—No sé qué le ven a la música de Cerati.
—Yo, en cambio, sí sé.
 diálogo escuchado en una oficina quiteña

La fidelidad pop estalla cuando se anuncia la muerte de alguien importante. Y hay demasiados niveles de importancia en el mundo. Son escalones que se suman, se tejen en función de los contactos que se establecen, colectiva e individualmente. Con Gustavo Cerati el asunto tiene sus particularidades. La sinapsis es específica, porque es un tema pasional, de comunión, de relación directa, y de darle a la música un carácter afectivo por encima de la percepción en sí. Escuchamos música porque lo que sucede ahí nos hace sentir mejor, recordar algo, o pasar el rato en un estado de euforia que siempre agradecemos.

Para aquellos que al menos saltaron con “De música ligera” –o cada vez que había un temblor preguntaban si Cerati se había despertado de su coma–, la situación es clara. Esta filiación pasa por una cotidianeidad que vuelve a la obra del argentino en algo que ya no es musical. Esa cercanía afectiva desnaturaliza todo y la emoción y la crueldad se dan por igual. Cuando los sentimientos ganan, cuando el momento cambia de la pena a la tristeza y al luto, explotan los acordes de otra manera.

Además, cuatro años de sueño y varios anuncios falsos sobre su muerte también pasan factura.

Cerati estaba desnaturalizado. No solo por su condición, sino por la imagen que se creó a su alrededor, más allá de hechos comprobables, dispersos en la obra que nos deja. Porque no hay muerto malo. Y estar en una cama por tanto tiempo, con escasa posibilidad de comunicación, debe ser lo más cercano a la muerte.

Y ahí la música sube escalones en un edificio que no suena, solo impacta. O rompe corazones.

¿Hasta cuándo? Hasta que llega el momento de pensar si realmente nuestras pasiones musicales resisten preguntas sencillas: ¿por qué es importante?, ¿qué significa para mí y otros?

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Alrededor de Gustavo Cerati siempre gana esa pasión. Su mundo está dividido entre dos torres, sobre las que él coloca sus piernas para sostenerse con fuerza. Un pie colocado en eso festivo y masivo y otro en eso que suena a poesía, a pintura, a propuesta estética. Casi nunca se produjeron artistas así. Cerati no es solo de Argentina, no es solo del rock en español: hay algo de universo en él y en lo que consiguió con sus composiciones y ese carácter de “arte por el arte”, que es casi su firma.

No hay intenciones políticas ni otros compromisos, solo están aquellos ligados a la expresión estética de estados de ánimo y ciertas ideas que lo conectan con la humanidad: la muerte, el amor, la ruptura, la sensualidad, la paternidad, la esperanza.

Todo eso en una base armónica que, siendo pesimista, te obliga a mover el pie para seguir el beat de lo que suena.

Siendo optimista, la obra de Cerati lo revela como un tipo con mucha precisión para tomar una guitarra, algún aparato con olor a digital para crear y repetir sonidos, un bajo, caja de ritmos, batería o teclado y empezar a jugar hasta conseguir algo que pudiera considerar lo suficientemente bueno. No compone, diseña. Su aproximación no es enteramente emotiva, es calculada; incluso cuando se trata de situaciones que lo han golpeado y ha tenido la necesidad de cantarlas. Como sucede en “Té para tres”, que pese a ser un repaso sentido acerca de su padre fallecido, no deja de tener una estructura preconcebida: a diferencia de su discografía hasta ese momento, escoge la guitarra acústica, la sencillez y el dramatismo de una voz que parece gemir y quejarse mientras dice versos como

te vi que llorabas

te vi que llorabas por él.

Cuando se trata del arte, uno prefiere asumir que surge de la nada, que la inspiración siempre gana y que se origina en las entrañas, en algo que pocos tienen. Es más sencillo verlo así, como si todo fuese como con Miguel Ángel Buonarroti: agarrar un trozo de mármol y esculpir hasta que el David aparezca, inmenso, hermoso e intocablePero no siempre es así. Quizás nunca es así.

Cerati se queda entre nosotros para demostrarnos que el arte es un tema de elegancia construida. ¿Qué es sino esa canción llamada “Planta”? Si no la han escuchado, háganlo ahora mismo.

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Entre ambas torres de Cerati, la verdad juega a saltar de un lado al otro. El tipo que podía versionar sus canciones para jingles de radio o programas televisivos de un humor fácil y obvio, también era capaz de producir discos con un carácter de totalidad, en los que debía controlar casi todo, para obtener el resultado que deseaba. Es el músico que cantó con Roger Waters y con Shakira. Esa es la paradoja de este constructor, la que le da forma, casi como un acto de autodesacralización. Solo Cerati destruye a Cerati.

Es el artista que indaga en los límites y busca ayuda de otros. Richard Coleman, Daniel Melero y hasta Benito Cerati, su hijo, entre otras decenas, entran en esta catedral de canciones. El motor de Soda Stereo, el tipo que con cincuenta años  pasó casi treinta enfocado por fotógrafos de varios paísesentrando y saliendo a estudios y escenarios, tenía el olfato tan desarrollado como para saber lo que debía hacer para estar vigente, aún si esto significaba cantar con una orquesta, disfrazado de El Principito.

, también había esa necesidad de estar ahí, de no desaparecer, de ser querido como se quiere a los dioses. No hay estrella de rock sin eso, en ninguna parte del mundo. No hay fanatismo sin narcisismo, ni reflejos sin espejos para verse mejor.

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Aunque no lo . En el 2000, como parte de la gira de “Bocanada” –su segundo disco solista–, llegó a Quito. Tocó en el Ágora de la Casa de la Cultura, el peor sitio para conciertos, con un sonido que no busca ser escuchado sino escapar del lugar, como demonio saliendo del Necronomicón. El show estuvo repleto de un público que le pedía, a gritos, canciones de Soda Stereo. Habían pasado dos años de la disolución del grupo. Él no decía nada, ignoraba los pedidos. Hasta que en medio show dijo: “Ahora, un toque de Soda”. Tocó “En la ciudad de la furia”, “El rito” y punto final. La gente saltó, gritó, el éxtasis ganó terreno por diez minutos. Luego él reculó y siguió cantando los temas de su nuevo disco y otras joyas solistas –como el “Vuelta por el universo”, del disco con Melero–. La desesperación del público estaba ahí. Tenían al cantante y líder de Soda Stereo al frente, ¿por qué no cantaba más cosas de su banda? Porque no. Cerati había llegado a presentar sus últimas canciones y no había tiempo para la nostalgia.

El hombre que orquestaba todo, que quería estar ahí, en el presente eterno –“Siempre es hoy” canta en una de sus canciones–, podía cagarse en los deseos de su público, si quería.

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Cerati, más que inaugurar algo, lo vuelve propio y gigante. No hay forma de compararlo con nada ni nadie. Ni siquiera verlo como descendiente de Luis Alberto Spinetta le hace justicia a ninguno de los dos: la atemporalidad de Spinetta no se aplica a Cerati.

Decirle adelantado es un lugar común, desde luego, pero, además, equivocado. No hay vanguardia posible en Cerati. Más que mirar hacia adelante, lo que él hizo fue siempre mirar a su alrededor, escudriñar en sonidos y en artefactos para conseguir nuevas aberturas sónicas, otras ventanas. La curiosidad siempre fue su fuerza. Quizás nadie interpretó como él la acústica de su tiempo. Supo llevarla a algo que  para muchos sería lo actual. Sobre todo en los noventas, década de su explosión como el tipo de los sonidos, como ningún otro músico en el continente. Por ejemplo, “En remolinos”, del disco “Dynamo”, de 1992, tiene todo el noise y el shoegazing que venía rondando en el under del mundo desde 1991.

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Youtube está plagado de vídeos que tratan de demostrar cómo Cerati toma otras canciones y hace, sobre ellas, las suyas. “Hasta la música que no me gusta me ha influenciado. Hay muchos caminos posibles” –dijo alguna vez– “los mismos músicos y artistas se dedican también a investigar qué ha pasado ahí y retomar algún camino de eso. Nadie está inventando algo de cero”. Para muchos, este proceso de indagación raya en el plagio, pero ese es el escape más sencillo.

El sampling como un acto de rescate, de reconstrucción. No como una copia. Pero ¿a quién le importa eso?

Los casos son varios: “Momma”, de ELO se asocia con “Río Babel”. “Waltz for Lumumba”, de The Spencer Davis Group suena en “Tabú”, o “Mass Production”, de Iggy Pop –de ese álbum imprescindible llamado “The idiot”–, ofrece la base sonora de “Ameba”, de Soda Stereo. La indagación sónica que acompaña a su obra se centra en tomar aquello que ya se ha hecho y avanzar desde ahí. Esos “parecidos” juegan al reconocimiento.

Cerati no crea la música, la recrea.

El ángel eléctrico

Gustavo Adrián Cerati nació en Buenos Aires el 11 de agosto de 1959. Murió en la misma ciudad, hace pocos días. Quizás había muerto cuatro años atrás, en Caracas, cuando un accidente cerebro vascular lo dejó postrado, conectado y desconectado. Para el tipo que decía que “la música sale de los cables”, estar en medio de ellos en sus últimos años se convirtió en sistema de vida. La vida tiene un humor siniestro y suele ser aceite hirviendo sobre nuestras cabezas.

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No hay forma de pensar o suponer lo que él y su familia debieron pasar todo estos años. De nada sirve elucubrar. A uno se le ocurre que más que dolor, hoy pasan por el ojo de la tormenta. Los sufrimientos nos acercan, pero solo podemos intuirlos, no sufrimos lo que otros sufren, pero sabemos que están sufriendo. Otra paradoja más.

Por eso es mejor quedarse con la imagen de siempre: la del tipo alto, de ojos verdes, delgado, de nariz larga y de pelo ensortijado que ha podido alargarse gracias a los cosméticos adecuados.  Con guitarra colgada de sus hombros, ante un micrófono, cantando como si eso fuera sencillo de hacer.

Cuando uno no hace lo que quiere, cuando uno no hace lo que puede, cuando uno no puede decidir sobre lo que quiere o no quiere hacer, está muerto.

Lo más probable es que Cerati no muriera hace pocos días. Desde Caracas la vida ya no tuvo forma para él. Y eso es la muerte: falta de estructura.

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Su sentido estético se basaba en hacer habitable eso que sonaba en su cabeza y que pronto se convertiría en una canción. La música de Cerati es un gran salón, estamos dentro de él y nos volvemos en los seres que perciben, que degustan. No intervenimos sino para reconocer los colores y experimentar gustos e ideas.

Era el tipo que no tiraba las cosas. Si algo funcionaba se quedaba con él hasta que tuviera sentido total. Los acordes de “En la ciudad de la furia” salieron cuando tenía quince años y dirigía un coro de una iglesia. Casi una década después se convirtieron en canción.  “Todo me sirve / nada se pierde / yo lo transformo”, canta en “Magia, de su último trabajo, “Fuerza Natural”.

“Doble vida” es el disco que Soda Stereo grabó en Nueva York, en junio de 1988. Al resto de los integrantes de la banda y a los músicos que participaron en él les dio cassettes con las canciones grabadas, casi listas, para que se aprendieran sus partes y trabajar desde ahí.

Hay algo de imposición en esto de ser estrella de rock.

La decisión va por otros sitios cuando eres un dios de la guitarra. ¿Se puede ser un tipo exitoso sin ser un hijodeputa con el resto? Quizás sí, quién sabe. La leyenda dice que Soda Stereo se disolvió porque el dinero no entraba en partes iguales, porque las jerarquías empresariales no son siempre las mismas cuando una sola persona hace las canciones, las canta y las produce.

Dios siempre tiene las de ganar.

No hay que confirmar las leyendas. El pasado mitificado es parte de las pasiones que la música desata.

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Cuando Soda Stereo se fue al diablo, en 1997, Cerati publicó en un suplemento del Clarín: “Cualquiera sabe que es imposible llevar una banda sin cierto nivel de conflicto”. No, no cualquiera lo sabe; pero ahí está, por escrito. Ese es el tipo de concesiones que él permitió, esa posibilidad de compartir algo de sus sensaciones, pese a que no estábamos al mismo nivel.

El contacto de Cerati con el público, si bien parte de la deuda y de la gratitud, es necesariamente distanteCuando había puntos en común,  no eran del todo procesados por el entendimiento y la razón: venían con la música, con ese contacto provocado por las melodías. Su “Gracias totales”, convertido en eterno grito de guerra, es un gesto de dádiva, genuino, un rayo que rompe las líneas de separación, el discurso del dios complacido.

Su propia voz, la de ese barítono eterno, y esa forma de hilvanar un discurso como si fuera profesor de Lengua, son suficientes para aceptar que no somos como él. Los ídolos pop son a prueba de cotidianeidad.

Y en ese sentido, al menos, no había demagogia.

Checklist

¿Cuántos casos existen de alguien como Cerati? Dylan y Lou Reed tenían voces de técnicos de fútbol. Cohen no toca la guitarra como un ángel vengador. Robert Smith nunca tuvo la elegancia de un conde. La inquietud iba de saltar de género en género, de considerarse pop y acariciar todo lo demás. Una laptop y una guitarra al mismo nivel.

Los libros están ahí. Autores como Borges, Quiroga, Lorca, Rilke, Paz, Wilde, Poe… todos mezclados en canciones, como letras, yendo y viniendo. No para evidenciar sus lecturas, sino para construir lo mejor a partir de aquello que ya está.

Música que queda, sonidos que marcan, elegancia y juventud, diversión, salto e introspección. Eso grande en Cerati es porque hay tanto en lo que hizo que cada uno puede tener su pedazo en esa pasión, incluso el desprecio y la incomprensión sobre su música. Pero eso no importa. Al final la recompensa es otra, viene en forma de discos y de un botón con un triángulo caído, mirando hacia la derecha.

Play. Confort y música. Eso.