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O de por qué no hay público para el cine nacional

Hace pocas semanas  alguien en redes sociales proponía una veda al cine ecuatoriano para que la especie "pueda reproducirse", dada la explosión de estrenos en el último año y medio. A simple vista, este podría ser el motivo de la baja asistencia en salas que registran la mayoría de títulos nacionales. Un análisis a ligera podría acusar al pequeño nicho del mercado que cada estreno debe disputarse. Al llevar cada película el título de "nacional" inmediatamente es depositada en la categoría "identidad". Así, si alguien quiere ver un filme que –en este errado sentido– le diga quién es o quiénes somos, acudirá entonces a ver una película ecuatoriana. Eso de por sí ya le resta taquilla.

Lo cierto es que el cine local está todavía al margen. Ni siquiera por modos de producción o presupuestos, sino por un hecho contundente: es un cine de género en el no estricto sentido de la palabra. De hecho, es un género en mismo: el de película ecuatoriana, y que haya una línea temática y un sentido argumental que lo atraviese en su mayoría no es gratuito. Sin embargo, eso es motivo de otro análisis. El hecho es que en la taquilla este "género" debe enfrentar a los monstruos comerciales hollywoodenses y sale perdiendo por defecto. No obstante, no creo que aquello sea una razón de substancia para la falta de público, es más bien un fenómeno universal aplicado a una realidad local. En el mundo entero los estrenos del país de origen deben competir contra el Goliat de las superproducciones, por lo tanto hay más elementos en juego.

Regresando a la idea del cine que me "va a dar diciendo quién soy": si una persona vio una o dos películas que no cumplieron este cometido –según lo que el propio espectador cree que debe decirle–es probable que meta a las subsiguientes en el mismo costal. Uno de los grandes escollos estáentonces, en que el gran público acusa este encargo social al cine ecuatoriano, el de verse reflejado. La etiqueta de "nacional" predispone de entrada a un espectador que busca de una forma ingenua y rústica un producto cultural que le explique o que le demuestre eso que creemos ser pero que nadie sabe qué mismo es. Pero esta búsqueda, por supuesto, no es de su única responsabilidad. ¿Por qué el espectador local tiende a exigir respuestas en el cine que considera suyo o que está etiquetado como suyo?

Más allá de análisis sociológicos acerca de construcciones identitarias y sus ausencias, quizás la respuesta esté en el orden de la representación y la autorepresentación. Cuando el espectador local se enfrenta con un filme nacional, de una forma automática e inconsciente exige una verosimilitud como espejo de la realidad. Y lo hace porque la etiqueta de "cine ecuatoriano" lo deposita en la autoreferencialidad. Busca reconocerse porque halla una familiaridad con lo que ve. Pero qué pasa cuando esa familiaridad se rompe porque hay elementos que no cuadran con el imaginario local, algunos bastante sutiles que sólo un espectador nativo podría adivinar (por ejemplo que un mestizo haga de indígena) y otros mucho más contundentes como la naturalización desde lo cinematográfico del conflicto de clases, o el lugar desde donde se cuenta la historia. Es ahí cuando surgen cuestionamientos básicos como aquel del mismo Presidente Rafael Correa, que acusó a un filme recientemente estrenado de estereotipar a la policía nacional cuando "claramente, la policía ya no es así", o de aquellos espectadores que reclamaban la incoherencia de otro filme nacional, pues  la imagen del actor que representaba a un hombre humilde no correspondía al estereotipo y por el contrario, se trataba de una persona de clase media y tez blanca.  Estos cuestionamientos aparecen también por la intención de algunos realizadores de reconstruir momentos, espacios o ambientes específicos que le fueron familiares o cercanos, desde la subjetivización de la realidad con una voluntad claramente autobiográfica (por ejemplo la reconstrucción del un mundo adolescente noventero rural o de clase alta, o la representación de una ciudad vista desde el ángulo de un adolescente outsider) pero que no son experiencias reconocibles para la mayoría de la población

Text Box: Algunas cifras del año pasadoMejor no hablar de ciertas cosas, 53.000 espectadores La muerte de Jaime Roldós, 50.123 espectadores  No robarás (a menos que sea necesario), 35.000 espectadores Mono con Gallinas de Alfredo León, 33.791 espectadoresEstrella 14, 20.000 espectadores Distante Cercanía, 15.000 espectadores El facilitador, 15.000 espectadores Rómpete una pata, 10.000 espectadores Películas más taquilleras del cine nacional:La Tigra y Qué tan lejos, con 250 mil espectadores cada unaTodas estas incongruencias surgen porque el cine nacional está obedeciendo a un encargo que no debería pertenecerle. Un filme falla porque se le ven las costuras. Una película de ficción no debería intentar validarse por ser una representación consecuente de una realidad. La verosimilitud en el cine no está dada por el hecho de ser un reflejo de la realidad sino por su propia coherencia interna. Es decir, que dentro de ese sistema construido en la esfera de la ficción cinematográfica haya correspondencia. Un filme debe ser verosímil en sí mismo.

En esa búsqueda de autoreferencialidad se disuelven los límites entre el microcosmos ficcionado del filme y la realidad, y es allí en donde los temas identitarios surgen como leit motiv y se imponen al resto de la trama. En ese momento las representaciones arquetípicas de una realidad local deben calzar con el imaginario del espectador. Y si no lo hacen, es cuando la gente tiende a rechazar un filme porque su coherencia interna no es suficiente. Es entonces cuando el universo de las representaciones, es decir, el de la ficción, se rasga y se filtran resquicios de realidad. La exigencia de correspondencia entre ambas se vuelve obligatoria para el espectador común en esa instancia.

El público local le exige mucho más a un filme, pues quiere verse representado, lo cual no es un error ni de los realizadores ni del mismo espectador. Lo que es ineludible en el plano de lo cinematográfico es lograr construir universos ficcionados que no necesiten ser un reflejo de la realidad ni que respondan a ningún encargo social, sino que sean lo suficientemente coherentes en su lógica interna de tal forma que no necesiten responder a un imaginario estereotipado. Y aún así, logren calar en público porque sus referentes son universales y decodificables por cualquiera, no en relación a temáticas, atmósferas, lenguajes, etc.  sino por el tratamiento mismo que se le da a esa representaciones ficcionadas.

Lograr que un espectador local se distancie de su búsqueda de autorepresentación –como lo haría naturalmente uno foráneo– es precisamente el desafío de los realizadores y creadores. Y ese sería el único encargo, por así decirlo, que tendría el cine hecho en el país.