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El centro de Guayaquil es la aspiración de todos los urbanistas: una retícula caminable, soportales para guarecerse del sol y la lluvia, usos mixtos en planta baja y apartamentos en planta alta para lograr densidades adecuadas y maximizar calles, servicios e infraestructura. Es, realmente, tan fantástico, que ha sido replicado en Samborondón al más puro estilo Walt Disney. Simulacros del centro como Plaza Lagos, La Piazza, y otros centros comerciales gozan de gran popularidad.

Estos espacios responden a una lectura errada de conceptos urbanos realizada por el Congress for New Urbanism (CNU), un grupo que busca rescatar viejos conceptos de urbanismo, apunta a ciudades caminables, con distancias cortas a necesidades diarias, usos mixtos y diversidad de opciones de vivienda. Lamentablemente, estas buenas ideas han sido tergiversadas para crear espacios ficticios, simulacros de ciudad. Este es el caso de la vía a Samborondón, en donde se han fabricado versiones privatizadas del centro de la ciudad (Plaza Lagos fue diseñada en colaboración con los líderes del CNU, Andres Duany y Elizabeth Plater-Zyberk).

En estos centros comerciales, bajo el amparo de guardias privados –y después de estacionar el vehículo en un parqueo cercado–, la clase media regresa a un centro imaginario, en donde no hay suciedad, polvo, ni pobreza. La seguridad y la limpieza son aquí un beneficio de quien lo puede pagar y no un derecho ciudadano. Quien no tiene vehículo debe circular por interminables aceras inhóspitas hasta las múltiples busetas que lo llevarán al centro comercial. El espacio público en la vía a Samborondón –que técnicamente se llama parroquia satelital La Puntilla– casi no existe: solo quedan espacios particulares, en donde se reserva el derecho de admisión (un problema que no existe en la cabecera cantonal de Samborondón y sus parroquias como Tarifa). A la larga, este tipo de urbanismo enseña a sus habitantes que todo espacio es privado, y por ende solo necesitan relacionarse con sus semejantes: las diferencias no existen. Es una lección peligrosa, que llevada al extremo conduce a la intolerancia.

La vía a Samborondón y sus ciudadelas no son un fenómeno único. Después de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de los Estados Unidos patrocinó el desarrollo de los suburbios (conjuntos de viviendas unifamiliares lejos de la ciudad) mediante una gran red de carreteras y beneficios para este tipo de desarrollos. Las clases media y alta salieron de la ciudad, llevándose consigo sus ingresos. El fenómeno se puede apreciar en su fase más extrema en Detroit, rodeada de suburbios muy ricos pero con un centro en quiebra.

En un artículo anterior expliqué porqué el crecimiento horizontal perjudica a la ciudad: incrementa distancias de transporte, costos de infraestructura y, a la larga, determina una cultura de ciudad privatizada, inhóspita y no sustentable. En lugar de crecer horizontalmente hacia la periferia, propongo que Guayaquil crezca hacia adentro. En muchas ciudades de los Estados Unidos, programas exitosos han logrado poco a poco el regreso al centro: han invertido en transporte y espacios públicos, y han creado las condiciones favorables para el retorno al centro.

En Boston, el centro histórico es denso y se lo valora mucho. Con la red de autopistas, estas vías de alta velocidad lo aislaron del resto de la ciudad, propiciando solares vacíos. La decisión fue convertir estas vías en un túnel –el “Big Dig”– y convertir el espacio sobre ellas en un gran parque. Gracias a la revalorización, la zona ahora está siendo ocupada por proyectos de vivienda, hotelería, y oficinas. Otras ciudades con centros desiertos, como Minneapolis, Atlanta, y Houston, están buscando crear condiciones similares. En Nueva York, el retorno se logró con demasiado éxito, y el centro se ha vuelto demasiado exclusivo y excluyente. En Latinoamérica hay muchas ciudades con centros poblados y llenos de vitalidad: Buenos Aires, Rio de Janeiro, São Paulo, México DF, Santiago. Todas ellas tienen sus problemas y particularidades, pero comprenden que el centro tiene una importancia fundamental para su identidad.

Mientras tanto, el centro de Guayaquil espera. Los proyectos del Municipio han mejorado sus espacios públicos, pero no se ha logrado la segunda fase: el regreso de la vivienda. Miles de solares vacíos o subutilizados en la retícula que se extiende entre el Río Guayas y el Estero Salado podrían albergar mejores usos. Paradójicamente, la ciudad crece hacia afuera mientras desperdicia infraestructura, calles, y servicios ya construidos y listos para ser mejorados y aprovechados. Repoblar el centro, propongo, es una aventura posible. Es una aventura porque implica un cambio de mentalidad de parte de urbanistas, promotores e inversionistas. Implica un cambio en estrategias de financiamiento y la participación activa de arquitectos –no como decoradores de exteriores, sino como verdaderos diseñadores de espacio– que comprenden cómo la ubicación de diferentes servicios repercute en el funcionamiento de la ciudad. Y de manera clave, implica un cambio de actitud de parte del Municipio en cuanto a su papel en el desarrollo urbano y la planificación de la ciudad.

En la periferia de Guayaquil, los grandes proyectos de vivienda han maximizado sus ingresos calculando al mínimo detalle las unidades de vivienda que ofrecen y luego construyéndolas en serie. En el centro, las reglas serían distintas. Si pensamos, por un momento, como urbanistas—no como vendedores de bienes raíces— sabremos que una ciudad se beneficia de espacios alternativos, y que no podemos seguir creciendo sólo en base a viviendas unifamiliares. Sabemos que la oferta de edificios de apartamentos, con espacios comunes y uso mixto en planta baja, promueve una ciudad densa y caminable. Entonces, ¿por qué no diseñar proyectos con estas características, que se ajusten para las dimensiones más comunes de los lotes disponibles, y construirlos en los lotes vacíos del centro de la ciudad?

Estos proyectos podrían construirse en serie, a fin de maximizar costos. Podrían diseñarse para acomodar varios tipos de apartamentos, respondiendo a diversos niveles de demanda tanto económica como social: suites, espacios para parejas sin hijos, para estudiantes, para familias pequeñas, medianas, grandes, para jubilados. Podrían incluir servicios como guarderías y otros espacios sociales hacia el interior, y comercios hacia el soportal. De manera paralela, podría impulsarse la remodelación de edificios existentes, muchos de ellos abandonados por sus misteriosos dueños, a la espera tal vez de mejores opciones. No propongo una gentrificación del centro (el desplazamiento de la población existente al subir el valor de la zona), sino la densificación de zonas actualmente subutilizadas. Con la planificación adecuada, el incremento de población iría acompañado de los servicios correspondientes.

Como inversión privada, la idea es inverosímil. El riesgo es demasiado, el futuro de la inversión es incierta. Ningún promotor tiene motivos para hacerlo. El crecimiento vertical requiere más inversión que la vivienda de una planta. Pero desde el punto de vista de la ciudad, la repoblación del centro transformaría Guayaquil, aprovechando recursos desperdiciados y proponiendo un paradigma de vida que en estos momentos solo vivimos como una fantasía. Le daría a la ciudad un centro vital, habitado, diverso, que es la atracción más grande que se le puede dar a un turista: una ciudad con gente. Es un paradigma que otros centros (somos una ciudad de varios centros) han logrado rescatar: La Alborada y Urdesa. Mientras no suceda, seguiremos privilegiando los simulacros de ciudad de la vía a Samborondón, en lugar de aprovechar la ciudad real, que nos espera en el centro. 

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Estrategias Urbanas para el gran Guayaquil

¿Por qué no crecer hacia adentro?