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Los dos candidatos que se disputarán la presidencia en la segunda vuelta electoral del próximo 15 de junio son diferentes en un aspecto fundamental: su entendimiento del conflicto armado interno y sus posibles soluciones. 

Los candidatos a la presidencia de Colombia Juan Manuel Santos y Óscar Iván Zuluaga son similares en aspectos difíciles de pasar por alto. Ambos son beneficiarios de la popularidad de Álvaro Uribe que hoy, a pesar del manto de duda ética y legal que dejó su gobierno, está intacta. Es cierto que, en días de asedio guerrillero, el ex presidente tuvo éxitos significativos en materia de orden público. Pero su mandato también estuvo salpicado por escándalos de corrupción, desinstitucionalización, desequilibrio entre poderes estatales, autoritarismo, extremo neoliberalismo económico y matoneo a la oposición. Y, sobre todo, por las violaciones a los derechos humanos que suponían los mal llamados ‘falsos positivos’: asesinatos de civiles inocentes a manos de miembros del Ejército Nacional, quienes presentaban los cadáveres como si fueran bajas guerrilleras para acceder a premios estipulados por sus superiores. Este último fenómeno no es exclusivo del gobierno de Uribe pero durante su mandato aumentó en un 150%. Representa la peor cara de una política de seguridad en donde todo valía con tal de generar resultados.

El presidente Santos, hoy aspirante a reelección, fue uno de los ministros de defensa de Uribe Vélez, es decir un ejecutor de esa política que a la vez era combustible de la popularidad del ex presidente antioqueño. Fue, además, uno de sus más útiles alfiles políticos, pues creó y lideró un partido que garantizó la reelección del mandatario en 2006. Santos también representa el mismo conservatismo económico. Para citar sólo un ejemplo, durante los últimos cuatro años, impulsó estrategias de extracción minera a gran escala cuestionadas por priorizar la macro economía del corto plazo sobre el medio ambiente y el bienestar sostenible de las clases menos favorecidas.

Sin embargo, esas viejas cercanías entre Santos y Uribe no evitan que el candidato presidente sea hoy tildado por su antiguo jefe como un traidor. Este lo acusa de haberse montado en la popular maquinaria uribista para llegar a la Casa de Nariño en 2010 y luego instaurar un gobierno con un ligero y sorpresivo tinte liberal –sobre todo en lo relacionado con las políticas de reparación a las víctimas del conflicto, restitución de tierras y la creación de una mesa de negociación con las FARC-. Uribe pasó a ser, entre trino y trino, el mayor opositor de su antiguo escudero.

Óscar Iván Zuluaga, en cambio, sí encarna –como calcados– todos los preceptos del uribismo purasangre, incluyendo el más sensible en el clima electoral actual: la visión derechista de que con las FARC no se negocia sino que a las guerrillas se las somete solo con presión militar. De que, por nada del mundo, se discute el devenir político nacional con grupos al margen la ley. Y de que, quienes han sido verdugos, no merecen voz, ni mucho menos impunidad. A los uribistas se les olvida que, bajo el ala de su líder, se negoció y se acordó un sometimiento cómodo a la justicia de los sádicos jefes del narco paramilitarismo, en un proceso tan expedito como sombrío, pero tal vez también necesario, como el que se lleva a cabo en La Habana.

Es esa diferencia entre los dos candidatos –negociaciones con voluntad de ceder o rompimiento de los diálogos– la que hará que muchos electores se decidan por uno u otro. Por eso, la oposición liderada por Uribe y Zuluaga teme que en estos días preelectorales se publiciten avances en las negociaciones entre las FARC y el gobierno, puesto que eso aumentaría la intención de voto por el presidente que está en campaña para reelegirse. El pasado sábado siete de junio, por ejemplo, la guerrilla y los negociadores del gobierno dieron a conocer un comunicado en el que los ilegales dejan claro que, de firmarse la paz, se comprometerían a reconocer a las víctimas y a colaborar en sus procesos de verdad, justicia y reparación, –una intención inusitada–.

La agenda preliminar de los diálogos con las FARC está compuesta por cinco puntos: Política de desarrollo agrario integral, participación política, fin del conflicto, solución al problema de las drogas ilícitas y víctimas. Pero, también, los diálogos funcionan bajo una premisa determinante: nada está acordado hasta que todo esté acordado, de manera que lo que se concrete en el camino no se aplicará hasta que haya un acuerdo integral.

El tipo de paz

Si se firma ese acuerdo integral, los colombianos no pasaríamos a vivir, de un momento a otro, en un país sin problemas graves de orden público –extorsiones, narcotráfico, asesinatos, sicariato, robos–. Pero una cosa es la criminalidad en Colombia, y otra muy diferente el conflicto armado con visos políticos que se mantiene con las FARC desde hace cincuenta años. Lo que seguiría vivo, tras un eventual acuerdo, sería el capital de guerra que está inscrito en una dinámica que pocos han tenido el valor de encarar desde el poder constituido –ese compuesto por gobernantes que fueron elegidos por el pueblos– y que excede aquello que pueda acordarse con los cabecillas de una organización sobre la cual ellos no tienen total control.

Podría decirse que ese capital de guerra está dividido en tres componentes. Primero está el muy limitado acceso a educación, salud y servicios públicos básicos, al que está sometido un porcentaje de colombianos pobres que, según las optimistas cifras oficiales del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), supera el 32,2% de la población. En el tercer país más desigual de América Latina después de Brasil y República Dominicana, con un coeficiente GINI de 0,58 (el índice de desigualdad en el que cero es lo menos desigual y uno, lo más desigual), hay una franja poblacional demasiado grande en la que, a veces, de no ser por la condenable pero a la vez comprensible ilegalidad, habría más hambre. La extrema pobreza o indigencia alcanza el 10,1%; Y, mientras tanto, y el 1% más rico de Colombia ostenta el 20% del ingreso total en el país, gracias a –entre otras cosas– décadas (sobre todo las últimas) de leyes que les permiten a los más privilegiados pagar proporcionalmente menos impuestos que las clases medias y bajas, y hasta recibir dinero de los contribuyentes.

La segunda cara del capital de guerra la componen las heridas del pasado: más de medio siglo de ese conflicto armado de guerrillas implacables, sevicia paramilitar, sicariato y violaciones de los Derechos Humanos por parte de órganos de seguridad del Estado, deja demasiados hijos, padres, hermanos y amigos de gente asesinada, así como millones de desplazados y despojados de su patrimonio –6,2 millones de víctimas en total, según la Unidad de Víctimas–. La reparación de estas personas no será exclusivamente la económica que exige la ley internacional (imposible de ejecutar, puesto que no hay suficiente dinero para indemnizar económicamente a todos los perjudicados), sino también la simbólica contemplada en esa misma legislación (reconocer culpas, adelantar procesos de memoria histórica, erigir monumentos en respeto a su dolor). Se requerirá de mucho tiempo, por lo menos del paso de una generación a otra, para que sanen los rencores del pasado.

El tercer y último gran componente del capital de guerra son los activos que dejarían unas FARC desmovilizadas, así como ha ocurrido ya con otras disoluciones de grupos armados en el pasado (en especial la de paramilitares). A esta categoría pertenece el dineral resultado de la producción y comercio de drogas ilícitas, la experticia en ese multimillonario negocio, el arsenal que hoy posee la guerrilla y que nunca se sabría si entregaron completo o no, y, finalmente, los combatientes. ¿Qué harían los ocho mil miembros de las FARC, una vez que sean procesados por la justicia a través de leyes existentes o especiales? Algunos de ellos, reclutados desde niños –en una de las prácticas del grupo guerrillero más condenadas por parte de la opinión pública y por la comunidad internacional–, no saben hacer otra cosa que vivir en el monte en función de su fusil y las ordenes de un superior. Habría que incluirlos, poco a poco, en la vida civil, ofreciéndoles oportunidades laborales y seguridad social. De no hacer correctamente la desmovilización, se incurriría en el error ya cometido de engrosar las filas de bandas de delincuencia organizada, parásitas del viejo sistema criminal.

Pero la supervivencia del capital de guerra tras un acuerdo con la guerrilla está contemplada en el escenario que los científicos sociales llaman post conflicto. De ahí la importancia de firmar la paz: toca primero concertar con las cabezas de la guerrilla más antigua y poderosa del continente, para luego atender los problemas mencionados con el peso de ocho mil hombres levantados en armas contra el Estado.