas políticas o empresas militares. Y tuvo éxito: el ejemplo más patético e inhumano fue la maquinaria propagandística del nacionalsocialismo nazi; no es el único caso, es apenas el más sonado.

La idea de los medios de comunicación masiva como agujas hipodérmicas que inoculan sus mensajes en una audiencia predispuesta a absorber como esponja, sin un mínimo de individualidad y crítica, todo lo que dice la televisión y los periódicos, es, en la época de la sociedad de la información, un poco ingenua. Lamentablemente es la que impera. No me explico de otra manera el aparecimiento de la Ley Orgánica de Comunicación. De acuerdo a esta visión, la sociedad, pobre de ella, alienada como siempre ha estado, perdida en el mundo de las sombras, no tiene las capacidades para ver más allá de la caverna. Para usar un lindo ecuatorianismo: los medios nos dan viendo y nos dan pensando.

No obstante, lo que sí resulta irrefutable es que nos faltan herramientas, no para pensar o para ver, sino para saber cómo leer e interpretar a los medios. No hay en el sistema educativo (al menos en el de mi época no había), ni en el primario, ni en el secundario, ni en el universitario, una asignatura para la lectura crítica de medios. Hace poco me invitaron a participar en un taller de evaluación de la nueva malla curricular para la carrera de periodismo de la Universidad Católica de Quito. Tampoco había lectura crítica de medios.

La información que nos llega de los medios debe ser leída e interpretada conociendo el lugar de enunciación de esa información, es decir, el lugar en el que se asienta la línea editorial del medio de comunicación. Con esto me refiero también a sus nexos, políticos, económicos y familiares. Es natural que se tenga esos nexos, como natural es el carácter gregario del ser humano.

Pero no, nada se nos ha enseñado para leer a los medios y lo más seguro es que no se lo haga. Para definir y consolidar identidades políticas, lo fácil es recurrir a una alteridad contrapuesta que genere una clara dicotomía: el otro, el que no está aquí conmigo, es mi enemigo. Y para que las masas se unan a mí, deben asumir mi identidad como propia.

No es apenas un detalle menor, es el tema central de esta reflexión: ¿cuál fue el criterio que llevó a la Asociación Silueta X a presentar la denuncia en contra de Teleamazonas? Considero que la demanda estuvo embebida de las tres visiones de las que hablé y de las que se sirve Carondelet para atacar a los medios. No es un secreto el acercamiento que ha tenido esta Asociación, con un fin absolutamente loable como es la defensa de los derechos de las poblaciones de la diversidad sexual y de género, con el régimen. Desde que se dio ese acercamiento, las técnicas de comunicación que aplica esa agrupación y su principal Diane Rodríguez resultan asombrosamente similares no solo a las que aplica el gobierno para hablar de la oposición, ahora último englobada en la restauración conservadora, sino también a las que aplicaron otras organizaciones y personas particulares (con el apoyo de algunos Asambleístas oficialistas) para interponer demandas al diario Extra por su “Tremenda Potra Carajo!” y al canal incautado y en manos del Estado TC Televisión por su “Nalgómetro”. Rodríguez, desde un inició lo tuvo muy claro: “(…) la querella es una acción disuasiva inclusive para otro tipo de programas”.

Las identidades políticas fácilmente transitan hacia una suerte de hipnosis colectiva, de obnubilación social. Me pregunto si esta visión que hoy impera sobre los medios de comunicación no forma parte de ese estado. Ante la posibilidad de interponer quejas y demandas que ahora da la LOC a todos los ecuatorianos ¿quién, y por qué razón, impondrá su criterio? Esta ley debe ser usada no para disuadir, y menos aún la creación artística. No olvidemos que los programas de humor son ante todo y sin indagar en la calidad de su guión, creaciones y expresiones artísticas. Curiosamente, Víctor Arauz, el actor que personifica a La Michi en los sketchs del programa Vivos, también transmitido por Teleamazonas, protagonizó, con Alejandro Fajardo, el primer beso homosexual del cine nacional en una de las mejores películas ecuatorianas: ‘Mejor no hablar (de ciertas cosas)’. ¿Esto quiere decir que socialmente hemos aceptado que la disuasión entre al mundo de la creación artística? Preocupante.

De manera consciente o inconsciente quizá queremos instaurar la sociedad del deber ser, de la recta moral, del comportamiento políticamente correcto. Esto derivará, en algún momento y sin querer ser tildado de paranoico, en una inquisición laica, tal como ya lo argumentó el filósofo Nelson Reascos en una entrevista para Plan V. Las disculpas públicas, la nueva picota, no hacen sino colaborar a la instauración de ese ambiente nefasto para las libertades individuales, entre ellas la libertad de expresión. Paradójicamente, no deja de tener su gracia: es como si una Tremebunda Corte juzgara un caso de linchamiento mediático a la libertad de expresión.