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Paul McCartney vino a seducirnos y no hay necesidad de que nos llame al día siguiente.

Un hecho

La de Paul y el público de Quito fue una relación inversamente proporcional: no importaron sus esfuerzos ni sus arengas para que los asistentes al concierto que dio hace una semana reaccionaran; la gente pasó la mayor parte del tiempo impávida, sentada, moviéndose muy poco, catatónica. Luego de cincuenta años en el ojo del huracán, Paul McCartney tiene cientos de ases bajo la manga para relacionarse con un público que, por lo bajo, sabe quién es: un beatle. De ese dato no se escapan ni las piedras. Y es importarte partir de eso porque las variaciones con él son mínimas. Todavía se mueve con gracia sobre el escenario, ya no llega a ciertas notas cuando canta –pero todavía rockea con “Helter Skelter” y con los gritos de “Hey Jude”–, y ya no tiene al lado a su esposa Linda (fallecida en 1998), tocando el teclado y brillando como él. Pero fuera de esto, Macca sigue siendo ese tipo agradable que trata de hacerte sentir bien, reír (en Quito lanzó varias frases en español, con la gracia de un gringo que trata de lucir respetuoso y regalar la ilusión de que es uno más de la audiencia) y encantar con las canciones que ofrece.

Un tipo con medio siglo de experiencia conoce las reglas para maravillar. En Quito flameó la bandera del Ecuador, casi al final del show, y como un Abdón Calderón de nuestro inconsciente colectivo, fue fotografiado como un héroe y vitoreado por todos. En Perú fue igual, en Costa Rica también. No hay ciencia, solo conocimiento de causa.

Aunque a veces estas cosas no sirven de mucho.

El público puede o no reaccionar ante eso y quizás ahí entramos en el terreno de la extrañeza. Porque eso que pasó el lunes 28 de abril pasado para muchos se mueve alrededor de una pobre discusión sobre novelería y esnobismo. ¿Alguien puede estar abonado a alguna de las dos posiciones cuando se trata de Paul McCartney? Discursivamente sí, pero en la realidad no hay distancia entre el novelero y el esnob porque en un concierto de McCartney no son posibles esas diferencias.

Todos somos pequeños ante el dios que ha bajado a terrenos que previamente no había visitado.

Pero ante los dioses nos podemos revelar. Y, por eso, la frigidez de una audiencia que solo intervino en temas como “Yesterday” o “Hey Jude” –que son parte del cancionero infaltable de todo disco de “Baladas forever”– nunca podrá ser derrotada. Quizás haga falta algo más para remover la abulia que nos da forma.

O quizás sea un problema hacer un concierto un lunes. O que llueva en el frío de Quito.

Por cada fanático que coreó versiones de “Save us”, “Nineteen hundred and eighty five”, “Queenie Eye”, “Another day”, “Being for the benefit of Mr. Kite” o “Let me roll it”, hubo veinte asistentes que se sentaron a esperar que sonara algo que los obligara a moverse. Y esto se cumplió con canciones como “Live and let die” –la pirotecnia y las luces hacen lo suyo–, o como esa que McCartney compuso para el hijo de John Lennon, Julian, cuando Lennon y su primera esposa se divorciaron –a quien llamó “Jude” en la canción–, o aquella que salió de un sueño que Macca tuvo en 1965 y que se convertiría en “Yesterday”.

Pero eso no vuelve al fanático en un mejor ser humano. La importancia de una canción o de un artista en la vida de alguien es tan aleatoria, que las consecuencias no dicen nada. Probablemente haya gente que disfrute más o para quien haya una lista más grande de canciones de McCartney con relevancia y listo.

-Esto es un gran karaoke, así somos– dijo alguien luego del show.

-Sí, pero piensa algo: Si Metallica o McCartney vienen de nuevo a Ecuador, no se van a llenar como ahora. Son un acontecimiento de una sola vez. Dos ya no es negocio– le respondió un amigo.

Al final, es un one night stand.

Macca vino a seducirnos y quizás no haya necesidad de que nos llame al día siguiente.

Nostalgia

Paul McCartney es el músico que juega a los dados con la idea de la “leyenda viva”. Hoy, con setenta y un años encima, se mueve acorde a lo que representa: es un embajador de una época a la que ha sobrevivido. Es un museo parlante, una atracción de feria y un espectáculo de un tiempo que más que negarse a morir, no debe morir. Tanto que no solo canta las canciones de The Beatles que él compuso. Desde hace diez años viaja por el mundo convertido en un pedazo de John Lennon y George Harrison –y hasta de Linda, a quien le dedicó la hermosa “Maybe I’m amazed”– y se las arregla para cantar estrofas y versos de los dos compañeros de banda, porque por eso de los seis grados de separación es lo más cerca que estaremos a los beatles fallecidos.

Lo sabe y por eso agarra un ukelele –el instrumento favorito de Harrison– y toca “Something”. Además, en cada gira selecciona un tema cantado por John para que podamos jugar a la ilusión de tenerlo con nosotros. En Quito, la sicodelia conspiró con una versión calcada, nota a nota, del “..Mr. Kite” del “Sgt. Peppers Lonely Hearts Club Band”, que la noche del lunes fue el primer ejercicio de luces y música destinado a volar la cabeza a los presentes.

Mientras sonaba esta canción que apareció por primera vez en 1967, una mujer en la cancha ha cambiado su rostro en algo más cercano al horror. Se acercó a una mujer policía que daba vueltas entre los asistentes.

-Yo no he pagado 300 dólares para venir a oler… ¡cualquier cosa que estén fumando por acá! ¡Venga! ¡Venga!

Y tomó del brazo a la oficial hasta llevarla a un sitio perdido en el estadio de la Liga de Quito. Lo más seguro es que ella nunca supo que mucha de la música que escuchó esa noche vino de un tipo que públicamente confirmó haber consumido LSD y marihuana y que, sin temor a equivocarme, debe seguir fumando aquello que ella rechazó con tanta vehemencia.

-¡“Helter Skelter”! ¡Toca “Helter Skelter”! – grita un hombre en sus cuarentas–. ¡Rock, toca rock!

La puesta en escena tiró a matar. Pantallas gigantes convirtieron a McCartney y al resto de su banda en seres de más de diez metros. Los mortales vimos videos que constantemente incluían referencias a The Beatles, a la época de Wings y a la etapa solista de Macca, a Johnny Depp y a Nathalie Portman, que acompañaron la interpretación de la suave “My Valentine” –como pasa en el video musical. Experimentamos imágenes de obras de Jeff Koons, fotografías impresionantes de George con Paul, de Ella Fitzgerald, de la reina Isabel II, de Amelia Earhart…

La nitidez del sonido digital ayudó a disfrutar de una banda que acompañó a Macca y regaló la idea de ser un verdadero grupo. Desde 2001, McCartney rueda por el mundo con Rusty Anderson, en la guitarra –quien en un arranque de rock and roll lanzó el instrumento por los aires y no lo pudo agarrar de vuelta–; Brian Ray –el rubio de extraña nariz– en otra guitarra y en bajo; Abe Laboriel Jr., el gigante baterista que pareciera estar disfrutando el mejor momento de su vida y que diera la impresión de doblar la voz de Paul en muchos momentos del show–, y Paul “Wix” Wickens –probablemente el músico que más tiempo ha tocado con Paul, a quien acompaña desde 1989– en los teclados.

No son gente joven. Paul McCartney no podría girar con gente de treinta años. Se miraron, se sonrieron, se hicieron señas, jugaron entre ellos y regalaron la idea de que no había otro lugar en el que quisieran estar.

Es un grupo el que tocó en Quito hace una semana. La banda de Paul no es mera compañía. Quizás sean los mejores músicos con los que él ha tocado en toda su carrera –y eso que ha tocado con Robbie McIntosh, quien fuera miembro de The Pretenders–. Así, tuvimos no solo grandes instrumentistas, sino también cinco voces en escena, en constante armonía, quienes obsequiaron versiones de “Paperback writer”, “And I love her”, “I’ve just seen a face”, “Let it be” y otras, muchas otras.

Luego de casi tres horas, la lluvia vino y se fue; los ponchos de agua a cinco dólares –fundas de basura con agujeros para brazos y capucha– quedaron inservibles; la cerveza sin alcohol bajó por el esófago de algún incauto; las suites de un estadio, con las luces encendidas como vitrinas en Ámsterdam, parecieron multiplicarse; la gente se levantó, gritó, se emocionó y se volvió a sentar… todo por un beatle que hizo lo que mejor sabe hacer. Que incluso dijo “achachay” y que nos regaló varias “yapas”, cerrando la última de ellas con el verso “and in the end / the love you take/ is equal to the love you make”.

Al final todos volvimos a un mundo que no es perfecto, pero que supo mejor.