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El tema fue un hit repentino. Luego de décadas de existir y torturar a cientos de colegiales, el bullying, por fin, preocupó en serio. De pronto el abuso empezó a ser un tema de discusión, a ser teorizado y combatido por campañas (y estados de Facebook) en las secundarias del mundo. Los que no lo sufren, lo motivan, y otros lo ven desde algún escondite. Nunca falta el compañero enorme que se va a trompadas con cualquiera solo porque es el más grande. Pero, mientras todos se preocupan por las jóvenes víctimas (“¿Alguien quiere pensar en los niños, por favor?”, decía la esposa del reverendo de Los Simpson Helena Alegría), pocos se percatan de que los profesores también son blanco del maltrato, a veces por falta de mano dura, otras por una imposibilidad orquestada desde los directores de los colegios. Guayaquil y sus ciudades satélite, como Samborondón, no han sido la excepción.

Los expertos dan charlas en los colegios sobre el tema. Y como somos un pueblo fanático de promover lo políticamente correcto, hacerle frente a ‘lo malo’ siempre significa delatar a alguien. El bullying no es nada nuevo. Hace décadas, Hollywood ya nos lo contaba: El padre de Marty McFly era víctima de Biff en ‘Volver al futuro’, el popular Danny Zuko fastidiaba a sus compañeros nerds en ‘Grease’. Poco después, estos tuvieron su revancha en ‘La venganza de los nerds’. ¿Y los pobres maestros?

En un artículo publicado en Gkillcity, titulado Esos pobres profesores privados, el maestro Norman Lee Kumberry (seudónimo) mencionaba el bullying que existe en los colegios particulares de clase económica alta de Guayaquil (muchos ubicados en la Vía a Samborondón). El educador decía que las autoridades de los centros educativos han dejado completamente desprotegidos a los profesores, por temor a que los padres retiren a sus hijos y dejen de pagar esas pensiones que son carísimas.

Aunque hay cierto silencio, el acoso a los profesores existe aquí y en otros países. En  2013, la televisión peruana mostró algunos casos. En un video hecho por estudiantes, aparece una maestra que intenta esquivar el acoso de sus alumnos; ellos simulan una entrevista, la bombardean con preguntas como “¿podemos ir a dormir a su casa profesora?”, “¿le gusta ver películas porno?”; mientras le tocan los pechos y la boca con micrófonos de juguete. El director del colegio defendió a los estudiantes ante las cámaras y dijo que a los educadores les faltaba un mínimo de autoridad para dirigir el salón.

Colegios ‘burbuja’

En noviembre de 2005, el antropólogo Xavier Andrade (conocido como El X) publicó en la revista antropológica Nueva Sociedad, el texto Jóvenes en Guayaquil: de las ciudadelas fortaleza a la limpieza del espacio público. Dentro de esas líneas, El X, un rockstar de la antropología ecuatoriana, ensaya la definición del imaginario de los jóvenes a partir de la proliferación de urbanizaciones amuralladas. Lo hace entre las descripciones de la artificialidad arquitectónica de la Vía a Samborondón y la historia de los cerdos de colores que el artista Daniel Adum pintó en algunas paredes de esta ciudad satélite, una intervención artística que criticaba a ‘la chanchocracia’ que según el artista existe en el lugar. Según El X, las barreras sociológicas que nacieron con las ciudadelas fortaleza convirtieron a Guayaquil en un mero destino turístico para los jóvenes que viven en la Vía a Samborondón. “Su experiencia citadina es la que puede tener un visitante en lugares que, habiendo sido regenerados, cuentan con guardianía privada permanente para controlar la presencia de vendedores informales y sujetos sospechosos tales como los pandilleros”, escribe el X para explicar la relación de estos adolescentes con una ciudad que conocen como si se tratase de un parque temático.

Más adelante, añade que “en este entorno, los ‘chicos burbuja’ ejemplifican nuevas formas ciudadanas que habitan un espacio fragmentado, amurallado y polarizado socialmente”, donde –afirma unos párrafos después– “un solo tipo de ciudadanía interna es activada oficialmente: aquella que afirma la equivalencia entre derechos civiles y lugar de nacimiento”. En otras palabras: lugares que legitiman la calidad de persona de los seres humanos según el material de la cuna.

Esta tesis sustenta lo que decía Lee Kumberry, que hablaba de clasismo en los colegios donde ha trabajado. Otra que lo sostiene es Romina Pin*, quien luego de dedicarse a ser profesora la mayor parte de su vida, dejó la docencia por diez  años. Cuando volvió, a uno de los colegios de la vía a Samborondón, se encontró con chicos distintos a los que conocía. No duró mucho tiempo en un colegio femenino y menos en uno masculino. Sus alumnos se burlaron de ella: una vez le hicieron caminar sobre fideos regados “por accidente”, en otra ocasión fingieron estar muertos, perdió horas de clase por una falsa protesta estudiantil, sus cátedras eran interrumpidas por explosiones de petardos, supo que en otras aulas tiraban atún al piso. Supo además que un padre de familia intentó golpear a un profesor porque su hijo lo acusó injustamente.

Podría sonar, más que a acoso y violencia, a meros intentos de impedir que la clase avance. Pero aquello produce un “desgaste emocional” para una profesora cuyas razones son cuestionadas por los inspectores en presencia del estudiante.  Más tarde, Romina se enteró que no era la única víctima, los otros profesores le contaron que a ellos les sucedía lo mismo. Una de sus colegas le dijo que lo mejor en esos casos es “entrar a la clase pateando al perro”. Mientras estas cosas pasan en colegios de estudiantes ‘con poder’, Karl Marx se ríe –desde el más allá– de esta lucha de clases amparada en argumentos como: “yo te pago el sueldo”. Según Lee Kumberry, los padres justifican a sus hijos con argumentos como: “tampoco es que el chico ha mentido”, como si el pago fuera para un servicio distinto que el de educar a sus hijos. 

No nos engañemos. El bullying al profesor no es exclusivo de los colegios exclusivos. Jacinto Carmona*, un profesor de veintiséis años, ha trabajado en algunos centros educativos privados en el sur de Guayaquil, donde las pensiones son considerablemente menores. Ahí sus estudiantes le han salido también con el argumento de que son ellos quienes le pagan el sueldo. Jacinto –que a menudo no podía dictar la clase porque los estudiantes formaban un corro incontrolable a su alrededor– cuenta que lo amenazaron de muerte. “Iban a venir con su pandilla”, recuerda. Es curioso: X. Andrade habla de jóvenes que viven en ciudadelas fortaleza, urbes que están supervigiladas para cuidarse de los jóvenes pandilleros. Al final, aquellas diferencias sirven para un mismo fin.

Tú eres mi niño querido

Las diferencias están solo en el discurso. Mientras una parte de los profesores enfrentan un bullying patrocinado por el peligro, otros se las tienen que ver con aquel que es potenciado por el poder. Un poder que actúa como si de relaciones públicas se tratara.

Es como si los niños tuvieran agentes: sus madres. Casi por instinto, sus posturas suelen estar del lado de sus hijos cuando estos se han metido en líos con algún profesor. Pero en un entorno educativo, la lealtad incondicional es una postura por lo menos dudosa. Romina dice tener la impresión de que los padres se han desentendido, como si pensaran: «yo pago para que los eduquen, ahí arréglense ustedes», como si se tratara de un carro que es llevado al mecánico para ser arreglado.

Otra profesora, Olga Merino*, asegura haber escuchado a una madre decirle a ‘su nene’, envuelto en problemas disciplinarios: «No te preocupes por lo que dice ese cholo de mierda» (y el cholo de mierda al que se refiere es, por supuesto, el profesor). Algunas de esas son madres que ejercen presión en las instituciones para que los hijos de sus amigas estén en el mismo salón de clases que los suyos. En esas circunstancias, es inevitable pensar en analogías con el papel de Cersei Lannister en la popular serie de HBO, Game of Thrones. En la primera temporada de la serie, Joffrey Baratheon discute su futuro con su madre, la reina Cersei. Joffrey no quiere contraer matrimonio con su prometida, la virginal –y bastante tonta– Sansa Stark. “Solo tienes que casarte con ella. Si quieres, solo la verás en ceremonias reales y luego podrás revolcarte con cualquier puta pintarrajeada que quieras.” – le dice Cersei a su hijo– “Eres mi niño querido, y el mundo será exactamente como quieras que sea”. La lógica de la reina de una serie de ciencia ficción se traslada, a veces, a nuestras escuelas y colegios: solo hay que ir para cumplir con la formalidad, luego se puede hacer lo que se tenga en gana.

Aquellos recuerdos del colegio

De acuerdo a la hipótesis de El X. Andrade, talvez aquella noción de la supervigilancia crea una sensación de seguridad extrema, como si nunca fuera a pasar nada. Es una idea algo retorcida de protección, de inexistencia de peligros o consecuencias, de una burbuja imaginaria donde parece que ninguna acción tendrá reacción en un método de disciplina clientelar, basado en aparentar que los problemas no existen, traducido en la reducción al máximo de las citas a los representantes.

Romina recuerda que nunca podían hablar con los padres de familia directamente. Tenían que hacerlo a través del coordinador del colegio.  Los adolescentes son conscientes –y no dudan en aprovechar– de su papel de seres vulnerables (como si de un Israel de la educación se tratara), y por eso aparecen los reclamos por su ‘derecho’ a no ser sancionados.

Pero no se trata de un abuso descarado, sino incidental. Egresado hace cinco años de un colegio de alcurnia exclusivamente de varones, Danilo Gatti* recuerda el bullying que le hacían a un despistado profesor de Historia. «Él era medio perdido. A veces se le quedaban papeles y se los escondíamos. Después no sé cómo llegamos a bullearlo tanto, pero creo que en promociones anteriores ya lo hacían. Un día estaba tan cabreado que le dimos un abrazo grupal para que se calmara. Algunos le agarraron la nalga, y otros le golpearon la cabeza. Pero uno le dio tan fuerte que el profesor empezó a lanzar puños al aire para abrirse paso y a un compañero lo dejó sentado. Nadie dijo nada porque nos caía bien», recuerda el joven ‘bulleador’.

Gatti, que recuerda que al profesor de Educación Física lo llamaban de frente «Tres pezones», cuenta estas historias como si no se trataran de casos de irrespeto, maltrato o humillación (claro que para un profesor debe ser horrible ver destrozada su autoridad), sino más bien como si el maestro hubiese sido un pana más al que molestar en el colegio. Incluso lo dice con algo de saudade, ese sentimiento en portugués que no tiene traducción al español, pero que algo se parece a una profunda nostalgia. También habla de otros maestros, a los que respetaba “millón” porque, según él, sabían dar la clase. “Cuando alguien hacía bulla nosotros mismos lo callábamos», dice.

En medio de ese ya difícil juego que es ganarse la atención, los profesores –casi despojados de autoridad por sus propias instituciones– tienen que vérselas además con una generación de púberes muy acostumbrados a la circulación libre e ilimitada de contenidos en Internet, y que tienen en la punta de la lengua cualquier argumento para mostrar -de cualquier forma– la más mínima señal de aburrición.

 

 

*Los nombres fueron modificados a petición de las fuentes.

 

 

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Bullying al maestro: ¿desprecio estudiantil o inconsciencia puberta?