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“Pequeño ensayo sobre la soledad” de Santiago Roldós, presenta un enfrentamiento personal con las dualidades de la vida.

Se trata de una propuesta de teatro contemporáneo, minimalista e introspectivo que coloca bajo el microscopio la cotidianidad y el amor filial.

 

En el espacio de una sala teatral íntima, con capacidad para menos de cuarenta espectadores y casi escondida en el sur de Guayaquil, se contó una historia fragmentada en sucesos emocionales, sobre la exploración del sentido (o la falta de él) dentro de una existencia que tiende a repetirse día a día. Son las “odiseas cotidianas”: ir al súper, recoger a los niños, regresar del trabajo,  escuchar a los hijos o actuar como si se los ha escuchado.

“Pequeño Ensayo sobre La Soledad”, escrita por Santiago Roldós –director de Espacio Muégano Teatro– plantea una búsqueda de traumas y vivencias personales, de sentimientos comunes a la paternidad, la maternidad, la niñez, el juego, la carencia o el exceso de afectos, la soledad y la tristeza. Son reflexiones que permiten reconocerse como parte del ciclo vital de las relaciones familiares.  

“Pobre papá, todas las noches se suicidaba lanzándose desde la elevadísima cornisa de sus aspiraciones… imaginemos que tu sonrisa es un tonopan, un panadol, un nervocalm, un ansiolítico para el corazón de tu papá, e imaginemos que frente a ese parque el esfuerzo ciudadano construyera un edifico enorme proporcional a las aspiraciones de las cornisas de sus ciudadanos, un rascacielos enano”-La dualidad de la naturaleza humana representada por los actores logró cautivar gracias a un lenguaje tan auténtico como poético.

La obra fue concebida para tres mujeres, interpretadas por Pilar Aranda, Marcia Cevallos y Santiago Roldós. “El reparto fue pensado originalmente para las tres actrices que estamos aquí, pero como ven puede variar en número y género de acuerdo a los deseos y contingencias de la gente real”, explica Aranda. Justo después de la tercera llamada, la oscuridad llenó al escenario. Una voz femenina aumentaba lentamente de volumen, transformándose de murmullo a grito, repitiendo armónica pero dramáticamente, una oración sobre la alegría y la muerte. El rostro de la mujer, de rodillas y con los brazos extendidos, casi acariciaba una tabla negra frente a ella; una tabla que luego sería lo que la historia requiera: mesa, cama, pizarra o edificio.

Las tres protagonistas y un sonidista –que interactúa mínimanente con los actores, una especie de espectador con licencia para bromear con los personajes– se ubican en los cuatro puntos de la sala. Todos vestían de negro. La simplicidad y la facilidad de movimiento eran básicas para el recorrido que iniciaba.

Giros coordinados, pasos, saltos, piruetas, a dúo o a trío en medio de la fluidez de las palabras y las situaciones, repeticiones sincronizadas. Todo esto como herramientas para hablarnos del tedio de la rutina.

En una especie de metalenguaje, Roldós contaba lo que sucedería… “en ese punto del libreto se proyectarán imágenes de padres, matrimonios…”. La mente del espectador visualizaba de inmediato a los propios padres, volviendo innecesaria cualquier imagen material.

Una constante de la pieza fue hablar de sí misma, con un tono autocrítico cargado de humor“Cuando yo sea grande voy a tener un teatrito, todo pintadito de negro… y lo mejor es que ese teatro va a estar en un sitio en donde a nadie le importe un carajo el teatro ¿qué cosa no? Se me va a ir la vida en eso”–En un principio la afirmación de Pilar causó gracia, sin embargo, las risas no se prolongaron porque, de súbito, la obra cambió de estado y ese fue su ritmo constante: el cambio y la duplicidad.

Los personajes y sus historias pasaban de la oscuridad a la luz, del miedo a la risa, de la complacencia del hijo al padre a la del padre al hijo, de la sobreprotección maternal al refugio emocional necesario entre una madre y una hija. Una reiteración de las fases humanas.

Toda la obra dispuso un agarrar y soltar, un subir y bajar de la tensión, como los momentos de lentitud que preceden a la caída de una montaña rusa. A la más mínima sonrisa, o risa bien puesta, llegaba la incitación a la introspección. Eran un cúmulo de frases que iniciaban como chispa para incendiarse en las incertidumbres propias de los presentes.

Se trataba de un grupo de verdades en dos extremos de una misma línea, con la caracterización de la inocencia y la niñez gracias al juego, las risas y los gritos de tres hormiguitas circenses en un lado; y la tristeza de la soledad, la enfermedad y la muerte, en el otro. La falta de tiempo, la ansiedad, la tristeza, la curiosidad, el desinterés o la carencia de afecto familiar, fueron temas con los que no relacionarse era imposible.

Si bien las diferentes escenas carecían de una continuidad narrativa, la carga reflexiva,   en conjunto con las acciones y diálogos de los protagonistas, lograron construir palabras capaces de capturar el peso del día a día para alcanzar a mirarse por dentro, como Marcia Cevallos, quien en un momento se convierte en un padre que no puede más con las preguntas de su hijo y estalla. Sale en busca de silencio, pero en medio de la premura por el escape hay un “te amo” intenso que baja las revoluciones.

El asombro ante la vehemencia de las palabras actuadas y la risa que a veces se escapaba sin saber si era el momento apropiado, dejaron claro que este montaje teatral se transformó en un juego emocional, al igual que su título. ¿Cómo tratar de entender a la soledad? Esto fue un reto sin ganador.

 

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Lugar: Vacas Galindo 1308 y Guaranda.

Costo: Espacio Muégano Teatro no cobra un precio fijo por entrada, al salir en una pequeña ánfora de madera se recoge las donaciones voluntarias.