¿A quién disgusta más el busto del ex presidente socialcristiano?
Como si fuera una especie de Cid Campeador de la política ecuatoriana, León Febres Cordero (LFC) sigue causando polémica después de muerto. Luego de dos años de disputas sobre el lugar donde sería colocada, la escultura en honor al ex presidente de la República finalmente yace aún sin develar en Malecón 2000. Mientras organizaciones como Diabluma o Juventudes de Alianza País planean “acciones de repudio” por la instalación del busto, un manto enorme cubre a un rostro de bronce que luce severo pero debilitado, y que no termina de convencer incluso a algunos partidarios del líder socialcristiano.
Una escultura –apenas se erige o después de un tiempo, no importa– tiene siempre un valor arqueológico. Los monumentos son generadores de memoria social, de historia. Y perpetuadores de mitos. En ese sentido, las organizaciones que se oponen a que se exhiba el busto, en realidad luchan contra la legitimación de la figura y la ideología de LFC. El problema es que la estatua es ya una consecuencia de esa legitimación. Pese a las violaciones a los derechos humanos perpetradas durante su presidencia, la población guayaquileña prefiere ver a León como el alcalde que “refundó” la ciudad. Y por eso votaron por él y su línea sucesoria en las seis últimas elecciones.
Si alguien quiere despojar al busto de LFC de esa legitimación que casi lo vuelve un héroe, hay formas más sofisticadas, y menos violentas con la voluntad popular que intentar que no sea colocado. En 1986, el artista polaco Krzysztof Wodiczko propuso The Homeless Projection, acción que proyectaba imágenes de indigentes sobre cuatro estatuas heroicas de un parque de Union Square, en Nueva York. Esos indigentes habían sido retirados de aquella zona para dar espacio a una élite económica. Algo parecido –que no igual– a lo que sucede en Guayaquil con los comerciantes informales.
Wodiczko es uno de los ejemplos que toma el italiano Antonio Bentivegna en su ensayo “La estética de los nuevos monumentos”, donde explica además la estrecha conexión entre la política y la escultura, que en relación a otras formas del arte (como la pintura) es “más corpórea, más ‘real’, por lo que tiene ventaja en la representación de un héroe, un caudillo o una idea memorable”. Por ello, dice, “es comprensible” que los monumentos erigidos por causas políticas a menudo sean ultrajados por diferencias ideológicas tras ser sometidos al “juicio del pueblo”, algo que recuerda a las “acciones de repudio” que anunció Diabluma con respecto al busto de LFC.
Es que el rostro inerte del penúltimo caudillo de la República es, de alguna forma, la personificación de la discordia. Tras prohibir que sea colocado en la planchada de Las Peñas, el Instituto Nacional de Patrimonio Cultural (INPC) se fue a juicio con el Municipio de Guayaquil. Y entonces empezó el desfile cívico: Una masa de gente acompañó a los líderes socialcristianos para ‘cuidar’ el momentáneo –se supone– obelisco negro en homenaje a LFC que quedó en Las Peñas en lugar de la estatua original. El asambleísta Andrés Roche inició una pelea cuando le lanzó monedas a la gente de Diabluma –que había interpuesto una acción judicial contra el busto–, y Jaime Nebot, alcalde de Guayaquil, se puso caprichoso: firmó la resciliación de la escultura, que dejó de pertenecerle al Municipio para regresar a manos del Comité Promonumento de León Febres-Cordero, presidido por el entonces arzobispo del Guayas, Antonio Arregui. “Que hagan lo que quieran”, dijo en septiembre de 2013, cuando la Aduana, que retenía al busto en una bodega, pedía que se lo llevaran.
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León desmitificado
Cuando empezaron a circular en internet las imágenes de lo que sería el busto en homenaje a LFC, surgieron algunas parodias gráficas al respecto. Entre esas, una que mostraba la estatua colocada en el fondo de la laguna de Yambo, donde se cree que fueron arrojados los cuerpos de los hermanos Restrepo, desaparecidos por la policía en el gobierno de Febres-Cordero. Pero las reacciones negativas no fueron solo de quienes se oponían al monumento. Henry Raad, que fue concejal de Guayaquil durante la alcaldía de LFC (1992-2000), escribió en 2011 un artículo que criticaba el rostro de la estatua. Según Raad, esa representación es la de “un hombre moribundo, deformado, sin esa gallardía pintoresca que tuvo con su eterno cigarrillo en mano o montando a caballo o gritando ‘yo no me ahuevo carajo’”.
El mes pasado, diario El Comercio publicó una breve carta de un lector, Hernán García, quien coincidía con Raad: “La efigie del expresidente León Febres-Cordero, esculpida por su creador artista español, Víctor Ochoa Sierra, no tiene la verdadera semblanza, de aquel político que siempre demostró su bravura y carácter para gobernar”. Aquello era algo que ya había notado María Fernanda Ampuero, escritora y periodista ecuatoriana que visitó el taller de Víctor Ochoa, el escultor, para su artículo “El regreso de León Febres Cordero”, publicado en Vistazo en 2011. “Algunos se sorprenderán de que la imagen de LFC no sea pura, venerable, beatífica, rozando la santidad que tienen las obras-homenaje”, escribía Ampuero. “Aquí no está retratado un santo”, le decía Ochoa sobre su obra, para la que usó como referencia fotografías de León en sus diferentes periodos en la política: En sus cincuentas, cuando era el jefe de un gobierno salpicado de atropellos derechos humanos; en sus sesentas, cuando era el alcalde al que muchos llaman “el refundador de Guayaquil”; y sus setentas, cuando volvió al Congreso Nacional, que fue la antesala de su retiro de la vida pública.
El rostro refleja la pérdida de su ojo derecho por el glaucoma. En declaraciones a El Telégrafo, el escultor guayaquileño Tony Balseca sostuvo que el busto retrata “a un líder de mano fuerte, pero permite ver que ya entra en su etapa de decaimiento”. Esa humanización, ese despojo de la omnipotencia es algo que puso en práctica en 2013 el escultor alemán Stephan Balkenhol con una escultura en Leipzig que conmemoraba los doscientos años del natalicio de Richard Wagner, compositor cuya imagen ha sido ampliamente relacionada con el nazismo por su tratado crítico con el trabajo de sus colegas judíos, y por ser el músico favorito de Adolf Hitler.
Balkenhol logró reconciliar a Leipzig con Wagner al esculpir una estatua del compositor en tamaño real que se para delante de su propia sombra de cuatro metros, que era el tamaño que iba a tener la estatua original, propuesta en 1913, por los cien años del nacimiento del autor de Parsifal. Nunca llegó a concretarse ese monumento, y cuando Alemania se recuperaba económicamente, Hitler estaba en el poder y Wagner ya se había convertido en una herramienta de propaganda nazi. Por décadas, Leipzig, ciudad de compositores, no sabía qué hacer con uno de sus hijos pródigos. Hasta que apareció la idea de esa sombra que deja claro que aquel era un genio de la música, pero que también era solo un ser humano. “Mi diseño aclara la naturaleza histórica de la reputación de Wagner y al mismo tiempo es una imagen sobre el hombre de producción artística visionaria: El genio se anuncia a sí mismo”, decía Balkenhol a la página especializada The-Wagnerian.com.
Una escultura está ahí para ser sometida al “juicio del pueblo” del que hablaba Antonio Bentivegna. Dependiendo de quién –y cómo– la vea, la estatua que está ahora en Malecón 2000 bien puede sacar a LFC de ese halo de poder ilimitado propio que se forjó durante sus años en la política, cuando ganó, sin fallar una sola, todas las elecciones a las que se presentó, y que un día fue llamado “el dueño del país”.