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A Nivaldo Machín, Cuba lo persigue como si fuera una maldición

Nivaldo Machín salió de Cuba en 1994. Llegó a Quito a participar en un curso de radio. En su país, antes de viajar, los ciudadanos debían pedir un permiso especial al gobierno e ir con una cartilla a una tienda en donde les entregan ropa adecuada para el viaje. Nivaldo, que no estudió periodismo pero desde muy joven se vinculó a ese oficio, cumplió con los dos trámites y  obtuvo la autorización. En La Habana tuvo que ir a un almacén de ropa usada para intentar conseguir un traje adecuado para el viaje. No halló ninguna vestimenta que le quedara pues su fisonomía no es la de un cubano promedio: es muy alto y corpulento. Vistió la ropa que tenía. Uno de sus amigos le regaló un dólar que Nivaldo gastó en el aeropuerto de Maiquetía, en Caracas, para comprarse un café y un sánduche. No fue su mejor inversión. En el trayecto hacia Quito, vomitó hasta sus recuerdos.

En su primer viaje al exterior, Nivaldo llegó a Ecuador. “Una cosa rara”, dice. Había escuchado poco de Ecuador, no sabía ni dónde estaba ni a qué se parecía. Cuando llegó a Quito, la institución que organizaba el curso al que estaba invitado le dio dinero para que compre implementos de aseo: cepillo de dientes, champú y jabón. Implementos que en Cuba son difíciles de conseguir.

El curso duró diez días. Durante ese tiempo, Nivaldo utilizó el único calzoncillo que tenía. Se lo había fabricado su hermana con la tela de una camiseta usada y un par de condones que fungían de resortes para que no se le cayera.

Había llegado a Ecuador sin la intención de quedarse pero le propusieron hacerlo como docente universitario. En Cuba había estudiado para convertirse en profesor, aunque ejercía el periodismo en una estación de radio. Sus planes cambiaron. Aceptó.  Siguiendo las reglas de su país, envió una carta solicitando la autorización para quedarse, “como ciudadano de segunda”, dice. La respuesta fue negativa. En una larga misiva, que le entregaron en la Embajada de Cuba en Quito, el gobierno comunista le recordaba que realizó su viaje en el marco de una misión oficial y detallaba las consecuencias ante una posible desobediencia a las leyes del régimen: no poder regresar a su país en –por lo menos– cinco años, quedar fichado como disidente y cargar con el estigma del fugitivo. Nivaldo nunca ha soportado que le digan qué hacer. Esa carta no lo asustó, lo molestó al punto que decidió quedarse. Se convirtió en un traidor a la revolución. Y traicionar a la revolución es traicionar a la patria.

Su nuevo trabajo como docente fue en una universidad de Portoviejo, capital de la provincia costera de Manabí. La primera noche se hospedó en un hotel. Recuerda que desde la ventana de su habitación veía una ciudad espantosa, adornada por unos techos de zinc deprimentes. Tenía hambre y unos pocos sucres que alguien le había dado. Salió y compró una hamburguesa que no lo sació. Al volver al hotel se sentía desolado, con una tristeza infinita,  desprotegido. Lloró como un niño y tuvo ganas de volver a Cuba. Pero era tarde. La decisión estaba tomada, su avión había partido, la carta de Cuba había sido respondida. Ahora aceptaba las consecuencias de no obedecer. Serían, por lo menos, cinco años de exilio obligatorio. Su familia jamás estuvo de acuerdo con su decisión, pues la mayoría ha militado activamente en el partido comunista. Aun así, aceptaron su determinación.

En sus diecinueve años en Ecuador ha sentido discriminación. Muchas veces le han dicho “cubano igualado”. Cuando algo no le gusta le han sugerido que regrese a su país. Lo han mandado a callar sobre todo cuando opina de la política ecuatoriana, con el argumento de que es cubano. Ahí siente que carga un estigma. “Cuba me persigue como si fuera una maldición”. Desde que decidió quedarse, también eligió no volver a mirar atrás. Cada vez que se sentía triste por extrañar a sus padres, hermanos y sobrinos, abría un cajón y veía el calzoncillo hecho con retazos de una camiseta y condones. Entonces sabía que Ecuador era su nuevo país.

Ha vuelto a Cuba dos veces. La primera, nueve años después de su salida; la segunda hace cinco. Ya no tiene ganas de volver ni de visita porque siente que es un sitio donde el tiempo no pasa. “Solo te das cuenta que han pasado los años porque las cosas están más destruidas y la gente más vieja”. Él decidió quedarse en Ecuador para dejar de ser un ciudadano de segunda, pero eso no sucedió. Todavía tiene que pedir permiso a la embajada cubana para viajar a su país.

“Aquí el Presidente Correa defiende a los ecuatorianos donde estén. Nosotros no, nosotros cargamos con un estigma, pedimos permiso para todo. Quisiera no tener que hacer tanto trámite para obtener mi partida de nacimiento o mi registro de notas de la universidad”. Para nacionalizarse como ecuatoriano necesitó su partida de nacimiento. Su sobrina tuvo que hacer malabares para conseguirla en Cuba. Le dijeron que por desobedecer al gobierno y quedarse en Ecuador sin autorización, su tío perdió todos sus derechos. Al final, después de un largo periplo, de mover influencias, de contactar gente que lo conoció, de pedir favores por debajo, la sobrina consiguió el documento. Le costó dos aguacates y un queso. Ese fue el precio de convertirse en ecuatoriano.

Nivaldo no escucha música cubana, no come comida cubana, no se reúne con otros cubanos ni habla “demasiado cubano” y, aunque su acento es inconfundible, no se siente particularmente cubano. Considera que  nacer en un país es una circunstancia. Dice que en Cuba la gente no vive con la idea del futuro, no hace planes, no tiene esperanza. “No puedo vivir con un pie aquí y otro allá. No creo en las trampas de la nostalgia.”

Habla poco sobre su familia en Cuba. “Ellos eligieron quedarse allí. Yo elegí otra cosa y asumo las consecuencias”. Sus padres son militantes del Partido Comunista, “son muy convencidos”. Sus hermanos también lo son. Él siempre tuvo la duda de que algo no cuadraba. Aunque nació bajo el régimen comunista y desde pequeño fue adoctrinado, asegura que toda su niñez y juventud dudó. No sabía muy bien por qué o de qué, pero dudaba. Entonces hacía muchas preguntas, “y eso en Cuba no le gusta a nadie, por eso me metía en muchos problemas”, recuerda.

– “¿Qué te dio Cuba?”, pregunto.

– “Lindas experiencias con los seres humanos, horribles experiencias con el sistema”, responde.

Sí estudió primaria, secundaria y universidad, pero según él, “con un profundo adoctrinamiento y nada de apertura al mundo”. Al menos así lo siente. “No me daban la libertad para pensar, aquí tengo pequeñas libertades que no cambiaría por nada en el mundo, como ir al supermercado y comprar cosas con el dinero que gané honradamente”. Dice que no le interesan los lujos, que no tiene auto ni lo necesita. Asegura que tiene libertad de cátedra y que no tiene que rendirle pleitesía a nadie. “Me encanta ir a votar, aunque siempre voto por el que pierde.” Ya son casi veinte años que Nivaldo vive en Ecuador y aún se siente en una especie de limbo. “Soy muy cubano para ser ecuatoriano, pero ya soy muy ecuatoriano para ser cubano”.

Ahora vive en Quito y dicta clases de literatura en un colegio privado, tiene un programa en radio y otro en televisión en un canal pequeño. Ha hecho buenos amigos. Tiene una pareja y dos perras. Viven juntos los cuatro, como una familia. La familia que él escogió en el país que él escogió, fuera del molde, con un montón de calzoncillos ya sin condones que sirvan de elástico, con el hambre saciada, la desprotección olvidada, con su cepillo de dientes y jabón. Vive feliz con sus pequeñas libertades  y sus impredecibles consecuencias.