Rodrigo Fresán ha sentido que su nueva novela, La parte Inventada, es la más personal que ha escrito y que requiere de su compañía. Después de más de diez años ha salido de gira para enfrentar su otra condición de escritor: la de las entrevistas, las presentaciones, las conferencias. Nada de eso le gusta mucho pero esta vez su editorial le hizo un pedido, sugerencia, más-te-vale-no-hacerte-el-loco de que tenía que salir de Barcelona, donde vive hace quince años.

Después de  regresar a Buenos Aires, donde nació en 1963, ha llegado a Lima, Perú, por primera vez, invitado al Festival de la Palabra. Fresán ha sido uno de los protagonistas internacionales de un programa de cinco días cargado de conversatorios que abordan el lenguaje desde todos los ángulos posibles: la literatura, la política, la violencia, el futbol, el cine, la psicología. En cada una de las tres mesas que le asignaron ha tenido que reiterar la historia que viene contando a los medios desde su salida de España: Fresán no encontraba la manera de unir esa historia que había escrito de forma desperdigada y entonces su hijo de siete años, Daniel, en un supermercado, le señaló un muñeco de hojalata a cuerda y le indicó que ese juguete debía ser la portada de su nuevo libro y, así, la novela pasó a tener una caratula y el personaje que uniría la obra.

Fresán se desparrama sobre su brazo derecho apoyado en la mesa cuando dice que sí, que ya son demasiadas las veces que ha contado la anécdota. “Podría empezar a cambiarla”, sonríe, “pero ya sabes que cuando hay un niño de por medio a la gente le gusta. Con animales y con niños siempre tienes el éxito asegurado”, se ríe. Pero la ocurrencia de su hijo no es solo la historia detrás de una carátula.

Una de las obsesiones de Fresán, aparte de la literatura, es la infancia. En cinco de sus nueve libros publicados reflexiona sobre el poder creativo de la niñez y cuestiona la vida con preguntas infantiles que hacen remecer la vanagloriada lógica de la adultez. Que Rodrigo Fresán reciba el empujón de su hijo de siete años para evitar que esos borradores hagan metástasis y, por el contrario, culminen en la que considera su obra más fresaniana, se podría decir que es la retribución a sus prédicas.

En el libro de cuentos La velocidad de las cosas, publicado en 1998, escribe: “la infancia es algo más que aquello que vemos en los niños. Ser niño consistiría, sobre todo, en conservar una imaginación que “no ha sido aún multada por las leyes y los estatutos de la realidad”.

Cinco años después publicó Jardines de Kesington, una historia basada en la vida de James Matthew Barrie, el creador de Peter Pan y “creyente en la idea de la infancia eterna como forma de arte”. Son cerca de quinientas páginas sobre “la maldita y formidable niñez donde –al menos por un tiempo- nos sentimos inmortales y poderosos e irresponsables”. Vuelve en El fondo del cielo,  dedicado a su hijo, donde llevó la reflexión al plano de la ciencia de ficción donde crecer es un viaje desde el planeta de la infancia, donde todo es posible, al de la madurez, donde nos convencemos de que no se pueden vencer “las graves leyes gravitacionales impuestas por nuestros mayores”.

En sus libros, la infancia siempre es esa capacidad imaginativa que se recupera con la literatura ante el acecho castrante de la adultez. Ante un Fresán bloqueado por sus deberes con las revistas Vanity Fair y Rolling Stone, los periódicos ABC y Página 12, y los encargos de prólogos y traducciones, el efecto de la gracia de su hijo es la teoría llevada a la práctica, la ficción hecha realidad. “Es una inmensa alegría”, dice con su rostro de mirada seria detrás de unos anteojos redondos de marco grueso y negro.

§

A los escritores se los puede agrupar de distintas maneras. Durante su último viaje, Fresán ha ido pensando en una: los escritores que tienen hijos y los que no. “No es lo mismo. Hay una especie de pequeño Big Bang dentro de la estructura de todo escritor cuando se reproduce y genera que, si todo va bien y hay justicia, el mundo lo sobreviva”.

Cuando Ana, su esposa, estaba embarazada, Fresán recibió en casa a su amigo y escritor norteamericano John Irving. “Prepárate, te va a pasar algo muy fuerte”, le advirtió, “vas a volver a vivir tu infancia y se van a destapar documentos que estaban cerrados”. Ahora, después de siete años viendo crecer a su hijo, está seguro que no podría haber  alcanzado la intensidad e inmersión de muchos fragmentos de La parte inventada antes de ser padre.

La parte inventada es una obra cargada de ambición que desmiente que la literatura esté en crisis”, ha dicho el escritor argentino Patricio Pron. Y Fresán la desmiente aferrado a las estructuras mentales de los niños. La narrativa “mitad ensayo-mitad artículo-mitad cuento-mitad confesión”, como la ha descrito el chileno Alberto Fuguet, parecieran, a primera vista, una narrativa compleja y erudita, pero para Fresán no es otra cosa que el discurso elíptico, fragmentado, fracturado, de los niños.

“Sí. Tal vez mi literatura está más cercana a ciertas estructuras mentales más finiseculares y modernas y requiere cierta capacidad para ver el paisaje más amplio. Si me pierdo a la hora de escribir, me pierdo como se pierden los niños en los cuentos de hadas. Ellos se pierden para que les pasen cosas divertidas, no para encontrarse. Soy un convencido de que la práctica de la literatura es una profesión más infantil que madura. Los escritores marmóreos me inspiran una cierta desconfianza. Me gustan más los que están todavía enredados en cierta capacidad infantil de asombro y de asombrar”, explica con ese acento híbrido entre español y argentino.

A poco de cumplir cincuentaiún años, Fresán cree que acercarse a la vejez es como volver a la infancia: se llora cada vez más, la gente entiende menos lo que dices, se vuelve a una silla con ruedas, controlar el movimiento de tu cuerpo vuelve a ser complicado. En una de las tantas divagaciones obsesivas sobre el crecimiento que se hace el creador de Peter Pan en Jardines de Kensington, se pregunta si acaso no sería fantástico que uno pudiera sentir el centro exacto de su vida, ese segundo “donde uno está a mitad de pasillo y una puerta se cierra detrás y una puerta se abre delante”.

Fresán se ríe cuando recuerda esa idea: “cumplir cincuenta años desde el punto de vista exacto y realista significa que tu pasado empieza a ser cada vez más grande y tu futuro más pequeño. Y del mismo modo que cuando eres niño la vejez es completamente fantasmagórica, a medida que va avanzando el tiempo la infancia se acaba convirtiendo también en una zona fantasma”.  Esa zona, ahora, tiene una guía: la infancia según Fresán.