SPOILER ALERT: El siguiente texto incluye características sobre la historia política de Ecuador en la que se basan los discursos que gobiernan su vida. Si no quiere dañar la imagen de sus héroes (vivos o muertos), no lea.
Arawa tiene algo que decir sobre la historia. O más bien, algo que interpretar. En su última obra, Celeste (que se presenta en el Teatro Sánchez Aguilar en enero de 2014), el grupo de teatro de la Universidad de Guayaquil ha pensado una ciudad puerto gobernada por una ideología que se ampara en la imagen de los héroes locales que aparecen “en las figuritas de los cuadernos o en el reportaje de Wikipedia”.
La obra empieza con un sueño. El de un anciano poderoso que aparece en penumbra y cuyo rostro se puede ver solo a través del humo de su cigarrillo. En su sueño ve una luciérnaga. “¿Qué misterio envuelve la nalga luminosa de este bichito?”, se pregunta. Interpretado por el veterano actor (y director de Arawa) Juan Coba, el nombre de este personaje es Lomismo, y es un “guerrero de madera” víctima del glaucoma y que –resume el programa de mano– posee “el don de la ubicuidad”. Está desconcertado por esa luminosidad natural que posee la luciérnaga, que no es producto, se dice a sí mismo, de ningún tipo de combustión, “ni requiere barcazas termoeléctricas que paguen una jugosa comisión”. Mientras sigue con sus preguntas, un hombre llega con un mensaje, y es obligado –a punta de pistola– a interpretar el sueño del anciano.
La experticia del mensajero en la interpretación de los sueños determina que Lomismo es capaz de predecir el futuro. “Me gusta esa respuesta”, dice el anciano, antes de decidir que la luz de la luciérnaga no es otra cosa que la aurora gloriosa que anuncia la libertad.
Lomismo recibe la visita de un entrañable amigo suyo, Similar, un sujeto delgado y vestido con ropas del siglo XIX. Para ser una persona que habla con tantos rodeos, es notable la habilidad de Similar (personificado por Juan Antonio Coba) para decir lo que quiere. Él no menciona ninguna aurora gloriosa, pero también habla del –cercano– futuro independentista de la ciudad puerto en la que viven, y de las posibilidades de anexarse a una u otra nación recientemente liberada de los españoles. Mientras se mete a la bañera con Lomismo (porque a la política le gusta el contubernio), recuenta las opciones y habla de un tal Simón, “que también ofrece buenos dividendos, pero repartidos en más manos”.
Mientras las luces suben en intensidad, se van descubriendo las caras de los personajes. Son caretas de años viejos. Y cuando los monigotes tienen caras de personas, se sabe, están representando a políticos, políticos parecidos a algunos que conocemos ahora. Y esta no es la excepción.
En los bigotes, canas, calvicie y barbas se reconocen las caras de nuestros héroes de la política de hoy. Por ahí asoma incluso una careta rubia con cola de caballo y mandíbulas fuertes (solo le falta decir que el país vive una “inseguridad gravísima”) que simboliza a una libertina libertad. Pero Arawa hace una manifestación de descargo de responsabilidad sobre las identidades de sus personajes. “Es tu sugestión la que te hace verlos ahí. Cualquier parecido es pura coincidencia”, dice Aníbal Páez, autor y director de Celeste, con la sonrisa de un niño que ha hecho una travesura.
Las caretas son un significante rico. Su sola presencia llena a la obra de sentidos. Esas caretas están ahí como un primer paso para hacer que nos preguntemos sobre la credibilidad de la historia oficial, ese conjunto de textos que nos enseñó de la valentía de nuestros héroes para conseguir la libertad de su pueblo. No tierras, no riquezas, no poder. Según los libros, nuestros próceres buscaban la libertad.
Unos años antes del tiempo en que se ambienta Celeste, se realizó una reunión entre un grupo de próceres quiteños que firmaron, un 10 de agosto, un acta en que se comprometían a administrar el cabildo hasta la restitución de Fernando VII, Rey de España, mientras la península Ibérica era invadida por Napoleón Bonaparte.
El registro de la historia es, de alguna forma, inventar caretas.
Celeste no nos cuenta de los campos de batalla, las gestas libertarias, ni las proclamas de independencia. No. Acá solo vemos encuentros frívolos. Son héroes cocteleros, que en una “fragua chimba” bailan coreografías (con movimientos que recuerdan a veces a Abdalá bailando en una tarima, y otras a un teletubbie) y entonan canciones –infantiles, himnos y adaptaciones de Chespirito– en las que discuten qué camino tomar una vez liberada su ciudad puerto.
“Los españoles, sábelo/ son altos, altos, altos/ y tienen sus recintos (bis)/ Bolívar es patucho y los peruanos son feítos/ no son afrancesados/ da igual si quieren pagar”.
(Con la música del coro de La pata y el tulipán)
Otras coreografías se bailan con himnos o canciones patrias adaptadas con tonos infantiles (a veces sobrecogedoras como los temas de Freddy Kruger u Obey the walrus). Es un ejercicio para desmitificar, volver a los héroes unos mortales y sacarlos de esa especie de zona de confort que es su aura de altruismo intachable, y empezar a preguntarnos, entre risas, qué es la libertad.
Curiosamente, Lomismo se queja de que la tropa ya no lucha “porque quiere saber el sentido de la guerra”. Que la gente se haga preguntas no es bueno para el poder. A ningún gobernante le gustan los hippies.
Ya la independencia ha sido conseguida, y dos héroes, el teniente Vicente y el capitán José (interpretados por Jaime Pérez y Aníbal Páez, respectivamente), se acercan al pueblo recién liberado. “Por decreto constitucional, hoy nos tienen que pagar”, exclama el capitán.
–Pero ya lo pagamos ayer a los españoles, y hoy somos libres de España- rechaza un nativo, encarnado por Marcelo Leyton.
–Es que ayer era otro día / pagabas a la tiranía / hoy es otra verdad / pagas por la libertad– contesta el capitán con sabrosura guayaca. Es que el que quiere celeste…
La RAE define la palabra “libertad” como la “facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar, por lo que es responsable de sus actos”. O sea, es aquello que la Biblia llama “libre albedrío”. Pero la RAE también se resbala, cuando en su quinta acepción la define como la “facultad que se disfruta en las naciones bien gobernadas de hacer y decir cuanto no se oponga a las leyes ni a las buenas costumbres”.
La libertad no es tan soberana como nos han dicho.
Lenguaje de Brech(t)as
Arawa trata dos temas tan serios como la libertad y la historia de una forma tan alegre porque viene del teatro popular. A sus integrantes les gusta el juego, tanto como les gusta la canción, la narración y lo épico (el título de su obra anterior, Soliloquio épico coral, da fe). Lo que hacen es, en resumen, el teatro tosco del que habla Peter Brook, recuerda Leyton. Y lo mejor que encontraron para juntar todo eso fue ese interés de divertirse con la historia.
“Jugar con ella (la historia), dañarla, hacerla añicos”, dice Páez. Por eso, en las obras de Arawa siempre se incluyen “la narración y la canción que desdibujan. Las palabras dicen cosas, pero creemos que en el teatro que queremos hacer, el subtexto es el que gobierna”, agrega.
Pero no todo es diversión en Celeste. Mientras se desarrolla la narración de las escenas independentistas, se intercalan otras, donde los actores ya no interpretan a sus personajes, sino que son ellos mismos. En uno de esos insertos, despojándose de su careta –y por lo tanto, de su personaje– Leyton se para en medio del escenario para recordarnos con seriedad que “la unidad de medida de la historia son los muertos”. Más adelante, aparece Juan Coba –interpretándose a sí mismo–para decirnos que “una historia, es decir, cualquier historia, es sólo un pedacito de un pedazo de verdad, es decir, un pedacito de un pedazo de mentira. Esta historia (Celeste), por eso, nunca estará en un libro”.
Interrumpir la ficción es algo natural para Arawa. Soliloquio se compone casi enteramente de este tipo de observaciones insertas, que parecen haber sido colocadas ahí para decirnos: “ríanse, pero no se olviden que esto es serio”. Son pequeñas brechas que se abren para dar paso a ese ejercicio brechtiano de romper la cuarta pared. “La presencia de Brecht en nosotros es evidente. Pero no desde el estudio alemán del Berliner Ensemble, sino por la vía del teatro colombiano de la creación colectiva, del poco recurso”, aclara Páez, que insiste en la vena popular que gobierna el trabajo de Arawa.
El de Arawa es un lenguaje de brech(t)as, que tiene sello y se reconoce: Son diálogos fragmentados, dinámicos, en que nos hablan los actores, que están ahí para decir las cosas como si fueran esas personas incómodamente sinceras.
Como decía Homero Simpson: “Es chistoso porque es cierto”.
Panfleto de homenaje
“Neopanfleto por pulir contemporáneo”, es como define Arawa a Celeste. Dudaban si llamarlo panfleto, por lo denostada que es la palabra. Pero si hablamos de una obra que se empecina en hacer pensar y en cuestionar una postura política, el panfleto tiene algo que ver con ser honestos para un grupo de actores que tienen al teatro como vía para ser escuchados.
Esta historia de Guayaquil –“a la que amamos y odiamos”, dice Páez, ya fuera del escenario– podría ser la de cualquier otra ciudad, la de cualquier otro país. Los temas son los mismos, pero necesitamos hablar de nosotros, de nuestros muertos y nuestra memoria social. Por ello, aquí no solo se retrata a la gesta libertaria de Guayaquil. En esos intermedios en que los actores dejan de ser personajes para ser narradores, son otras las historias que ocupan a la obra.
A la mitad de la obra, Leyton asume el papel de un preso político. Ya no estamos en la época independentista, sino en el Guayaquil de los 70. El prisionero le habla a un torturador invisible: “Yo no corrí. / Ustedes dispararon. / Estábamos haciendo casas. / Una señora dijo que esas tierras se la habían heredado sus padres. (…) / ¿Puedo preguntar algo? / El primer dueño, ¿a quién se las compró?”
Estas otras historias que narra Celeste “surgieron de la investigación y del testimonio”, dice Juan Coba. Aquello de los testimonios es muy puntual, explica Páez. “Muchas de las cosas que están ahí, le pasaron a Juan en una época. Esta obra es un homenaje a él”, dice el dramaturgo de Celeste.
En la década de los 70, Juan Coba, el director de Arawa, llegó a Mapasingue para dar clases de teatro. Era una época en que los habitantes de ese barrio se organizaban para tomarse esas tierras en las que vivían. A veces, durante sus clases, sonaba una campana que indicaba que la policía estaba desalojando a las familias. “Al principio, Juan solo mira. Pero luego piensa que si va a permanecer en ese lugar debe tomar una actitud. Y decide que la próxima vez que suene la campana él también se meterá en el relajo”, escribía en 2009 Marcela Noriega para Mundo Diners. En ese tiempo, fue apresado por “invasor”, pero luego fue etiquetado como “terrorista”.
Aquella historia del “papá” de Arawa, fue un disparador para Páez, que le hizo preguntarse “cómo narrar la historia cuando no la cuentan los historiadores ni los grandes personajes, sino una persona que ha sido torturada”. Esos antecedentes le dan un giro total a una de las últimas líneas de la obra: “No morí. Pero cuando recuerdo que no morí, pienso al mismo tiempo en todos los que sí murieron”, dice un Juan sin su careta.
Cuando lo dice, es como si lanzara una cachetada. Porque esto es en serio.
Un «neopanfleto» sobre cómo unos años viejos se reparten la ciudad puerto que acaban de independizar