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¿Repetirá el Estado ecuatoriano sus errores en Sarayaku?

 

En una ceremonia celebrada en octubre de 2014, varios ministros del gobierno del Ecuador fueron hasta el territorio del pueblo amazónico de Sarayaku para pedirle disculpas públicas por las violaciones a su propiedad comunal, identidad cultural, derecho a la consulta y por haber puesto en grave riesgo sus vidas. Era el cumplimiento de una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que –en cerca de cien páginas– recorre con bastante detalle la historia de un conflicto común en la Amazonía en el Ecuador: la pelea desigual entre un pueblo indígena y los dos actores principales del maridaje petrolero, las empresas y el Estado ecuatoriano. El presidente del pueblo Sarayaku,  Félix Santi, les respondió que esperaban disculpas sentidas, y no solo el cumplimiento de una formalidad. Después, lanzó una advertencia: “Aunque el Estado no quiera, nos mantendremos en la lucha para que esto no se vuelva a repetir”. El legado más importante del caso tiene que ver con las obligaciones estatales de no repetición. El presidente de Sarayaku tiene razón en expresar su malestar por lo que percibe como un acto meramente formal (valioso e histórico, sin duda) falto de garantías futuras ante un peligro real y actual para su pueblo y para los demás pueblos indígenas amazónicos: el desarrollo de una nueva ronda petrolera en lo que aún queda de la Amazonía no explotada por las petroleras.

En el caso de Sarayaku, el Estado fue condenado a una serie de reparaciones. Primero, debe restituir el territorio al estado en que se encontraba antes de las violaciones a las derechos humanos, extrayendo los explosivos que las empresas petroleras ubicaron para realizar la sísmica –una de las primeras fases de la exploración petrolera–. Debe, además, pagar una indemnización de más de un millón doscientos cincuenta mil dólares por daños materiales e inmateriales. Con la visita de los ministros se cumplió con la obligación de discuparse públicamente. Sin embargo, hay unas reparaciones llamadas de no repetición que debe acatar. Son garantías de que esas violaciones no vuelvan a suceder. Algo así como un “nunca más”.

¿Qué ha pasado con estas garantías de no repetición? ¿Podemos decir que en el futuro, lo que pasó en Sarayaku no pasará nuevamente?

No creo.

La sentencia es de junio de 2012. En julio de ese año, Rafael Correa emitió el Reglamento para la Ejecución de la Consulta Previa, Libre e Informada en los Procesos de Licitación y Asignación de Áreas y Bloques Hidrocarburíferos. Esa regulación, de última hora, pretendía legitimar los dudosos procesos de “consulta previa” que se hicieron como parte de la ronda petrolera publicitada un año antes por el gobierno, y que han sido altamente cuestionados por la dirigencia del pueblo Sarayaku y otras organizaciones de las nacionalidades amazónicas.

Para empezar, el gobierno pretende regular un derecho constitucional mediante un reglamento, cuando la forma legal y debida de tratarlo es mediante una ley discutida en la Asamblea Nacional. El reglamento además es inconsulto, cuando cualquier ley sobre el tema (insisto, ley, no reglamento) debería someterse obligatoriamente a consulta prelegislativa, por disposición de la Constitución y del Convenio OIT 169, que en el Ecuador tiene rango constitucional. 

La decisión de Sarayaku ordena que los pueblos deberán ser consultados previamente en todas las fases del proceso de producción normativa. Entonces, cualquier medida legislativa provenga del ejecutivo, del legislativo, o de gobiernos seccionales, que pueda afectar a derechos de pueblos indígenas es inconstitucional salvo que demuestre fehacientemente que fue consultada con las comunidades. Nada de eso sucedió con este reglamento. 

Todo lo anterior, se refiere a la forma. En lo sustantivo también hay problemas serios en esa pieza ilegal. El reglamento nunca menciona entre sus fundamentos a la sentencia de la CIDH del caso Sarayaku. Tampoco menciona al fallo Saramaka v. Surinam de la misma CIDH –aquel que fue tristemente manoseado por la Asamblea cuando autorizó la inconstitucional explotación de los bloques ITT en el Parque Nacional Yasuní–. Según esa decisión, hay casos en los que el Estado no sólo debe consultar sino que, además, debe obtener el consentimiento previo, libre e informado de los pueblos indígenas potencialmente afectados. 

Lo que menciona el desafortunado reglamento como marco legal de la consulta es el artículo 83 de la Ley Orgánica de Participación Pública que –¡oh sorpresa!– sin la debida consulta prelegislativa establece un mecanismo por el cual un burócrata toma la decisión final ante la falta de consentimiento previo del pueblo indígena involucrado. Eso es inconstitucional e incompatible con las decisiones de la CIDH en los casos de Sarayaku y Saramaka.

En la tónica usual del gobierno, el Reglamento emitido en julio de 2012, enfatiza en los beneficios que el gobierno de turno ofrecerá a las comunidades para que acepten la explotación de petróleo en sus territorios. Ese enfoque a la consulta, nada novedoso para quienes ya tienen experiencia en estos procesos alrededor del mundo, es la versión estatal del énfasis en regalos y ofertas de las empresas petroleras. Es una versión menos burda, pero igualmente inaceptable en un país que se las da de Plurinacional e Intercultural. Si bien, la participación en beneficios de proyectos en sus territorios es un derecho de los pueblos, nacionalidades y comunidades, esta participación presupone la consulta y consentimientos previos.

En este sentido, desviar la atención a ofertas de potenciales beneficios es un intento de comprar el consentimiento del pueblo involucrado. Peor aún cuando esos supuestos beneficios son pigricia en relación con las rentas que recibiría el Estado y a los impactos negativos en el ambiente, la cultura, la organización social y política, la cosmovisión y forma de vida de los pueblos indígenas. Comunidades artificiales, nada orgánicas, y puestos de trabajo obrero, son a lo sumo, lo que recibirían. Una práctica conocida ya y cuestionada, independientemente de que provenga de la empresa o del Estado.

Otra práctica cuestionada por la CIDH en Sarayaku es la estrategia de “divide y vencerás” tan usada por las empresas petroleras y replicada por los Estados. La práctica ha sido evadir a las organizaciones representativas de la nacionalidades y pueblos e ir directamente a las comunidades. Cualquier persona que se haya tomado la molestia de conocer y visitar las comunidades amazónicas, sobre todo las más remotas, debe reconocer que ahí no hay la suficiente preparación para comprender documentos de alto nivel técnico como un estudio serio de impactos ambientales, sociales, económicos y culturales de un proyecto petrolero. Cualquier consentimiento obtenido en estas circunstancias adolece de vicios que lo anulan.

¿Han cambiado sustancialmente estas prácticas?

Por lo visto, no.

Y lo que es peor, ahora pretenden legitimarse a través de piezas legales con vicios de forma y fondo. Es por estas conductas, y ante la posibilidad real y actual de que el gobierno ecuatoriano avance en sus planes de la Ronda XI, que el presidente de Sarayaku reclama garantías serias de que lo que su pueblo vivió a lo largo de más de una década –bajo la complicidad de varios gobiernos–no se repetirá. Garantías de nunca más. Sobre ellas, el gobierno ecuatoriano  actual no se manifestó en su ceremonia de disculpas. Más preocupado estaba en asignar toda responsabilidad a gobiernos pasados, como si todo fuera color de rosa en sus relaciones con los amazónicos en esta misma materia. Entonces,  ¿“Sarayaku nunca más”?  Permítaseme dudar.