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¿Existe en realidad una brecha entre Guayaquil y Samborondón que no se puede medir en kilómetros o dólares?

Volver a mi campus iba a ser una experiencia terrible. Lo intuía desde que salí de casa, desde Urdesa, en Guayaquil. Calculé que me tomaría al menos cuarenta minutos recorrer los más de dicieséis kilómetros que separan a la ciudad de la vía a Samborondón un viernes a las once y media de la mañana. Tengo la teoría de que para los guayaquileños, las distancias son materia de análisis porque el calor nos vuelve prácticos para trazar las rutas de desplazamiento: llegué a mi antigua universidad –la UEES– en el tiempo previsto. Es un recorrido que podría tomar la mitad del tiempo, si no fuera por el tráfico. Desde ahí me dirigí a las librerías de la vía a Samborondón para ver si encontraba los libros que en el Librimundi de Guayaquil no hallé: Nocturno de Chile de Roberto Bolaño y La guerra de los gimnasios de César Aira. La respuesta fue la misma: en el Librimundi del Riocentro Entre Ríos no había nada de lo que buscaba. Nada. En Mr. Books del mall Village Plaza –versión mínima comparada con su par guayaquileño- tenían sólo dos ejemplares del libro de Bolaño, únicamente en Anagrama, es decir, la versión más cara: treinta y seis dólares. Me dijeron que la matriz de la librería, en Quito, sí poseía más ejemplares en la misma editorial –cinco–, pero La guerra de los gimnasios seguía inexistente en los registros de todos los locales. Lo sorprendente es que las respuestas de las cadenas más conocidas de Guayaquil, Mr. Books y Librimundi, era idéntica a la de aquellas ubicadas en Samborondón, ni más variedad ni mayor precio. Un breve instante en el cual es difícil darte cuenta de que no estás en Guayaquil, que ya has cruzado el gran puente sobre el río Guayas que une la ciudad con su suburbio más pudiente.

Como la obsesión prima en la desesperación, antes de movilizarme de nuevo, llamé a Tinta Café, en el centro comercial Plaza Lagos –un espacio en el kilómetro 6.6 de la vía a Samborondón, de locales modernos, fusionados con un diseño que incluye balcones, ventanales y una plaza amplia– para preguntar si tenían aquellos ejemplares, pero un “no, lo sentimos” me cortó toda esperanza. Hasta ese momento tenía a mi hermana cansada de ejercer de chofer, así que me bajé del carro para asumir la posición de guayaca mártir: no sabía –o no recordaba– que la vía a Samborondón no está diseñada para peatones. La Torre y otros centros comerciales son eso: centros comerciales, claramente separados el uno del otro, y creados como supuestos polos de dispersión, en los que su incomodidad está muy bien camuflada por el uso inteligente de la estética.

No es que en la vía a Samborondón haya menos cosas, es que están distribuidas de manera dispar. En Entre Ríos –la primera de más de ciento treinta ciudadelas que hay a cada lado de la autopista de once kilómetros– se ubican la mayoría de locales comerciales. Fuera de ella, hay que ir de una plaza comercial a otra porque los negocios independientes escasean. Para los universitarios, las únicas opciones para sacar fotocopias o imprimir son dos. Una está en la UEES, la única universidad de la zona. Ahí, las impresiones cuestan veinticinco centavos, mientras que en cualquier centro de copiado de la ciudad cuestan diez, y cerca la Universidad Estatal hasta un centavo si se sacan más de cien copias. Este es un dato básico para cualquier universitario que debe sostener un ritmo de lectura que requiere ir una y otra vez a una copiadora. Junto a la copiadora de la UEES, hay una tienda exitosa –por ser la única de su tipo– que se ha convertido en el punto de reunión de los estudiantes que se rehúsan a comer siempre en el bar de la universidad. Prefieren sentarse afuera de ahí y abren sus botellas de Coca-Cola. Permanecí sentada, al menos treinta minutos, antes de ir a comer algo con mayor valor nutricional. La vida de barrio en Guayaquil tiene como uno de sus elementos fundamentales a la tienda, en la vía a Samborondón eso no existe. Ahí, los minimercados de las gasolineras cumplen ese papel de proveedor de pequeñas compras al paso –agua, cola, cigarrillos–, pero para llegar a una hay que tener un automóvil. El mensaje en la vía a Samborondón es claro: se es en tanto se posea un carro.

Las diferencias entre Guayaquil y la vía a Samborondón no se relegan a los precios. Las supertiendas y centros comerciales han creado una amplia zona gris de espacios privados seudopúblicos, los centros comerciales se han convertido en la plaza principal de los espacios urbanos como la vía a Samborondón. Pero a diferencia de las plazas antiguas, que eran y siguen siendo sitios de discusión comunitaria, de protestas y de reuniones políticas, el único tipo de discurso que se permite en estas áreas es la charla sobre el marketing y el consumo, según explica la periodista Naomi Klein en No Logo, un libro en el que analiza la influencia de las marcas en la sociedad contemporánea. Este es un fenómeno que se da tanto en Guayaquil como en Samborondón. La arquitecta Ana María León lo explica “en Guayaquil los centros comerciales han reemplazado al espacio público pero con graves consecuencias”. Dice que son espacios homogenizados, fuertemente vigilados y supervisados, donde subrepticiamente se regula el comportamiento de los ciudadanos acorde a las pautas impuestas por el espacio. “La sociedad se vuelva cerrada, parroquiana, y más renuente a aceptar lo que no comparte sus mismas estrechas reglas”, concluye León. Esa tarde caminé desde el Village hasta La Torre recibiendo el mismo sol de Guayaquil, con la humedad creciente y culpando a las mismas palmeras colocadas por la Regeneración Urbana en medio de un rant de maldiciones a mi ineficiencia para conducir a los veinticuatro años. Recordé la Nueve de Octubre. Extrañé el centro de la ciudad, donde las soportales te ofrecen sombra. Este símbolo arquitectónico de la ciudad –que existen gracias a una regulación municipal del siglo XIX–, no existe en Samborondón. Caminar en una ciudadela no es lo mismo que ser peatón, y trotar en una acera no es el equivalente a tener espacios para ejercitarse.

Vivir en la vía a Samborondón es estar de acuerdo en pagar más. Hay  médicos que tienen consultorios ahí y en Guayaquil. En la única clínica del suburbio del otro lado del puente, el mismo doctor cobra el doble por la misma cita. Los precios de los arriendos son otro ejemplo. En la vía a Samborondón, se puede pagar un promedio de mil dólares por un departamento de más o menos cien metros cuadrados, en urbanizaciones de casas y edificios producidos en serie. Idénticos, impersonales, apiñados. En Urdesa, por ese mismo precio se puede conseguir un departamento de doscientos cincuenta metros cuadrados o más. Son sólidos, amplios, luminosos. El restaurante Blu cambió de chef, los precios son razonables y no hay diferencias notables entre el local que estaba en la Víctor Emilio Estrada y el de Plaza Lagos. Un plato como el risotto paellero cuesta diecisiete dólares, pero el valor final del consumo varía porque se añaden cinco dólares por el servicio. En Plaza Lagos los precios aumentan incluso en comparación con los del resto de la zona, así que en cualquier local una Pilsener común puede costar hasta $3,50, cuando en Guayaquil no se paga más de un un dólar y medio, a pesar de que el precio oficial sea de cincuenta centavos menos. Pero estás en Plaza Lagos. Es el precio de estar allí, en un espacio donde se recrea una experiencia urbana similar a la europea, o en su versión latinoamericana, la zona de Puerto Madero en Buenos Aires. Sin embargo, pudiendo justificar el aumento de costos, algunas franquicias mantienen los precios, pero otros locales asumen que pueden cobrar hasta cuatro dólares por un jugo de naranja. Las diferencias resaltan cuando se compara la experiencia del consumidor de espacio comercial que fue creado como reflejo urbano y uno real.  

Al día siguiente, me fijo en la Víctor Emilio Estrada, en la suciedad de las aceras que crece en las calles con más locales y llega a su tope en la calle Guayacanes. Paro el taxi, me bajo en un local de shawarmas, pido un falafel que me cuesta $2,50 (un dólar menos que en la vía a Samborondón). El dueño ya me conoce y mientras como y anoto, la croqueta cae. Él lo nota, me pide permiso, arregla  el platillo, me lo trae nuevamente y me sonríe, como siempre. Veo la calle y sólo puedo pensar en que esas cosas no pasan en otros lugares, en que la ciudad es la que te crea ese tipo de experiencias, tal vez no tan refinadas y un tanto informales, otras veces, extremas, porque Guayaquil vive en el paroxismo, pero al igual que la vía a Samborondón, también en los imaginarios.