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¿Qué hay detrás del conflicto entre la comunidad Sarayaku y el Estado ecuatoriano?

El pueblo indígena kichwa de Sarayaku amparó en su territorio ancestral, en las orillas del río Bobonaza en la provincia amazónica de Pastaza, al ex asambleísta Cléver Jiménez, su asesor Fernando Villavicencio y el ex dirigente de médicos Carlos Figueroa. Los tres fueron condenados a prisión por injuriar a Rafael Correa Delgado, quien los enjuició como ciudadano, no como presidente. Para muchos ecuatorianos, la decisión contra Jiménez y compañía fue una actuación sospechosa de nuestra administración de justicia, probablemente sometida a presiones desde el poder ejecutivo. Por eso, el fallo condenatorio en contra de los acusados no debería ejecutarse hasta que sea supervisado por organismos internacionales de derechos humanos. Esperar tal cosa, sin embargo, resulta ilusorio, pues en el Ecuador se ha perdido el respeto a la institucionalidad internacional.

Nuestras autoridades, embebidas de fervor patrio y rechazo al “imperialismo”, optaron por no implementar la medida cautelar de suspender la ejecución de la sentencia contra los injuriadores dictada por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Esto, hasta determinar si la actuación de la justicia fue apropiada y si las garantías mínimas del proceso y la libertad de expresión de los individuos habían sido respetadas y garantizadas. Frente a la oposición estatal a las medidas cautelares de la CIDH, el pueblo Sarayaku –también beneficiario de medidas de protección dictadas por la Comisión y la Corte Interamericanas–, anunció que protegería a los injuriadores como una muestra de respeto.

La ejecución de la sentencia parece haberse convertido en una cuestión de honor para el Estado, aunque el afectado en su honra sea un ciudadano. Esto se evidencia en el espectacular despliegue judicial, policial, militar, mediático de las últimas semanas,  incluidas amenazas de declarar estado de excepción en el territorio indígena si no se entrega a los “prófugos”. Algunos medios públicos han hecho eco de estas manifestaciones de altos funcionarios dedicando más espacio a relatar cómo los Sarayaku y otras comunidades amazónicas, en lugar de pueblos indígenas, son milicianos preparados para una especie de guerra contra el Gobierno.

Los ciudadanos ya no saben a quién creer porque las “explicaciones” jurídicas a la acción del Pueblo Sarayaku son variadas, aquí menciono cuatro.

Unos sostienen que por su condición de pueblo indígena y por el reconocimiento constitucional e internacional de su derecho a la identidad cultural –que les otorga control de su territorio ancestral y la posibilidad de establecer su propio sistema de justicia conforme a sus usos y costumbres– los Sarayaku pueden desconocer las decisiones de la justicia “occidental”. Discrepo. Sarayaku no es un Estado dentro del Estado, sus miembros se encuentran sometidos al orden jurídico como cualquier otro ciudadano, no pueden invocar su cosmovisión indígena para impedir que una decisión judicial sea ejecutada.

Otros dicen que por la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos del 27 de junio de 2012, en el caso Sarayaku v. Ecuador, el Estado no puede ingresar al territorio indígena sin previo consentimiento a capturar a los “prófugos”. Discrepo. La sentencia no impide a las autoridades acceder al territorio Sarayaku, los obliga a consultar de forma previa y bajo estándares internacionales antes de realizar algún proyecto de extracción de recursos naturales o plan de inversión o desarrollo de cualquier otra índole que implique potenciales afectaciones al territorio.

Hay los que manifiestan que ante el incumplimiento del Gobierno de las medidas cautelares de la CIDH a favor de Jiménez, Villavicencio y Figueroa, los Sarayaku simplemente han tomado la decisión de implementar tal decreto de protección. Sin embargo, no nos corresponde a los ciudadanos, sino al Estado como institución, cumplir las obligaciones internacionales en materia de derechos humanos.

Y también están los que afirman que debido al decreto de protección emitido por la CIDH el cinco de mayo de 2003 a favor de los Sarayaku –que dispuso que se garantice la vida e integridad de los miembros de la comunidad así como la propiedad sobre su territorio ancestral– el Estado está impedido de realizar una incursión al territorio de la comunidad por el riesgo que significaría para tales derechos. Dichas medidas cautelares se transformaron en medidas provisionales –que tienen mayor peso jurídico–  el seis de julio de 2004 y el Tribunal resolvió anularlas cuando dictó la sentencia del doce de junio del 2007. Es decir, esta justificación es errónea porque ya no existe un decreto de protección del Sistema Interamericano a favor del Pueblo Sarayaku.

En mi opinión, la justificación de la decisión de los Sarayaku y la explicación sobre su legitimidad es mucho más simple: Históricamente este pueblo indígena ha ejercido su derecho a resistir las actuaciones arbitrarias e ilegítimas del poder público, aún antes de que se incluyera el derecho a la resistencia en la nueva Constitución. La más clara demostración de esto fue en 1996 cuando se opusieron a la explotación petrolera del “Bloque 23” en su territorio ancestral. El reclamo culminó con un pronunciamiento internacional que destaca la propiedad que ejercen los Sarayaku sobre dicha tierra y el vínculo indisoluble entre su preservación y la propia supervivencia como pueblo, que debe ser respetado y garantizado por el Estado.

Hoy, la decisión de los Sarayaku además encuentra fundamento jurídico y legitimidad en lo que establece el artículo 98 de la Constitución de la República “[l]os individuos y los colectivos podrán ejercer el derecho a la resistencia frente a acciones u omisiones del poder público o de las personas naturales o jurídicas no estatales que vulneren o puedan vulnerar sus derechos constitucionales, y demandar el reconocimiento de nuevos derechos”.  Me dirán los “académicos” del Gobierno que los Sarayaku no están defendiendo “sus” derechos, sino los intereses de tres personas ajenas a la comunidad. Creo que una administración de justicia independiente e imparcial es un derecho de todos los ciudadanos, que todos estamos llamados a defender inclusive por vía de resistencia.

Más allá de la justificación jurídica de la postura del Pueblo Sarayaku, la idea de que Correa haga la denuncia como ciudadano y no como primer mandatario para lograr la ejecución de un fallo a su favor –criticado por irregular– resulta preocupante. Cuando agregamos el escenario en el cual pretende utilizar tal facultad, el planteamiento del injuriado se vuelve más incomprensible ya que hablamos de una comunidad indígena integrada por hombres, mujeres, niños y ancianos, que protege a tres individuos comunes, no a avezados delincuentes, y que en regímenes pasados ya fue atropellada por el poder público al punto de ser declarada víctima de violaciones a derechos humanos.

La situación que se desarrolla en Sarayaku no calza dentro de los supuestos excepcionales que el artículo 164 de la Constitución contempla para poder decretar el estado de excepción. Según la norma, dicha declaración podrá darse “en caso de agresión, conflicto armado internacional o interno, grave conmoción interna, calamidad pública o desastre natural”. La agresión consiste en el uso de la fuerza armada por un Estado contra la soberanía, la integridad territorial o la independencia política de otro. Un conflicto armado interno se desarrolla en el territorio de un Estado entre sus fuerzas armadas y grupos armados organizados que ejerzan control sobre una parte de dicho territorio. Una conmoción interna no justifica la declaración del estado de excepción, para que sea válido es necesario que esa conmoción genere peligro potencial o real de daño a las instituciones de la república. Una calamidad pública o desastre natural en el territorio Sarayaku no han ocurrido. En suma, no hay en que fundamentar un decreto de estado de excepción en Sarayaku.

Ojalá entremos en razón y se implemente el decreto de medidas cautelares a favor de los injuriadores. Si el proceso judicial ha sido bien llevado, seguramente la conclusión de la CIDH en el pronunciamiento sobre el fondo será que la sentencia debe cumplirse.